viernes, 2 de noviembre de 2012

La casa de la poesía


LITERATURA Tamara Kamenszain es constructora de poesías desde una intimidad siempre habitada por presencias entrañables, ésas que hacen de morada para las voces que la acompañan desde su primer libro, en una experiencia de casi cuarenta años de escritura. La editorial Adriana Hidalgo acaba de publicar su obra reunida bajo el nombre La novela de la poesía, donde ambos géneros ofician de refugios frente a la intemperie de aquella que escribe. Esas formas acabadas que, sin embargo, siempre abrirán un punto de suspenso e inflexión.


El escritorio donde Tamara Kamenszain trabaja es amplio, confortable, luminoso. A espaldas de la silla donde se sienta a escribir hay una altísima biblioteca y, como en toda biblioteca, además de libros en sus estantes, también tiene fotos. Fotos de amigos, con amigos. De Néstor Perlongher, por ejemplo, o con Osvaldo Lamborghini, o Marosa Di Giorgio, su familia literaria. Será porque para Tamara Kamenszain la poesía es con otros –“siempre es con otros”– que en éste, su cuarto propio, lo que se advierte es una paradojal sensación de intimidad: intimidad que aunque sólo a ella le pertenezca, es habitada por otras presencias, morada de todas las voces que desde su primer libro vienen acompañándola. Abuelos, padres, hermanos, amigos, lecturas, críticos, escritores. A lo largo de casi cuarenta años en la poesía y nueve títulos de poemas publicados, estos personajes hablan a través de sus versos y ella en sus nombres. Tamara no está sola. “La poesía es mi casita”, responde cuando se le pregunta qué papel juega la escritura poética en su vida. Y en ese pequeño reducto que el significante “casita” señala, es mucho lo que cabe, casi nada parece quedar afuera. Menos ahora, que su obra reunida termina de ser publicada por la Editorial Adriana Hidalgo. “Por Violeta Kesselman, la editora –cuenta Tamara–, yo entendí qué era reunir una obra. Entendí que debía tener un pensamiento de totalidad frente a todos los libros de poemas que escribí. Y no es tan fácil. De este lado del Mediterráneo es un libro muy joven y cuando lo publiqué yo no tenía tantas armas como ahora. En la presentación dije que los libros que me daba vergüenza mostrar eran el primero y el último. Por distintas razones. En el primero, yo no sabía cómo era lo literario todavía. Cómo era barnizar, disfrazar, velar. Mi escritura era brutal. Y ahora que ya sé demasiado me quiero sacar de encima el barniz, la literatura. Esto me deja desguarnecida.”

Playmobil de lo poético

“Es el presente del que empieza. Del que se da cuenta de que puede escribir. El presente de la potencia de la escritura que está en su estado impuro, intocado, que nadie manipuló”, dice sobre De este lado del Mediterráneo (1973). Y si algo hizo Tamara en éste, su primer libro, por contraposición con el último, fue hablar de aquella época iniciática desde la ingenuidad, fascinada por lo que los días traían: “Todo esto se entrecruzó en un punto que es el presente –dice en una de las primeras prosas–: la totalidad del caleidoscopio, el movimiento del ojo que lo espía porque sabe que en cada agujero del mundo hay una sorpresa y para cada minuto que vivimos una lámpara de Aladino de la que salen las cosas que nos rodean”. En La novela de la poesía, su libro más reciente, aquello sobre lo cual se pregunta si podrá hablar a través de sus versos se ubica en las antípodas de aquel radiante big bang de juventud: “¿Ya hablé de la muerte?/ Murió mi hermano/ murieron mis padres/ murió el padre de mis hijos/ tantos amigos murieron/ y dije y digo que no están/ ¿Eso es hablar de la muerte?”.
[…]

Hablar de la muerte

 
En tu obra hay una mirada hacia atrás, hacia las raíces familiares y literarias, y los pares literarios, lazos con vivos y muertos...
–Y cada vez siento que es con los otros mi modo de escribir. Me siento acompañada. Una familia que se va ampliando, desde los papás, a los abuelos, los amigos...
Muchos se van muriendo también...
–Sí, pero aparecen en el espiritismo.
Podría decirse que en La novela de la poesía ese espiritismo es protagónico. En primer término, porque los espíritus autorizados para hablar de la muerte a los que se refiere Tamara Kamenszain en este libro son los de los muertos. La poesía los trae a este plano, la poesía que pareciera funcionar como una especie de mediumnidad, de enlazadora de mundos. Así, esos que ya no están vuelven a estarlo. Sus nombres, según puede leerse en estos poemas, han sabido concentrar más que nadie la potestad, el saber, sobre la muerte. Dos de ellos son Osvaldo Lamborghini, que nació viejo, y Alejandra Pizarnik, que nació muerta. “Pizarnik había nacido/ enterrada Alejandra Alejandra –dice Kamenszain en uno de los primeros poemas del libro– / se hizo llamar desde chica/ y eso sí que es hablar de la muerte/ Yo solamente la cito porque nací en una generación/ y eso no es hablar de la muerte.”
Vos naciste en una generación, ¿por qué Pizarnik no?
–No en la mía. Nacer en una generación en ese libro es haber nacido en la mía. Pero de todos modos, ella no nació en una generación porque nació muerta. Ella fue un disparo, nació sola. Enterrada, fuera de. Y de hecho, eso un poco se ve en los diarios. Le costaba lo grupal, en el sentido de integrarse a la vida, a camadas de vida, a movimientos. Ella estaba ya separada, recortada en su nicho.
También decís que Osvaldo Lamborghini nació viejo, y son dos que en tu libro pueden hablar de la muerte.
En su caso es con la sabiduría del viejo Vizcacha, del tipo que lo sabe todo. Alejandra nació muerta y él, viejo Vizcacha. Pero están totalmente relacionados. Eso yo lo trabajo en un ensayo: Alejandra en la sala de psicopatología, Osvaldo en el instituto de rehabilitación. Tienen muchísimo que ver. Hay algo en común en relación con el psicoanálisis, con la locura, con cierta cosa extrema. Osvaldo era cínico, ella trágica. Ella se lo tomó más en serio. El era sórdido, tenía cierta distancia, la del viejo. Ella era una niña vulnerable. Y los dos conocieron el infierno.
[…]

Podría decirse que en la obra reunida de Tamara Kamenszain se advierte, entre otras cosas, un juego con los límites: la crítica aflorando en la poesía, el pacto autobiográfico volviéndose máscara lírica, la poesía haciéndose novela y separándose de la realidad: “Mi padre murió asustado/ no se quería enterar de nada/ preparaba la valijita para internarse/ y yo con la impunidad de la hija/ que no se arrepiente del paso del tiempo/ hasta que el tiempo pasa/ le dije mirala de frente/ él en cambio me miró a mí/ (...) y entonces habló y dijo:/ es demasiado literario/ a nadie le sirve mirar a la muerte/ esa novela que la escriban otros”, dice Tamara Kamenszain en las últimas páginas de su obra reunida, cuya publicación podría entenderse como un punto de suspenso e inflexión en su poesía. Un límite. A partir de aquí otra novela está por comenzar.
Por Paula Jimenez España

sábado, 15 de septiembre de 2012

Muy cerca de Muriel Spark

Entre la construcción de la propia imagen y la revisión del pasado, Muy lejos de Kensington muestra la mejor versión de Spark, una escritora fundamental que no sólo cuenta buenas historias, sino que se aleja de los estereotipos femeninos para generar complicidad con sus lectores.


