miércoles, 27 de febrero de 2013

Un texto lindísimo de la escritora argentina Gabriela Massuh

Desarmar la casa luego de que los padres murieron

La autora –hija única, además de escritora y editora– da nuevos significados a su historia a medida que enfrenta los recuerdos del hogar familiar. Cómo continúa la vida al quedarnos sin el resguardo y el afecto de nuestros mayores. Una nueva entrega del coleccionable que sale junto con Ñ cada semana.

Mis padres tuvieron la deferencia, o la desfachatez, de morirse en el mismo año, con cinco semanas de diferencia. Me tocó a mí desarmar el departamento, abrir esos cajones que nadie parecía haber abierto desde hacía treinta años. Pensé que nunca podría hacerlo, hay que tener mucha cintura para encontrarse con las pertenencias de los seres queridos cuando ya no están.
Un papelito con números de teléfono, una agenda con listas de compras del supermercado, un juego de naipes o una boleta vieja del gas pueden convertirse en armas de destrucción masiva cuando no se está preparado para encontrarlas. Cada objeto tiene el poder brutal de hacernos asomar, por última vez, al empecinamiento, la soledad, la obsesión, la pertinacia o la meticulosidad de la persona que se fue; una ráfaga implacable que la trae de vuelta de cuerpo entero: allí sigue estando cuando ya no está.
Yo no podía evadirme, mi condición de hija única me condenaba irremediablemente a encontrarme con esas nimiedades que son el testimonio más feroz de la impiedad del paso del tiempo. Finalmente a punto de claudicar después de abrir el primer cajón, recordé un cuento de John Berger.
La idea de la muerte de mis padres empezó a preocuparme a la edad de cinco o seis años. Habíamos viajado a Alemania, donde mi padre tenía la intención de perfeccionar sus estudios de filosofía . Aquella era una Alemania anterior al milagro económico, sin vidrieras con marcas conocidas, cuyo paisaje urbano era interrumpido por grandes baldíos de los que en voz baja se decía: “Allí cayó una bomba” . La asociación entre bomba y terreno baldío prevaleció hasta mucho tiempo después de que regresáramos a la Argentina; será por eso que hasta hoy para mí los baldíos tienen algo de siniestro.
En esa Alemania todavía predominaban usanzas anteriores a la Guerra o directamente provocadas por ella. Todo el mundo vivía con lo puesto y contaba el centavo. Una lata de Nescafé era un lujo asiático y a nosotros –mi padre se había comprado un Opel Olimpia usado– se nos veía como a potentados un poco salvajes, malcriados y dispendiosos. Durante las primeras semanas en Murnau, donde mis padres aprendían alemán en el Instituto Goethe, yo pasaba las mañanas en el aula de un colegio ubicado entre la iglesia del pueblo y el cementerio. No entendía nada de lo que se decía.
Mis compañeros no usaban cuadernos, sino una pequeña pizarra sobre la que escribían con un puntero de tiza; no llevaban sus útiles en una valija, sino en una mochila de cuero que mi madre se negó a comprarme por considerar que me podía dañar la espalda. Antes de comenzar las clases se rezaba en la iglesia y yo, criada en una familia estrictamente agnóstica, no sabía cómo juntar las manos.
Todas las mañanas mi madre me acompañaba hasta la escuela. No me dejaba en la puerta, sino allí donde, en un recodo, se abría el primer peldaño de una empinada escalera de piedra por la que se ascendía unos 200 metros entre arbustos de bellotas coloradas hasta el patio de la iglesia. Una mañana me encontré con las puertas cerradas. Di unas vueltas por el jardín del cementerio; el terror de no saber qué hacer me hacía volver siempre al rellano de la puerta. Tal vez grité, porque apareció una mujer por cuyas enfáticas señas interpreté que por alguna razón era feriado.
Podría haberme quedado allí a esperar que me vinieran a buscar, pero la idea de permanecer bajo el frío gélido de esa mañana de diciembre me espantaba. De modo que corrí escaleras abajo y empecé a remontar, sin aliento, la calle por la que mi madre se había alejado. No sabía hacia dónde corría, pero detrás de ese túnel de árboles raquíticos, detrás de la acechanza de una intemperie sólo entrevista en la inquietud de aquellas primeras noches de insomnio , suponía yo, encontraría a mi madre. Y así fue. Como si me hubiera escuchado de lejos, ella también corría hacia mí.
Con el tiempo, el miedo a quedarme sola cedió o se asordinó detrás de las palabras extranjeras que iba haciendo propias y me abrían un sentido y un mundo plasmados en los recovecos de mi memoria como un tiempo tan verde como el del edén.
El miedo a la orfandad renació durante la pubertad y, con él, una tendencia a la tartamudez que ya había asomado incipientemente en la época en la que aprendía a hablar. Será que frente a los miedos una se queda sin palabras; o bien, que las palabras dan miedo porque siempre terminan por esconder su verdadero sentido. Por eso, crecer fue siempre aprender a hablar y, luego, aprender a que se me entendiera más allá de los endogámicos gestos y sobreentendidos establecidos entre la trinidad familiar en mis épocas de persona adulta.
