jueves, 13 de febrero de 2014

Un fragmento del cuento La venganza de los dinosaurios, de Deborah Eisenberg



(...) Cuando me senté de nuevo, Nana habló. Su voz siempre había sido penetrante y recia, un poco como el sonido de un oboe, pero ahora detecté en ella muchas y nuevas grietas como hilos: era áspera, extraña. Supongo que no tienes ni idea de cómo es que estoy aquí, dijo. Es donde vives, Nana, le dije yo, por si era a mí a quien se dirigía; esto es tu casa. Nana me estudió... desapasionadamente, creo que sería la palabra. ¡No me extraña que mi padre le tuviera terror cuando era pequeño! Gracias, dijo Nana, quién sabe a santo de qué. Luego juntó remilgadamente las manos y dejó de verme del todo.
Mi cerebro se enroscó en forma de tubo y mi infancia se coló por él, fugaces imágenes de cuando venía a este piso con mis padres, Peter y Bill; Nana, sus rápidos movimientos y su olor delicioso cuando se inclinaba hacia mí, sus bonitos dientes grandes, y aquella melena plateada que sabía recogerse en apenas un segundo, sujetándola mediante algún fantástico adorno. El recargado juego de té, la delicada rodajita de limón flotando soñadora en la taza frágil, las butacas de terciopelo, en la pared aquel cuadro del misterioso y frondoso mundo al que casi parecía que podías entrar..., la luz, tan pronto abrías la puerta, como de otra época, una luz preciosa, extraña y sin brillo que ya existía antes de nacer yo... Fragmentos deslucidos de mis visitas al piso de Nana atravesaron vertiginosamente el tubo y desaparecieron. Nana, dije.
Figuras como muñecos saltaban por los aires, se abrían de golpe y vertían negrura. Había un bulldozer, cosas que se desmoronaban. Entró Eileen. Si quería una taza de té, me preguntó. No, le dije, gracias. Se detuvo un momento antes de irse, miró la pantalla. Bueno, nunca se sabe, dijo. Pero menos mal que no tengo hijos varones.
Nana había venido al mundo coincidiendo con el fin de una guerra y había vivido parte de otra antes de dejar Europa, de modo que en sus tiempos debía de haber visto muchas multitudes y cosas que se desmoronaban y hombres de uniforme y alfilerazos negros salpicando el cielo despejado e hinchándose acto seguido. Jeff y yo no tenemos tele. Jeff detesta el propio aspecto del aparato, su sonido, los efectos que produce en la mente. Dice que él no es tan tonto como para pensar que está a salvo del lavado de cerebro. Para el caso, prefiere lavárselo él solito, y lo cierto es que no podría tenerlo más brillante e inmaculado, aunque ahora esté un poquito maltrecho por los acontecimientos del momento, razón por la cual a veces hace comentarios que podrían considerarse un tanto improcedentes. Por ejemplo, el otro día íbamos en el ascensor del bloque de oficinas donde Jeff y su equipo hacen su labor de investigación, y subía con nosotros un tipo vestido con una especie de clergyman azul claro, y Jeff se volvió y sin alzar la voz dijo, dirigiéndose más o menos a él: El sol se pone.
El tipo miró a Jeff con el rabillo del ojo y luego se miró el reloj. Tenía unos ojos muy bonitos, candorosos, creo que se podría decir. Miró de nuevo a Jeff y dijo: ¿Le importa apretar el siete? Jeff dijo: Vale, el sol se está poniendo, timoneles. Pulsó el siete y se volvió hacia el tipo. ¿Lo ve hundirse por el horizonte?, dijo, ¿nota cómo gira el planeta? ¿Oye cómo crujen las grandes osamentas en el corazón candente de la Tierra? Los lanudos mamuts, los dinosaurios, ¿oye eso? ¿El chapoteo de los combustibles fósiles, crec, crec, chap, chap, la Canción de Cuna del Ocaso de los Dinosaurios? Saludé al tipo con la cabeza cuando salió en la séptima, pero él no estaba mirando. Jeff suele ser muy contundente, y es rapidísimo para detectar una observación falaz o una explicación espuria, en particular, últimamente, si quien la hace soy yo. Por lo que a mí respecta, no me importaría demasiado tener televisor, pero no puede decirse que mi capacidad de concentración sea tremendamente grande, y no acabo de cogerle el gusto a sentarme delante de la ventanita cuadrada y tragarme lo que me echen, de modo que en ese sentido quizá no soy tan vulnerable como Jeff. Pero si alguien enciende un televisor en un bar, pongo por caso, yo no tengo que salir corriendo de allí a grito pelado.
Así que, evidentemente, nunca veo la televisión a no ser que salgamos de casa, algo que con los tiempos que corren no podríamos permitirnos aunque realmente nos apeteciera hacerlo (que no es el caso de Jeff). Pero, con tele o sin tele, no tuve dificultad para identificar las caras que aparecían en la pantalla mientras estaba allí sentada junto a Nana. Supongo que todo el mundo conoce esas caras como si las lleváramos tatuadas en el interior de los párpados. Están ahí, esos personajes, tengas los ojos abiertos o cerrados. 
(...)



Este cuento pertenece al libro El ocaso de los superhéroes.

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