Muy lejos de Kensington
La Bestia Equilátera

254 páginas
Traducción de Maribel de Juan Guyatt









Muriel Spark es una de esas escritoras imprescindibles, con una obra sólida que atraviesa el siglo XX (nació en 1918 y murió en 2006, a los ochenta y ocho años), y que siempre cumple: escribe muy bien y cuenta historias que motivan a seguir y seguir leyéndola. Después de Memento mori, Los encubridores y La intromisión, todos editados por La Bestia Equilátera, editorial independiente que la relanzó después de años de injusto olvido, es el turno de Muy lejos de Kensington, una novela ágil, fresca, divertida, ingeniosa. Narrada por la ácida e insomne señora Hawkins (alter ego de la autora), la historia se centra en la vida cotidiana en una pensión londinense de la década del ’50 y en la psicología de los personajes que la habitan, como si se tratara de una familia ensamblada disfuncional, pero cómplice: una costurera polaca paranoica y fácil de influenciar, un matrimonio silencioso, Milly, la dueña y administradora, y William, un estudiante de Medicina, secundan a Hawkins, una viuda de guerra joven, de 28 años, que luego de la muerte de su esposo tuvo que empezar de nuevo y se convirtió en editora y asistente. Hawkins es también una mujer gorda que no aparenta la edad que tiene sino algunos años más, y sus percepciones, conscientes de esto, alcanzan una sutileza y una sinceridad a prueba de prejuicios, como cuando aclara que gracias a su “musculatura fuerte, con un busto inmenso, caderas anchas, fornidas y largas piernas, vientre abultado y trasero gordo” consigue que la gente confíe ciegamente en ella: “Yo tenía un aspecto cómodo. Más adelante, cuando decidí ser delgada, noté inmediatamente que la gente no me contaba tanto sus pensamientos, ni los hombres, ni las mujeres”.
La historia de Hawkins tiene varios niveles que se imbrican: la relación de ella con su pasado (el pasaje en que narra cómo conoció a su marido y sus breves encuentros con él durante la guerra es imperdible) y cómo consigue reinventarse física y afectivamente (decide bajar de peso en secreto); sus juicios literarios ante jefes aprovechadores y escritores oportunistas sin talento; y sobre todo los vínculos que establece en la pensión, que dan pie a una intriga pseudo policial en torno de una serie de mensajes anónimos que recibe Wanda, la costurera polaca, y una seguidilla de equívocos, con prácticas radiofónicas sospechosas y una muerte incluida. Pero de todos esos niveles, lo que importa es cómo el personaje se hace fuerte a través de la experiencia y la autocrítica: la señora Hawkins transmite seguridad hasta cuando se muestra más vulnerable, y es intuitiva, pero también solidaria, infalible y tozuda.
Parte del encanto de Muy lejos de Kensington reside en que está apuntalada por una serie de consejos que se ofrecen “gratis con el costo del libro”. Esa cercanía de Spark con sus lectores alcanza grandes momentos (“aconsejo a cualquiera que vaya a casarse que, antes de hacerlo, vea a su pareja cuando está borracho”), que avivan un eco que permanece después de la lectura. En la novela hay claves para concentrarse (conseguir un gato), para bajar de peso (comiendo todo, pero la mitad), para conseguir trabajo, y para empezar a escribir, como si la literatura también pudiera ser útil para vivir mejor.
Sin caer en sofisticaciones innecesarias y a la vez con un uso poderoso de la observación, Spark nunca quiere demostrar algo que no es. Eso se agradece, esa sinceridad de sus personajes, entre la complicidad y la confesión. Da la impresión de que toda su maestría está ahí, a la vista de quien quiera disfrutar de leerla.

Por Malena Rey



http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-7502-2012-09-15.html 

Se entregaron los premios Lola Mora 2012 a destacadas periodistas

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sábado 15 de septiembre de 2012.- La Dirección General de la Mujer, dependiente del Ministerio de Desarrollo Social, del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, entregó los Premios Lola Mora 2012 el viernes por la tarde en la Legislatura porteña.

Participaron además la Subsecretaria de Promoción Social, Guadalupe Tagliaferri y la titular de la Dirección de Mujer Beatriz Vitas junto a su equipo.

Las ganadoras fueron

Categoría TV

- “Cualca”, columna humorística, episodio sobre Violencia Obstétrica, transmitido en Duro de Domar el jueves 17/05/2012. Canal 9, 22 hs.

Categoría Radio

- Programa “Té de Brujas”, conducido por María Orsenigo, Mariana Acerbo y Silvia Collin. (Radio UBA 87.9). Martes, miércoles y jueves de 15 a 16.

Categoría Prensa Escrita

- Sonia Santoro (Diario Página/12)

Asimismo, se entregaron premios en las categorías

-Prensa Alternativa: Revista Furias

-Radio online y/o comunitaria: Mariposas en el Aire

-TV (No Ficción) Verónica González – Visión 7

-Publicidad: VER Indumentaria “Vestimos mujeres apasionadas”

También hubo una mención crítica a la publicidad de Schneider “Dar todo por un amigo”, mientras que la periodista Marta Dillon recibió el premio a la trayectoria.