Me fui de la casa de mis padres cuando terminé los estudios, bien lejos, expulsada por el país que, como tantas veces, no daba para más. Pero los hijos únicos nunca se van realmente. Entre ellos y los padres hay un lazo indisoluble, casi atávico, la mágica atracción del número tres, fuera de él nada está completo, nada se cierra ni es definitivo. Todo vuelve al número tres por más que el tiempo pase y se simule vivir la vida.
Murieron en el 2008, año en el que publiqué mi primera novela que ninguno de los dos pudo leer . Mi madre, porque un tumor en el lóbulo frontal la había convertido en una criatura desvalida que buscaba enhebrar palabras detrás de una sonrisa que partía el alma. Mi padre, porque un hastío de décadas le inhibió las ganas de seguir viviendo y había comenzado a deslizarse por una pendiente de progresiva debilidad de la que sólo salía para pedir, siempre con el mismo gesto de cabeza, que lo dejaran en paz.
Durante meses yo había entrado como un fantasma en ese departamento penumbroso, sin dejar rastros, sin que se notaran mis ganas de salir corriendo, sin moverme demasiado por temor a deshacer la superficie quebradiza que tiene la vida cuando los que una quiere se están muriendo. Los hechos, mientras se viven y aparecen sin prevención, no parecen tan dramáticos; a veces pienso que son más terribles en la mirada retrospectiva o al darles forma en palabras, porque cada minuto de pena trae su alivio, cada dolor su paliativo y cada tragedia su farsa. Por ejemplo, aprendí que lugares comunes como “no somos nada” o “mañana será otro día” revelan, detrás de su cuota de banalidad, la fruición de un súbito consuelo porque pertenecen a esos pequeños rituales que logran suspender el tiempo y señalar una pertenencia.
De sus varias estancias en el exterior mis padres habían acumulado muchos más objetos de los que cabían en los 117 metros cuadrados del departamento de la plaza Vicente López. Siempre habían querido mudarse, pero el momento nunca llegó, de modo que roperos y placares rebalsaban de seis décadas de matrimonio a los que se agregaba, luego lo descubrí, mi propia infancia.
Me tocó levantarlo, deshacer sus vidas y parte de la mía; la que fue y la que podría haber sido. El hecho de abrir cajones llenos de objetos que acaban de perder su razón de ser es una de las experiencias más radicales de la devastación ; peor cuando se es hija única. Los objetos que un muerto guardaba en un ropero, un botiquín, una biblioteca o una alacena acaparan, uno a uno, la perfecta representación de su vida cotidiana más íntima y más entrañable. Nos convierten en testigos únicos, tristemente privilegiados, dueños caritativos de la decisión de hacerlos desaparecer o donarlos, regalarlos, evitar a toda costa que se conviertan para otros en un incordio.
Durante meses me dediqué a desfragmentar capas geológicas de fotografías, telares a medio hacer, relojes pulsera y despertadores, juegos de porcelana sin usar, agendas, vajilla, ropa, costureros, abrecartas, mi primer cuaderno, mi primer diente de leche , mis primeros aritos, mis cartas de Alemania y demás intrascendencias. Los 6.500 libros de mi padre fueron a parar a la Universidad de Tucumán, armé 24 cajas con sus manuscritos y sus clases de historia de las religiones que ahora guarda una amiga piadosa, regalé los muebles y doné el resto. Me quedé con algunas cartas, algunas fotos dedicadas y un juego de porcelana belga . Algún día habrá que decidir qué hacer con ese resto. Intuyo que ese día no va a llegar muy pronto.
Lo llamativo de ese pasado, que ahora sobrevive en casa de primos, amigos, conocidos y personas que no conozco, no hacía que yo sintiera lo que se siente en el hecho de dar, sino más bien lo contrario, una secreta gratitud, un alivio recóndito : la felicidad de que los objetos permanezcan en la vida de otros.
Y aquí viene a cuento el relato de John Berger cuyo tema era, si se quiere, el adiós ya no a los muertos, sino a sus pertenencias, a las huellas domésticas de su paso por la vida. El narrador visita a un amigo a quien acaba de morírsele la mujer. Por toda la casa hay rastros de ella, el color del marco del espejo que pintó , la disposición de la cama del dormitorio, los rododendros en flor del pequeño jardín. El amigo ha donado todo lo que le pertenecía con mucho empeño, ocupándose de que, ya por necesidad o por cariño, cada elemento fuera recibido por alguien capaz de darle un uso específico. Sin embargo, no ha podido desprenderse de unos dibujos de plantas que la muerta realizó a lo largo de los años. No les veía el valor que podrían tener para un tercero. Entendiendo su desolación, el narrador le dice que los clasifique. Nada más que eso: que los clasifique.
Yo leí ese relato mientras deshacía el departamento de mis padres. Ahora no sé si mi interpretación da con el sentido que quiso darle Berger, pero en aquel momento comprendí que esa clasificación, que implicaba preparar los dibujos de la muerta para un destino eventual, era la manera más humilde de poner en orden la vida que se fue y la vida propia. Eso me ayudó a aceptar lo que con creces se resiste a ser aceptado: la finitud. La nuestra y la de los otros.


