sábado, 24 de octubre de 2009

Impúdico color de palacio


"En una bruma otoñal, pero otoñal nórdica, Tito y yo llegamos a Amsterdam en 1978. Nada podía ajustarse más a las ensoñaciones de los cuentos infantiles que aquella ciudad colorida, bajo un cielo de plomo y atravesada de ráfagas frías que calaban el gabán, resto de la estética setentista pre dictadura. Ibamos a pasar sólo un día en Amsterdam, es decir, en Holanda, en los Países Bajos, en las tierras de la mejor pintura del barroco, y sólo alcancé a ver –en el final de una calle impregnada de olor a fritura– el aire poroso de Veermer, pero real, y la impresionante Ronda nocturna de Rembrandt, en el museo Rembrandt. La materialidad de la luz y de la sombra fue lo que me impresionó de Rembrandt. Hubiese podido decir como Poe: "Podía oír la oscuridad". Restaba descubrir aún un alma del barroco, nacida al norte de las tierras bajas: Pedro Pablo Rubens. 

Había un rosado carmesí en el cielo de Francia cuando nos aproximamos a París por tren. Ese color presentía otro arte, otra belleza, y otra historia también. Rubens tenía 29 años cuando Rembrandt nació. Al principio, su paleta influyó en quien sería el más alto exponente, a mi juicio, de una belleza que puede llamarse nórdica. Como si el universo fuese esa suspensión de sombras y luz –que en realidad es–, las figuras de Rembrandt avanzan hacia él, terminan sumergidas en el gran contraste, son producto, materia, sumisa y leve –pero concretísima– del torbellino quieto que las modela. Son cósmicas, pese a que, en muchos casos, son cotidianas. Rubens había aprendido algo meridional. De hecho, actuó cerca de Meridión, en la madurez de su edad, creando una de las galerías de mayor fama en Europa: la que le encargó María de Medici. 

Le extrañó a Tito cómo miraba yo las carnes femeninas pintadas por Rubens, durante el tiempo en que estuve detenido, largo, frente a la Instrucción de la reina; y luego frente al Triunfo de la verdad... 

Entendía yo que las grandes caderas y los enormes pechos son maternalmente libidinosos, y no por nada fueron el ideal masculino en tiempos en que la fertilidad de la tierra era un bien esquivo. Comprendo que la abundancia se prolongara como ideal hasta el tiempo de las grandes cortes, sin que importase la celulitis que acarreaba y que tan bien pintaba Rubens. Pero no era eso lo que me detenía frente a los cuadros. La causa de mi adicción inmediata a Rubens era el color de la piel. Ese color terriblemente expuesto, que ante la luz del Sol claudicaría, convirtiéndose en pergamino. Era el color más vivo (y enfermizo) y envolvente que alguien pudiera pedir de las circunstancias privadas de un lecho. Color de cuerpos yendo y viniendo de la alcoba al baño; de invierno y palacio; de invalidez, desprotección y voracidad; de sangre latiendo en hielo. Y la revelación llegó años más tarde, en El Prado, ante Las tres Gracias, Gretchen repetida, vigorosa y altiva, de nalgas abundosas, estriadas, y pálido y subyugante pulso. Se comprenderá que no hablo del blanco romántico-leucémico, sino del indescriptible color de una ingenua, nórdica, impudicia."

                                                                   Jorge Aulicino

(http://www.revistaenie.clarin.com/notas/2009/10/24/_-02023671.htm)

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