 











Ministerio de Desarrollo Social 

martes, 21 de agosto de 2012

Una especie de doble vida

La crítica norteamericana, siempre amiga de las analogías para lo nuevo, la llamó “la Chejov canadiense” mucho antes de que empezaran a editarla en castellano y llegara a ser leída por la protagonista de La piel que habito, de Almodóvar. En los últimos años, de la mano de RBA y ahora Lumen, fueron llegando a la Argentina sus volúmenes de cuentos como Escapada (2005), La vista desde Castle Rock (2008), Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2009), El amor de una mujer generosa (2009), El progreso del amor (2009) y Demasiada Felicidad (Lumen, 2011). La reciente aparición de La vida de las mujeres constituye un acontecimiento retrospectivo, ya que se trata de su única novela, escrita a los cuarenta años, y que la lanzó definitivamente como escritora. Curiosamente, se consagró como una de las grandes cuentistas contemporáneas y no volvió a cultivar el género que la catapultó.
A los 40 años Alice Munro se armó un refugio en el cuarto de planchar y escribió de un tirón La vida de las mujeres, su única novela. Estaba a punto de separarse de James Munro, su marido por veinte años, quedándose para siempre con su apellido. Hoy, a los ochenta, vive en Clinton, un pueblo de Ontario a pocos kilómetros de la granja donde nació, junto a su actual pareja, el geógrafo Gerry Fremlin. Asegura que escribe todas las mañanas y que después camina sus religiosos 5 kilómetros, costumbre hecha carne por haber vivido siempre al margen de lo urbano, obligada desde pequeña a andar a pie para todo: para llegar a la escuela, al almacén, a casa de sus amigas, a buscar al médico del pueblo.
“Comprendí que lo único que podía hacer era escribir una novela. Nunca la había dado por perdida; sólo sabía que estaba a buen recaudo y que la recuperaría en algún momento en el futuro. Llevaba la idea de la novela a todas partes conmigo, como una de esas cajas mágicas que un personaje afortunado recibe en un cuento de hadas: la toca y sus problemas desaparecen.” Esto dice Del Jordan, protagonista de La vida de las mujeres, pero bien podría ser la misma Munro quien lo dijera, ya que es allá por 1971 cuando decide de una vez por todas bajar de la cabeza al papel esa novela que había llevado a cuestas durante tantos años. Esa novela terminó siendo La vida de las mujeres. Y la única que escribirá.
Del Jordan, la protagonista, es una niña sabia que se asegura de ir creciendo a resguardo del tedio y el cuchicheo de la gente de su pueblo. A la manera de George Willard, el periodista que crea Sherwood Anderson para caminar el pueblo de Winesburg, Ohio, y de la misma Munro de pequeña, Del también recorre todos los días el trecho de un kilómetro y medio que separa el pueblo de Jubilee de su casa de campo en Flats Road. No le gustan las “ciencias del hogar”, esa materia en la que enseñan a manejar la máquina de coser. Prefiere leer poesía o las enciclopedias que vende su madre puerta a puerta. Tampoco usa camisones porque se le enroscan en el cuerpo y se niega a ir a los velorios; es capaz de torturar ranas y hundir un palo en el ojo de una vaca muerta. Y cuando crece, se deja tocar por ese amigo de la madre, diferencia un orgasmo de las demás sensaciones, o deja a un novio cuando la encierra en el sótano desnuda para que la madre no los descubra.



                                                
Nacida en Wingham, una granja en Ontario, Alice Ann Laidway creció, al igual que Del, con la sensación de sentirse acorralada. Su padre criaba zorros blancos y su madre, maestra, padeció Parkinson siendo ella aún pequeña, lo que la obligó a hacerse cargo de la casa. “De chica escribía en mi cabeza mientras caminaba desde el colegio a casa, cuando hacía deberes, cuando lavaba los platos o hacía las camas”, recuerda en el reportaje que apareciera en The Paris Review. Allí asegura que los únicos dos años de su vida que no se vio obligada a hacer tareas del hogar fue durante su beca en la Universidad de Western Ontario. Pero cuando la beca tuvo fecha de vencimiento y su sueldo de bibliotecaria y las donaciones de sangre que hacía para cubrir sus gastos ya no alcanzaban, se casó. Era la alternativa a volver al pueblo. En seguida quedó embarazada. “Estoy enormemente feliz de haber tenido a mis hijos a la edad en que los tuve. Aun así, tengo que admitir que, si me hubieran dado a elegir, hubiera preferido no tenerlos”, se animó a declarar alguna vez Munro, que tuvo cuatro hijas, la primera poco después de los veinte años. Después de Sheila, la mayor, dio a luz a una niña que murió al día siguiente. Había nacido sin riñones. Durante años Munro tuvo una pesadilla recurrente sobre un bebé perdido o abandonado bajo la lluvia. Eso se refleja en su cuento “El sueño de mi madre” (de El amor de una mujer generosa). Inmediatamente después nació Jenny, y más adelante, Andrea. Cuando Munro cumple 66 años, le pide a Sheila, periodista, que escriba su biografía, quizás en un intento de hacerle un lugar en el mundo literario. Finalmente su hija accede, pero traicionando el pedido original, termina escribiendo una autobiografía: Vidas de madres e hijas. Creciendo con Alice Munro. Sheila interpreta que la pérdida de aquel bebé hizo que su madre resultara más amorosa con sus hermanas menores que con ella. Cuenta una anécdota en la cual siendo ella una adolescente se había quedado impactada al ver cómo la madre de una amiga la abrazaba. Al llegar a su casa, Sheila encuentra a Munro barriendo el sótano, se lo comenta y le dice. “Vos también podrías darme esos abrazos. Entonces ella me lanza una mirada terrible, luego gira y continúa barriendo sin decir una palabra”, concluye.
No por nada la biografía que escribió Catherine Sheldrick sobre Munro lleva por título A Double Life. Esa eterna partición entre su deseo y todo lo demás fue quizás el engranaje para que Munro creara esos relatos que giran alrededor de mujeres incómodas, conservadoras y lanzadas en partes iguales, con ese sentimiento de ajenidad que no se va con nada. A los 30, con dos hijas de 7 y 4 años, una hija muerta y una cuarta por venir, Alice Munro era una escritora reconocida a regañadientes por la crítica. “Muy bonito, pero demasiado familiar”, le decían los editores que le devolvían sus escritos con anotaciones al margen que criticaban la estructura fallida de sus cuentos, con tramas y subtramas que parecían no conducir a nada. Pero esa crítica jamás perturbó a Munro. Por el contrario, el no haber renunciado a esa manera de narrar constituye hoy su sello. Lo que realmente sumía a Munro en la oscuridad y el vacío era no lograr poner fin al asedio del mundo, el tener que esquivar a sus vecinas que caían a tomar el té, a las que llamaba “mis celadoras”.
Finalmente, entre ollas y sartenes, en 1968, a los treinta y siete años, logra publicar el primer libro de relatos (inédito en castellano), Dance of the Happy Shades con el que ganó el Premio del Gobernador General, un equivalente al Pulitzer en Canadá. Sin embargo, lejos de motivarla, siguió abriendo una grieta entre ella y lo escrito. “El libro se vendió muy mal y nadie había oído hablar de él, entrabas a las librerías, preguntabas y no lo tenían.”
Pero como las olas que se retiran para cobrar fuerza, Munro vuelve. Y vuelve con todo. Haciendo real el sueño de Del Jordan, sacó la novela de la caja y escribió La vida de las mujeres, que recibió la aceptación unánime de la crítica. A partir de ese momento, Alice Munro venció el asedio del mundo para siempre y ya no se detuvo. Escribe a paso firme entre 1974 y 2010 once libros de relatos. Ahora, con fecha 13 de noviembre de este año, está anunciada la edición del próximo, Dear Life, cuya portada puede verse en su muro de Facebook. Si bien Munro intentó otra vez abandonar el barco en 2008 después de La vista desde Castle Rock, al anunciar oficialmente que dejaría la escritura para “volver a llevar una vida común”, le duró poco. Porque como dijo en aquella oportunidad: “¿Qué hace uno si no escribe? Yo no encontré la repuesta”.