 

Gabriela Massuh es escritora argentina. Directora de la editorial Mardulce. Es autora de las novelas "La intemperie" (Interzona) y "La omisión" (Adriana Hidalgo)
Estos textos fueron publicados en la sección "Mundos íntimos" de Clarín, durante 2012.

 


martes, 19 de febrero de 2013

Los desastres de Sofía, de Clarice Lispector


 “…Para mi súbita tortura, sin desviar los ojos de mí, fue quitándose lentamente las gafas. Y me miró con ojos desnudos que tenían muchas pestañas. Yo nunca había visto sus ojos, que con las innumerables pestañas parecían dos blandas cucarachas. Me miraba. Y no supe cómo existir frente a un hombre. Disimulé mirando el techo, el piso, las paredes, y mantenía la mano todavía extendida, porque no sabía cómo replegarla. Él me miraba manso, curioso, con los ojos despeinados como si se hubiera despertado. ¿Iría a aplastarme con mano inesperada? O exigir que me arrodillase y pidiera perdón. Mi hilo de esperanza era que él no supiese lo que le había hecho, así como yo misma ya no lo sabía, en verdad nunca lo había sabido….” 


sábado, 2 de febrero de 2013

Hay algo en la literatura de Di Benedetto que en el cine puede estallar

Entrevista con la cineasta argentina en el Festival de Cine de en Rotterdam, donde acaba de recibir un premio Fondo de desarrollo para filmar su próximo y ambicioso proyecto: su versión personal de "Zama", una de las novelas más importantes de la literatura argentina.



Considerada una de las mejores novelas de la literatura argentina del siglo XX, Zama, del escritor mendocino Antonio Di Benedetto, está dedicada “a las víctimas de la espera”. La novela cuenta la historia de Diego de Zama, un funcionario de la corona española varado a fines del siglo XVIII en Asunción del Paraguay, adonde fue enviado de manera interina. Zama espera el traslado a una sede mejor y, mientras eso no ocurre, espera el barco que traiga noticias de su mujer y sus hijos, y el pago de un sueldo atrasado.
Zama espera y padece la espera. Tal vez sea pura coincidencia, pero Lucrecia Martel, una directora clave de aquello que en su momento se llamó “nuevo cine argentino”, tuvo que esperar bastante para encarar su cuarta película. Poco después del estreno de La mujer sin cabeza en 2008, se supo que la directora argentina más celebrada por la crítica y los festivales internacionales adaptaría El Eternauta. Pasó el tiempo y Martel terminó una versión del guión que todavía le gusta mucho, pero el proyecto se canceló por un desacuerdo con los productores. Entonces fue cuando una amiga con la que compartía charlas sobre el río, un tema que a Martel le fascina, le regaló Zama. “La leí hace dos años y tuve la corazonada de que tenía que hacer algo. Me gustó tanto que me dieron ganas no de adaptarla, sino de revivir algo de la novela a través del cine”, cuenta.
Martel empezaría a rodar recién en enero de 2014, pero la espera seguro valdrá la pena, porque la apuesta es de lo más ambiciosa. La película, que demandará unas doce semanas de filmación y un presupuesto de 5,2 millones de dólares, ya cuenta con apoyo del INCAA y de El deseo, la productora de los hermanos Pedro y Agustín Almodóvar, pero todavía necesita conseguir buena parte de la financiación. El sábado 26, Martel y la productora Lita Stantic llegaron a Rotterdam para participar del CineMart, el mercado de coproducción del festival. Entre el 27 y el 30 de enero mantuvieron más de cincuenta reuniones con productores y distintos personajes del negocio del cine, y en la noche del 30 el proyecto argentino –el de mayor presupuesto de los 33 que participaron– recibió uno de los tres premios del CineMart, dotado de 5000 euros.
Pero la gira europea no termina allí. En los próximos días, Zama también participará del mercado de coproducción de la Berlinale, y es muy probable que durante ese festival haya algún anuncio oficial sobre un nuevo acuerdo de coproducción. En una tarde helada de invierno, Martel conversó con Ñ Digital en De Doelen, la sede principal del Festival de Rotterdam.