Por Laura Galarza 


lunes, 6 de agosto de 2012

La mujer que sabía curar el alma con sus canciones

La inolvidable intérprete de “La llorona”, “Macorina”, “El último trago” y “Volver, volver”, entre tantas otras, falleció después de una sucesión de internaciones. Chavela grabó casi 90 discos y agigantó una leyenda plagada de hazañas y transgresiones.

Isabel Vargas Lizano fue Chavela para el mundo. Fue leyenda y fue la voz más desgarrada, la de las penas más ásperas, la del dolor más acabado, la única capaz de abrir los brazos como Cristo. Fue símbolo de rebeldía, de enfrentamiento a los moldes y prejuicios instalados, de sujeción sólo a las elecciones propias, cueste lo que cueste, arriba, pero sobre todo abajo del escenario. Fue Chavela Vargas. Murió ayer en México, a los 93 años, después de una sucesión de internaciones, la primera de ellas en Madrid, adonde había viajado para presentar su último disco, La luna grande, con el que rindió un homenaje ya casi recitado al poeta Federico García Lorca. Murió a causa de un paro cardiorrespiratorio en México, la patria que adoptó como propia y a la que representó rompiendo las normas de esa representación, tras permanecer varios días internada.
Fue, en rigor, la última de las afrentas que esta mujer le hizo a la muerte: hacía años que Chavela venía enfrentando recaídas en su salud, más o menos graves, para luego salir adelante como si nada, como si aquello hubiera sido sólo una anécdota, algo que no le pertenecía. Como decía su amiga argentina, la cantante Negra Chagra: “Chavela estaba al borde de la muerte, y a la semana salía de gira. Volvía a amenazar con que moría, y aparecía grabando un disco. Caía otra vez, y salía renovada, con otro proyecto más arriesgado todavía”. La cantante tenía una explicación para esto, a lo que no daba demasiada importancia: ella era una chamana, nombrada como tal por los aborígenes huipala, la primera mujer en el mundo en ostentar este honor. Además de capacidades hechiceras y sanadoras, este título le confería el poder de trascender, en una medida en que no les estaba dado a los hombres decidir, y que la alejaba, desde luego, de todo miedo a la muerte.
Esto les explicaba a los médicos que la atendieron en el hospital, Inovamed de la ciudad mexicana de Cuernavaca, donde ingresó a fines de julio después de permanecer otros diez días internada en Madrid. Allí intentó reponerse acompañada por sus amigos más cercanos, entre ellos María Cortina, con quien escribió el libro Dos vidas necesito. Las verdades de Chavela. Permaneció consciente en terapia intensiva, y pidió expresamente a los médicos que no se le aplicasen procedimientos para prolongar su vida: nada de maniobras de resucitación o uso de respiradores. Con ellos habló sobre el final: les explicó que la muerte no existe, que su foco estaba en una trascendencia espiritual. Así pasó sus últimas semanas. La intérprete única de “La llorona”, “Macorina”, “El último trago”, “Que te vaya bonito”, “Volver, volver”, la que aseguraba poder curar las almas con sus canciones –algo de lo que habrá quienes den fe– eligió despedirse entonces.

Su vida

Isabel Lizano había nacido en San José de Flores, Costa Rica, el 17 de abril de 1919. De su país de nacimiento no guardaba buenos recuerdos, tampoco de su familia. Su figura quedó ligada icónicamente a México, adonde se mudó a los 17 años, adoptando la nacionalidad mexicana. Allí inició su carrera cantando con guitarra en las calles de la capital, como tantos artistas callejeros. Ella tenía algo diferente: hacía rancheras, que hasta entonces era un género reservado a los hombres. Era una mujer que cantaba sobre el deseo por las mujeres. Para completar el cuadro, vestía como un hombre, fumaba tabaco, bebía alcohol en cantidades, llevaba pistola y gabán rojo. Allí fue “descubierta” por el cantante y compositor José Alfredo Jiménez, símbolo indiscutido de la ranchera.
Armada de un repertorio de autores como Jiménez o Cuco Sánchez, Chavela Vargas se abrió paso con un modo de cantar que no tenía que ver con lo técnico. Ella no cantaba sus rancheras: las lloraba, las gritaba, las hacía dolientes, las mascullaba entre dientes, con toda la bronca contenida o con la seducción más cómplice. Las ofrendaba. “Ponme la mano aquí, Macorina”, susurraba con ronca sensualidad, y se acariciaba los muslos. Ese tema, transformado en himno lésbico primero, y revolucionario después, cuando la guerrilla salvadoreña le cambió la letra (“ponme la mano aquí, Macorina, para curar la herida que me causó esta bala”, cantaron ellos), fue uno de sus estandartes, vuelto una gran afrenta al macho rancio y latino, en una maravillosa inversión de sentido. Su otro himno fue “La llorona”, y su cenit el grito final: “¿Qué más quieres? Quieres más”. Allí Chavela alcanzaba a revelar, de algún modo, algo del orden de la angustia atávica de la humanidad.
“Yo nunca he cedido nada. Yo soy yo”, aseguraba la mexicana en diálogo con Página/12, al ser consultada sobre el momento en que habló en forma pública sobre su homosexualidad, en 2000, en una entrevista para la televisión colombiana. “La única ventaja que tuve fue que no había Inquisición; si hubiera nacido en los tiempos de Juana de Arco, me hubieran quemado, con todo el gusto. Yo fui como quería ser y me reí de todos, pero también los respeté. Como digo siempre: el respeto al derecho ajeno es la paz. Pero paz con dignidad, sin agachar la cabeza. El grito final de ‘La llorona’ tiene que ver con eso.”
Su primer disco fue editado en 1961 y desde entonces grabó casi 90, aun cuando hubo una etapa en que dejó de cantar profesionalmente, entre fines de los ’70 y principios de los ’90. Su figura se hizo conocida a nivel internacional, más que a través del disco, gracias al cine. Su amigo Pedro Almodóvar fue uno de sus primeros difusores al incluir sus canciones en sus películas. También apareció en Frida, de Julie Taymor, cantando sus clásicos “La llorona” y “Paloma negra”, y en Babel, la premiada película de Alejandro González Iñárritu, interpretando el bolero “Tú me acostumbraste”. En 2004, a los 85 años, presentó el disco En Carnegie Hall, que grabó en vivo en ese escenario icónico.

Su leyenda

La leyenda de Chavela Vargas es copiosa en hazañas, transgresiones, momentos compartidos con grandes artistas. Desde Rock Hudson hasta Frida Kahlo y Diego de Rivera, por ejemplo, que la invitaron a vivir en su casa. Algunos de esos mitos fueron confirmados por ella como reales: que había llegado a disparar unos cuantos tiros desde un escenario, por ejemplo. “Pues sí –aceptó–. Una noche empecé tomándome un tequilita, para quitarme el miedo, y tomé otro y otro, hasta pasar los 30. Había algunos allí abajo que hablaban y yo les dije: ‘¡Se callan o disparo!’. Y tuve que disparar. Y allí nació esa leyenda, porque después andaban diciendo: ‘No la provoquen, porque dispara a cada rato’. Es que a ciertas horas todo se entiende con el lenguaje de las pistolas.”
En cambio se reía del mito que aseguraba que de joven robaba gente al galope, a caballo. “¡Qué divertido! Déjela que corra la leyenda. Si el público se entretiene con eso, ¡déjelos!”, se reía con ganas en una entrevista con este diario. Sí admitía las leyendas sobre sus corridas a toda velocidad en autazos último modelo: “Yo era amiga de uno de los presidentes de México, Adolfo López Mateos, y no pagaba impuestos –seguía contando en la nota–. Así que un Alfa Romeo o un Maserati me costaba la tercera parte. El presidente una vez me regaló un Bentley inglés como el de Isadora Duncan. Nomás que no había repuestos y cuando se rompió, se acabó. Qué divino era ese coche...”. Parecía un personaje más de la novela Crash, de J.G. Ballard, cuando hablaba de la fascinación que le provocaba la velocidad. Le cambiaba el ritmo pausado y musical de su voz cuando relataba las picadas improvisadas que corría con el presidente mexicano. “Los dos corríamos como locos. Por mí hubiera seguido. Pero cada veinte días, un mes, me daba en la torre, chocaba con todo. Y en el último choque me abrí la cabeza, se me levantó el cuero cabelludo desde la frente hasta la mitad de la cabeza. Si no pasaba alguien por ahí, me moría desangrada. Pero fue divino ese tiempo. Y no tengo angustias, ni rencor al pasado, todo se acabó. Se tranquilizó, se puso en paz.”
El alcohol fue una parte importante de esa leyenda negra: “El dinero que tuve me lo bebí, en una temporada. Era borracha y además invitaba a todo el mundo para que se emborracharan conmigo. No vaya a creer que hacía distinción. Lo mismo era mi hermano, el albañil, el que vendía periódicos. Los invitaba porque tenían necesidad de tomar y no tenían con qué. Y yo sabía lo que era eso”, explicaba. Y era perfectamente consciente de que la borracha perdida formaba parte de la leyenda de Chavela Vargas: “El público adora esa parte tuya. Yo tenía un amigo cantante, que no le voy a decir quién, el único que nunca tomó, ni fumó, ni nada. ¡Y la gente nunca lo consideró bohemio, ni artista! Resultó demasiado pulcro para que la gente lo considerase ‘divino’, como nosotros los bohemios sublimes, de amanecer en el Tenampa. Como Alvaro Carrillo, que le dije yo un día: ‘¿Cómo eres tú en tu sano juicio?’. Y me contestó: ‘No sé, porque nunca he estado así’. Un borracho divino. De nosotros, el público se encarga de hacer una leyenda negra, que a mí me parece fascinante. Si hasta resulta que yo andaba a caballo en las calles de México. Imagínese, me hubiera matado. Y es que a mi coche le llamaban ‘el Caballo’”.
Lo que no fue leyenda fue que los aborígenes huipala la nombraron chamana, con lo cual podía curar si era necesario. “Puedo curar muchas almas con mis canciones, y por eso me nombraron chamana”, contaba. “Ya había establecido un puente de comprensión y de amor a través de la música. Y logré lo más costoso del mundo: paz interior, me encontré conmigo. A mí que no me vengan con los Grammy: son una mierda, puedes comprarte veinte si quieres y si tu grabadora tiene dinero. Yo soy la primera mujer en el mundo que tiene el título de chamana. Nunca hubiera imaginado que me iba a pasar una cosa así, pero para eso canté toda mi vida.”

Su despedida

Su última visita a la Argentina fue en 2004, cuando dio un show en el Luna Park, con León Gieco como invitado, en forma totalmente gratuita (tanto para el público como para ella, que no cobró cachet). Antes, en 1999, se había presentado en el Gran Rex, en un show junto con su amigo Almodóvar, que ofició de presentador y maestro de ceremonias. “Tengo apenas dos o tres debilidades en mi vida”, había dicho entonces el director, en tono de bolero. “Una de ellas es Chavela. Allí donde ella esté, si me llama, si me necesita, allí voy, como estoy aquí ahora.” “Pedro es mi único amor en la tierra. Somos dos almas gemelas”, le devolvió ella. Antes de eso, se recuerdan también sus presentaciones en La Trastienda, más íntimas e igualmente celebradas.
De la mexicana Lila Downs a la afroespañola Concha Buika, varias fueron las voces ungidas como “herederas de Chavela”. De la Argentina, Negra Chagra fue la cantante que sembró amistad y compartió varios momentos artísticos con ella, grabando una en los discos de la otra, o para el gran homenaje que se le organizó en México cuando cumplió 90 años, al que asistieron, entre muchos otros, Miguel Bosé y Joaquín Sabina. Su voz, envejecida y tenaz, su canto ya casi recitado, sigue asombrando en sus últimos discos: Por mi culpa, de 2011, y el reciente La luna grande, con 16 poemas de Federico García Lorca y dos que ella le dedicó al poeta, editado en la Argentina por Acqua Records.
“Nací cantando, aunque me decían: ‘Esa niña canta horrible’. No tuve maestros. Aprendí de la vida todo lo que sé. Así que si a alguno no le gusta lo que hago, que le eche la culpa a la vida”, advertía ella. “Al comienzo, a nadie le gustaba lo que hacía, hasta que una noche yo estaba borracha sobre el escenario y todos estaban borrachos abajo. Y al otro día, no sé cómo, abrí los diarios y amanecí famosa. Seguí cantando y luchando, rompí todas las normas establecidas, y aquí estoy todavía.” Aquí seguirá su voz y su figura, cubierta por un joropo rojo con guardas blancas, los brazos alzados como Cristo. “Así me voy a morir, libre, sin yugos”, dijo, y cumplió su palabra.