-En tus primeras tres películas trabajaste con guiones propios. Para la cuarta ibas a adaptar El Eternauta y ahora decidiste adaptar Zama. ¿Querías filmar un guión adaptado?
-Creo que me quedó el gusto de lo que estábamos haciendo con El Eternauta. El procedimiento me divirtió, y como eso no se pudo hacer, me quedé con las ganas de estar en el mundo de otro, incluso postergando cosas propias que ya tenía escritas.

-¿Cuál es la mayor diferencia entre partir de una idea propia y adaptar un material ajeno?
-Es un proceso menos solitario. Lo que tiene de fascinante y fácil cuando escribís tu propio guión es que no hay un universo con el que enfrentarse. Y lo fascinante y difícil cuando hacés una adaptación es que ya hay un mundo muy atractivo y partís desde ahí hacia otra cosa, entonces te sentís menos sola. Aunque es lo que más disfruto de las distintas etapas del cine, el proceso de escritura es muy solitario. En una adaptación, en cambio, es como si estuvieras todo el tiempo hablando con otro.

-¿Te preocupa el tema de la fidelidad a la novela?
-Yo pienso que si el cine quiere ser fiel a la literatura es un error enorme, porque realmente no tiene sentido adaptar una novela a una película, es absurdo. Pero sí tiene sentido compartir lo que generó la novela en vos, porque ya no es exactamente la novela, es otra cosa. Y lo que siento es que en la novela hay dispositivos narrativos que en el cine pueden potenciarse mucho trabajando con sonido y con imagen. Me da la sensación de que hay algo en la literatura de Di Benedetto que en el cine puede estallar de una manera puramente cinematográfica. Diría que es algo que todos los lectores percibimos, pero que no pertenece exactamente a la literatura; es como otra capa que está por encima de la novela.

-¿Cómo influye el hecho de que sea una novela tan importante?
-Es otra desgracia. Lo mejor hubiera sido agarrar una novela mediocre, en general el cine funciona muy bien con la novela mediocre porque se puede sobreponer con más astucia. Cuando tenés una maravilla, está el riesgo de someterse. Ojalá no me pase. Por momentos es muy divertido someterse porque es una maravilla, pero a la vez es un riesgo para el lenguaje del cine. Al tratar de ser fiel a un material que es otra cosa, porque las palabras son otra cosa, lo podés entrampar en algo que le hace perder potencia a todo lo que la novela generó en vos. Es complejo pero muy interesante, como si entraras en un edificio y tuvieras que agarrar los pedazos para hacer otra cosa; es una sensación de aventura fascinante.

-¿Cuál era tu relación con la obra de Di Bendetto antes de encarar este proyecto?
-Salvo un cuento, no leí nada más que Zama. Es rarísimo, no sé por qué, estoy entregándome un poco a la intuición de no querer especializarme en Antonio di Benedetto sino en Zama. Siento que lo conozco y que no necesito conocerlo más, como si lo conociera de hace muchísimo tiempo o personalmente.

-¿Ya  terminaste de escribir el guión?
-No, hasta que filme voy a seguir reescribiendo, porque además de relacionarme con la novela, me relaciono con los mundos con los que Di Benedetto se relacionó para escribir; entonces es una cosa gigantesca. Estoy todo el tiempo leyendo cronistas del siglo XVIII, es un proceso que hasta ahora no se termina y no sé si se va a terminar.