Por Karina Micheletto

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/3-26052-2012-08-06.html

jueves, 12 de julio de 2012

Katherine Anne Porter (1890 - 1980)


"No elegí esta vocación y si hubiese tenido el derecho de opinar, no la habría elegido... y sin embargo por esta vocación he estado y estoy dispuesta a vivir y a morir y a muy pocas otras cosas les concedo la menor importancia"
Nació el 15 de mayo de 1890 y murió en 1980 en Texas. Comenzó a escribir muy pronto. Se ganó la vida corrigiendo textos ajenos y haciendo reseñas de libros, artículos políticos y textos comerciales.
Decía usted que nunca se propuso hacer una carrera de la literatura.
Yo nunca he hecho una carrera de nada, sabe usted, ni siquiera de la literatura. Empecé sin nada, excepto una especie de pasión, un deseo impulsor. No sé de dónde venía y no sé por qué he sido tan obstinada en ese sentido que nada pudo desviarme. Pero esta cosa que existe entre mi persona y mi literatura es el lazo más fuerte que he conocido con cualquier otra persona u otro trabajo que haya realizado. Empecé a escribir cuando tenía seis o siete años, pero también tenía multitud de otros semitalentos: quería bailar, quería tocar el piano, cantaba, dibujaba. No se trataba en realidad de simples aficiones: lo investigaba todo, experimentaba con todo. Y además hay que tener en cuenta que entonces no había muchas diversiones. Si una quería oír música tenía que tocar el piano y cantar una misma. La mayoría del tiempo dependíamos de nuestros propios recursos: nuestra propia música y nuestros propios libros. Las casas estaban llenas de libros para ser leídos y nosotros los leíamos.
¿Qué libros influyeron más en usted?
Es difícil contestar, porque yo crecí en una especie de mezcolanza. Leí los sonetos de Shakespeare a los trece años y estoy completamente segura de que me causaron la impresión más profunda de cuanto haya leído. Durante un tiempo supe de memoria toda la secuencia. Ese fue el momento decisivo de mi vida y después, de un solo golpe, todo Dante. Las obras teatrales las vi en escena pero no recuerdo haberlas leído con algún interés. Ah, bueno, y leí todo tipo de poesía: Homero, Ronsard... y también a los filósofos laicos, Montaigne me influyó enormemente cuando aún era muy joven. Un día, cuando tenía catorce años, mi padre me llevó ante una gran hilera de libros y me dijo: ¿Por qué no lees esto? ¡Te sacará unas cuantas ideas tontas de la cabeza! Era la colección completa de la Enciclopedia de Voltaire, anotada por Smolett. Y me lo leí entero: tardé como cinco años. Y por supuesto leíamos a todos los novelistas del siglo XVIII, aunque Jane Austen, igual que Turgueniev, no me entusiasmó hasta que maduré bastante. Y descubrí por mi cuenta; Cumbres borrascosas; creo que leí ese libro cada año de mi vida durante quince años. Lo adoraba sencillamente. Henry James y Thomas Hardy fueron los autores que me introdujeron en la literatura moderna.
¿No cree usted que esos antecedentes -el relativo aislamiento de la vida rural del sur del país y el ambiente de interés literario- ayudaron a formarla como escritora?
Creo que es algo que se lleva en la sangre. En nuestra familia siempre hemos sido grandes escritores de cartas, lectores y narradores orales. Durante toda mi vida he escuchado a personas intelectualmente bien formadas. Todos ellos eran grandes narradores de historias y cada historia tenía forma, sentido y objeto.
La protagonista de muchos de sus relatos es definida, y se define a sí misma a menudo, en relación con una organización familiar.
Sí, pero no fue algo hecho a conciencia ¿Sabe usted? En aquellos días nos sentíamos unidos y vivíamos juntos porque pertenecíamos a una familia. La cabeza de nuestra casa era una abuela, una vieja matriarca, una mujer verdaderamente adorable y hermosa, un alma buena, de modo que no nos hacíamos ningún daño. Pero lo importante es que vivíamos así, con las amistades ancianas de la abuela. Y también estaban los jóvenes, todos ellos mayores que yo; cuando yo era una niña de ocho o nueve años ellos tenían entre dieciocho y veintidós y representaban para mí todo el encanto, toda la belleza y la alegría y la libertad. Estaban también los de mi edad y luego los bebés.
Usted parece sentir poca de esa preocupación peculiarmente sureña por la culpabilidad racial la muerte de la antigua vida agraria.
Yo soy sureña por tradición y por herencia, y tengo sentimientos muy profundos respecto al Sur. Y, por supuesto, pertenezco a esa sociedad blanca agobiada por un sentimiento de culpa, pero ese problema sencillamente no me caló muy hondo. Tal vez no soy lo suficientemente judía, o puritana, para pensar que los pecados de los padres los pagan sus descendientes hasta la tercera y cuarta generación. O quizá ello se deba a mis influencias europeas, en Texas y Louisiana. Los europeos no tenían esclavos ellos mismos, pero pensaban que la esclavitud era una cosa muy natural... Pero ¿sabe usted?, yo siempre fui inquieta, siempre fui un espíritu errabundo. Cuando era muy niña me escapaba a cada rato de casa. Una vez, cuando tenía unos seis años, mi padre fue a buscarme por ahí y más tarde me contó que me había preguntado: "¿por qué eres tan inquieta? ¿Por qué no puedes quedarte aquí con nosotros?" y yo le dije "Porque quiero ir a ver el mundo. Quiero conocer el mundo como la palma de mi mano"
Y a los dieciséis años lo hizo definitivamente.
A los dieciséis años me fugué de Nueva Orleáns me casé, y a los veintiuno volví a escaparme, me fui a Chicago, conseguí un empleo en un periódico entré a trabajar en el cine.
¿En el cine?
El periódico me envió a los viejos estudios cinematográficos S. Y A. para hacer un reportaje. Pero me metí en una cola que no era la que me correspondía después fui demasiado tímida para salirme. "Por aquí, amiguita", me dijo el hombre y de repente me encontré en una escena de un juzgado con Francis X. Bushman. Me sentí horrorizada por lo que me había sucedido, pero me pagaron cinco dólares por el trabajo de ese primer día, así que me quedé. Pasó una semana antes de que recordara a qué me habían enviado, y cuando volví al periódico me dieron dieciocho dólares por el trabajo que no había hecho durante esa semana y me despidieron. Me quedé trabajando en los estudios durante seis meses -finalmente llegué a ganar casi diez dólares diarios- hasta que un día me dijeron: "Nos vamos a California". "Pues yo no", dije. Bueno, eso fue en 1914 y la Guerra Mundial había empezado, de modo que en septiembre me fui a casa.
¿Y después?
Después me dediqué a cantar antiguas baladas escocesas con vestuario típico que yo misma confeccioné por todo Texas y Louisiana. Después me dijeron que había contraído tuberculosis y pasé como seis meses en un sanatorio. Sólo era bronquitis, pero estaba en Denver y me conseguí un empleo en un periódico.
Recuerdo que usted una vez me aconsejó evitar eso a toda costa; me dijo que era preferible ponerse a hacer picadillo en un restaurante.
O cualquier otra cosa, la que sea. Duré un año en ese empleo y eso fue lo que me convenció de que no me estaba haciendo ningún bien. Después siempre tomé empleitos aburridos que no ocupaban mi mente ni todo mi tiempo y que, por otra parte, me permitían ganar lo suficiente para subsistir. Creo que sólo he dedicado el diez por ciento de mis energías a escribir. El otro noventa por ciento lo dediqué a mantenerme a flote. Creo que eso es un error. Hasta Santa Teresa dijo: "Puedo rezar mejor cuando estoy cómoda", y se negó a usar el cilicio y a pasar hambre. No creo que vivir en sótanos pasar hambre sea mejor para un artista que para cualquier otra persona; lo que pasa es que algunas veces el artista está obligado a hacerlo porque es la única vía posible de salvación, si usted me permite usar esa palabra anticuada. De modo que yo lo hice más bien instintivamente. No tenía experiencia de la vida y tampoco me habían enseñado a hacer nada, de modo que tuve que tomar todo tipo de empleos difíciles. Pero ¿sabe usted?, creo que probablemente hubiera escrito mejor si hubiera vivido con un poco más de comodidad.
¿Entonces usted estuvo escribiendo todo ese tiempo?
Todo ese tiempo estuve escribiendo, independientemente de cualquier otra cosa que estuviese haciendo, independientemente de lo que pensara que estaba haciendo en realidad. Vivía casi tan instintivamente como un animalito, pero ahora comprendo que durante todo ese tiempo una parte de mi persona se estaba preparando para ser artista, que mi mente estaba trabajando incluso cuando yo no lo sabía cuando no me importaba que estuviera trabajando o no. Estoy firmemente convencida de que durante toda nuestra vida nos estamos preparando para ser algo o alguien, aun cuando no lo hagamos conscientemente. Una mañana llega el momento en que uno se despierta y descubre que se ha convertido de manera irrevocable en aquello para lo cual se había estado preparando desde hacía tiempo. Dios mío, ese puede ser un momento difícil si uno ha estado haciendo las cosas indebidas, algo que va en contra de la naturaleza de uno. Y, créame, yo sé que eso puede suceder. No comparto en modo alguno esa idea estúpida de que lo que uno lleva dentro tiene que salir tarde o temprano, de que no es posible suprimir el verdadero talento. Las personas pueden ser destruidas, pueden torcerse, deformarse y se las puede mutilar completamente. Decir que uno no puede destruirse a sí mismo es tan necio como decir que un joven muerto en la guerra a los veintiuno o veintidós años murió porque ese era su destino, porque de todos modos no iba a hacer nada. Abrigo la firme creencia de que la vida de ningún hombre puede ser explicada en términos de sus experiencias, de lo que le ha sucedido, porque a despecho de toda la poesía de toda la filosofía que afirman lo contrario, no somos realmente dueños de nuestro destino. No dirigimos realmente nuestras vidas sin ayuda y sin impedimentos. Nuestro ser está sujeto a todos los azares de la vida. Son tantas las cosas de que somos capaces, que podríamos ser o que podríamos hacer. Las potencialidades son tan grandes que ninguno de nosotros las cumple nunca en más de una cuarta parte. Excepto que tal vez haya una poderosa fuerza motivadora que sencillamente lo lleve a uno hacia adelante, yo creo que eso fue lo que pasó conmigo... Cuando yo era una niñita le escribí una carta a mi hermana diciéndole que quería la gloria. Ahora no sé qué quise decir exactamente con eso, pero era algo diferente de la fama del dinero o el éxito. Sé que quería ser una buena escritora, una buena artista.
¿Pero no hubo ciertos acontecimientos específicos que cristalizaron ese deseo, algo comparable a la experiencia de Miranda en Caballo pálido, jinete pálido.
Sí, ese suceso fue la epidemia de influenza al término de la Primera Guerra Mundial, que estuvo a punto de causarme la muerte. Sencillamente dividí mi vida, la corté en dos, por decirlo así, de modo que todo lo anterior a eso fue simplemente la preparación, y después, de alguna manera extraña, quedé alterada, lista. Me tomó mucho tiempo salir y vivir en el mundo otra vez. Estaba verdaderamente enajenada, en el sentido estricto del vocablo. Fue el hecho, creo yo, de haber conocido lo que era la muerte y de casi haberla experimentado. Todo lo que los cristianos llaman la "visión beatífica" los griegos llamaron el "día feliz", la visión feliz inmediatamente anterior a la muerte. Y si uno ha pasado por eso y ha sobrevivido, ya no es como las demás personas y no tiene sentido engañarse pensando que lo es. Pero yo lo hice: cometí el error de pensar que yo era como cualquier otra persona, de tratar de vivir como las otras personas. Tardé mucho en comprender que eso no era cierto, que yo tenía mis propias necesidades y que tenía que vivir tal como era.
¿Y eso la liberó?
Simplemente me levanté salí corriendo en aquella súbita escapada a México, donde asistí, podría decirse, y ayudé, en la modesta medida de mis posibilidades, a una revolución.
¿Esa fue la revolución obregonista de 1921?
Sí, aunque yo realmente había ido a México a estudiar las formas del arte azteca y maya. Había estado en Nueva York y me disponía a viajar a Europa. Pero Nueva York estaba lleno de artistas mexicanos en aquel entonces y todos hablaban del renacimiento, como lo llamaban, que tenía lugar en México. Y me dijeron: "no se vaya a Europa, váyase a México. Allá es donde van a suceder las cosas interesantes". ¡Y tenían razón! Me metí de cabeza en la revolución y en medio de ella tuve la experiencia más maravillosa, natural y espontánea de mi vida. Fue una época terriblemente excitante, llena de vida y al mismo tiempo de muerte. Pero nadie parecía pensar en eso: la vida estaba allí también.
¿Cuáles cree usted que son las mejores condiciones para un escritor, entonces? 
Ah, no podría decir cuáles son. Es algo muy individual. Cada persona necesita algo diferente... Pero lo que me parece más negativo entre los artistas jóvenes es esa tendencia a ingresar en la clase media, esa idea de que deben casarse tener muchos hijos y vivir como todo el mundo, ¿sabe? Yo estoy a favor de la vida humana, entiéndame bien, a favor de matrimonio y de los hijos y de todo eso, pero muy a menudo no es posible tener eso al mismo tiempo hacer lo que se supone que uno haga. El arte es una vocación, tanto como cualquier otra cosa en este mundo. Para el verdadero artista, es la cosa más natural del mundo, no tan necesaria como el aire el agua, tal vez, pero sí como el alimento. Pero en realidad llevamos una vida casi monástica; para seguirla es necesario, a menudo, renunciar a algo.
Pero para el artista no probado ese es un acto de fe muy grande.
Es un acto de fe. Pero una de las características distintivas de un talento es el coraje de tenerlo. Si los artistas jóvenes no tienen el coraje, no hay nada que hacer. Fracasarán, del mismo modo que fracasan las personas sin coraje en otras vocaciones en otras esferas de la vida. El coraje es el primer requisito esencial.
Sus libros: Judas en flor (1930), Hacienda (1934), Vino de la luna (1937), Caballo pálido, jinete pálido (1939) y Relatos completos (1965), Artículos completos y escritos ocasionales, La nave del mal (1962), El error interminable (1977).
Esta entrevista a Katherine Ann Porter, realizada por Barbara Thompson, forma parte de una serie publicada por The Paris Review en 1953 y recogidas posteriormente bajo el título Writers at work por the Viking Press. La traducción al castellano pertenece a un volumen publicado en México en 1968 por Biblioteca Era.