-¿Estás investigando sobre el periodo?
-Sí, más que nada trato de estar ahí, en el mundo de estos hombres, que estaban en un lugar que les era desconocido, en el que las referencias de los espacios que había cerca o distantes eran cosas que no conocían. Hoy en día no podemos tener esa sensación, si estás en Tucumán ya sabés que al norte está Jujuy, alguna foto viste. En cambio, en ese momento, lo que había entre una ciudad y la otra era un misterio lleno de leyenda y de narraciones poco específicas, de las que todos sospechaban si eran o no ciertas. La experiencia de estar en un lugar así se parece mucho más a los sueños, donde las referencias geográficas son fantasmagóricas, que a las experiencias de realidad que tenemos ahora.

-Decías que estás sumergiéndote en el universo con el que se relacionó Di Benedetto para escribir. ¿Qué estás leyendo?
-Hay un personaje de fines del siglo XVIII que a Di Benedetto lo fascinó que es Félix de Azara. Es un ingeniero que trabajaba para la corona, al que mandan a marcar el límite técnico entre la colonia portuguesa y la española, y por todas las corruptelas que hay en nuestro continente, se pasa como veinte años sin poder hacer el trabajo específico para el que había venido. Y en esos veinte años, como era muy curioso, hace muchos viajes y, sin ser su especialidad, escribe una serie de obras sobre animales y cuestiones geográficas. Es extraordinario. De los cronistas que he leído, nunca he visto a alguien que se ajuste tan finamente a sus observaciones, que esté tan curioso porque ese mundo le revele algo, y no tan aferrado a la autoridad de la Iglesia y de la corona. Es un hombre de su época, pero mucho más rebelde y personal que otros cronistas. Y Antonio di Benedetto toma muchas cosas que menciona Félix de Azara y las recrea literariamente, o las usa de manera tangencial, oblicua, quizás con un procedimiento parecido al que utilizo yo respecto de la novela.

-¿La película va a transcurrir a fines del siglo XVIII como la novela?
-Por ahora sí. Me gusta mucho ese momento previo a la independencia y a las expediciones científicas. Es un momento decadente de la colonia, de mucha ebullición, porque a poco de andar, en unos diez años más, ya están crecidos todos los líderes de las décadas de la independencia. Es una época llena de personajes interesantes, en la que ya hay otra información acerca de la sociedad y de cómo organizarse. Igual voy a tomar decisiones estéticas que me obligan a no ser precisa, como he hecho en mis otras películas, que no se sabe si son en los 70, los 80 o los 90. Y Di Benedetto, a pesar de que pone fechas, es impreciso. Los datos que cuenta no corresponden exactamente a esas fechas y me parece que ese procedimiento, el de la falsa precisión histórica, está bueno para este relato.

-¿La película va a estar ambientada en Asunción?
-Quiero situarla en el Gran Chaco, esa región comprendida por parte de Paraguay, Bolivia y Argentina. Prefiero no definir una ciudad precisa, y de hecho Di Benedetto tampoco lo hace. Lo de Asunción en realidad no figura nunca en la novela, ni siquiera sé si él alguna vez dijo que pasaba allá. Lo que quiero es que suceda en esa región del Chaco que es la región de los ríos y los bañados, de los Mbayá, de los Payaguá. 

-¿Te pesa estar al frente de una producción tan grande?
-Es muy raro porque es una responsabilidad enorme, pero cuando estás en el set no es eso lo que pesa. Es un dato importante, todo el tiempo hablamos de ese problema, porque es un problema tener una película cara en una época de crisis global, pero es como si fuera alguien que grita a lo lejos. Es tanto lo que me convoca todo lo demás, todo lo que necesita que yo tome decisiones, que lo otro queda como un eco lejano.

-No es la primera vez que venís a Rotterdam.
-No, vine una vez de jurado y otra al CineMart con La niña santa. Es agotador pero muy interesante, porque tenés un panorama de los problemas y las soluciones que  encuentra la gente con respecto al cine de autor. Este lugar es importante. Igual este es un año particular, porque estamos dentro de ese mundo raro que está viviendo Europa que es la crisis, y eso repercute. Lo percibís en las charlas, en las disponibilidades y las búsquedas, sobre todo de las televisoras europeas, que antes compraban un cine de autor súper arriesgado y ahora apuestan a la comedieta o a cosas que tienen una perspectiva comercial mucho más nítida.

-Dadas las dimensiones del proyecto, ¿el proceso va a ser más largo que en tus películas anteriores?
-Sí, en general con Lita (Stantic) pensamos que cuanto más grande es el proyecto, si uno quiere tener controlado el presupuesto, lo mejor es que el desarrollo sea largo, porque en cine hacer las cosas rápido es caro. Y aparte con el tiempo las ideas se van asentando; es un lujo que a veces te podes dar.

POR DANIELA KOZAK