Fuente:
http://www.grafein.org/Porter.htm

domingo, 1 de julio de 2012

Cuando ellas militan


Donde están enterrados nuestros muertos (Edhasa) es la segunda novela de la académica argentina Maristella Svampa. Socióloga y filósofa, es más conocida por sus aportes teóricos que por su trabajo literario, sin embargo aquí tiende un puente entre ambos mundos y se puede decir, sin temor a equivocarse, que es la primera novela social dedicada a la megaminería contada por mujeres.
Donde están enterrados nuestros muertos empieza trágicamente. Una madre que pierde a un hijo en un accidente en la ruta. La pérdida es la experiencia que lo cambia todo: reúne a la protagonista con otras madres, marcadas también por esa tragedia abismal y, al mismo tiempo, visibiliza una tensión. La tragedia disuelve y resalta las diferencias de clase entre esas mujeres. “En el origen, es una historia que me cuenta mi propia madre, sobre la señora que trabaja hace muchísimos años en su casa, a la cual yo conozco también desde hace mucho”, cuenta.
El universo del relato es mayoritariamente de mujeres. Los espacios son de refugio interior: casas que siempre resguardan de un afuera desolador, que se siente a través de un viento que no para de soplar y de perturbar. La novela también entalla los personajes prototípicos de muchos pueblos: una ex miss (de la estepa en este caso) venida a menos, un pintor bohemio, un ex corredor de automovilismo, un político añejado y, sobre todo, un periodista cínico que debe entrevistarlos a todos por encargo del intendente.
El funcionario tiene objetivos proselitistas: festejar el centenario del nacimiento de la localidad que gobierna a través de un fresco de sus habitantes “ilustres”. El periodista, oriundo de ese pequeño pueblo que debe retratar, se ha fugado hace mucho al anonimato de la capital porteña pero ahora regresa a cargar con una tarea que se le va volviendo patética a medida que avanza.
La cuestión de la minería es un telón de fondo. Aparece en detalles, no en los discursos de los personajes. Tiene un elemento, sin embargo, que la sintetiza: las camionetas doble cabina que recorren el pueblo como síntoma de una compleja prosperidad y de la modernidad veloz que prometen las corporaciones mineras. El slogan que se repite en el pueblo Cinco Cruces, así bautizado el lugar donde transcurre la historia, es que se trata de “la gran hora de los pueblos chicos”.
“Adonde vayas, sea Jujuy o Loncopué, cordillera, precordillera o meseta, ves esas camionetas. Y la gente en los distintos lugares hace referencia a ellas. Es una figura fugitiva y omnipresente”, dice la autora que recorre el interior de manera permanente. No había reparado en su posible uso literario hasta que la imagen se hizo presente por sí misma, en su teclado. A la hora de la escritura, sin embargo, Svampa asegura que no sabía hacia dónde iba, aunque se despertaba de madrugada asaltada por la necesidad de escribir. “Muchas cosas las resolvía mientras iba escribiendo. Veía claramente que lo que escribía era una novela de alcance político y social y no quería que terminara en un discurso moralizador, dada la envergadura de las problemáticas que estaba tocando. Lo que arma la novela es la pregunta por esos pueblos del interior a los cuales se les quiere imponer un determinado destino colectivo.”
El tono que reclamaba la narración no podía ser ni de grito ni de estallido: “más bien de sollozo; quería que fuera calmo”. La novela fue escrita de un tirón en cuatro meses de verano y luego llevó un año de correcciones.
“Cuando la terminé estaba sorprendida: ¿qué hizo posible que saliera esto? Mi experiencia como investigadora y mi experiencia como provinciana hicieron síntesis en un lugar inesperado. La ficción colonizó un espacio que me parecía un cruce imposible.”
Cuando publicó su novela anterior, Los reinos perdidos (Sudamericana, 2005), Svampa declaró estar preocupada por preservar la autonomía del género literario. Con esta novela parece dar un giro sobre esa definición.
“En Argentina hay un rechazo y al mismo tiempo un temor hacia la novela social y política, bastante afianzado, como si una apuesta de este tipo atentara contra la autonomía de la literatura, o bien, no buscara otra cosa que instalar un relato pedagógico o moralizante.”
En el medio del libro un personaje confiesa que toda novela es autobiográfica y al mismo tiempo no lo es. Svampa sostiene esta frase pero se distancia de las narrativas del yo. “Encuentro que en nuestro país hay una literatura interesante alrededor de la ironía, de la búsqueda de originalidad e incluso de la exposición del yo, en clave autobiográfica, pero no es la tradición en la cual me identifico. Me reconozco más en otras tradiciones literarias, como en la novela peruana, desde Arguedas, Scorza, Cueto, el propio Vargas Llosa –más allá de mis claras diferencias políticas– o Roncagliolo. Estos autores incorporan con naturalidad la realidad política y social, la actualidad, sin renunciar por ello a la autonomía de la literatura, ni pretender terminar con discursos moralizantes. Y terminan construyendo una novelística muy potente.”

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Por Veronica Gago