domingo, 21 de abril de 2013

Fuera del campo de batalla

A ocho años de la primera edición de Fornicar y matar, se reedita el libro de Laura Klein que abre un abanico de preguntas en torno de la cuestión del aborto. Con título nuevo y edición de bolsillo, la autora refresca esa zona incómoda que supo cultivar en 2005: la vida, la muerte, el sexo, el amor, el patriarcado, la unidad y la multiplicidad tocándose como piezas de encastre en el debate urgente sobre el aborto. ¿Cuánto influirá la asunción de Bergoglio en la posibilidad de una ley? ¿Por qué siempre queda encriptada la discusión en los abortos no punibles? ¿A quién quiere complacer Macri cuando impide que se realice un aborto autorizado por la ley? ¿Se puede legislar sobre el deseo? ¿Se puede anclar la discusión en el binomio voluntad (libertad) y error?

Cuando salió la primera edición de Fornicar y matar (2005), bastaba con andar con el libro bajo el brazo para provocar una pregunta, obligar al hojeo, instigar al debate: quien escribe sobre aborto en términos de fornicar y matar, ¿está a favor o en contra? ¿Se puede hablar de autonomía sexual cuando lo que se pone en juego es la vida (una potencial y otra en acto)? ¿Es esta mezcla posible? Porque una de las dimensiones que introdujo su autora, Laura Klein (licenciada en Filosofía, poeta y ensayista), es esa hinchazón que provoca la molestia de pensar sin red, sabiendo que por más a favor que se esté de la legalización ahí no empieza ni termina la experiencia de miles de mujeres, que a la hora de abortar no piensan en términos de fetos ni asesinatos y que ahí, en ese acto tan solitario y desnudo, se juega no solamente la presencia de otro(s) sino la muerte (por más negada que esté) y ese lapso tan invisibilizado y sensible como es el embarazo. Y en ese “como si” existe una alteridad que no puede ser eludida, negada, pero sin embargo no entra nunca a tallar en la discusión de pro y antiabortistas.
La nueva edición de Fornicar y matar se llama Entre el crimen y el derecho, tal vez por paliar un poco ese efecto explosivo de la entrada al texto, una decisión editorial que como efecto dura poco. Porque Klein empieza a tocar las llagas que duelen muy pronto en la lectura, y fuerza a llevar los pies bien cerca del precipicio y con los ojos abiertos. Así, en esta edición actualizada y ampliada, revisita la letra de la ley, que soporta más ambigüedad que la propia discusión, molesta con la insistencia de que una mujer puede no querer ser madre, y resalta lo insoportable de esa voluntad “torcida”, que se ve reflejada tanto en los discursos antiabortistas como en aquellos que siempre rodean la cuestión hablando de las mujeres violadas, pobres, indefensas...
En esta reedición incluyó, además de la actualización, un anexo que recopila artículos que publicó entre 1998 y 2012. “Escribí el libro no como un devaneo filosófico sino como una forma de intervención, de acción: en la sociedad, en la conciencia colectiva y de cada quien. Y quise ahora, incluyendo estas intervenciones coyunturales, mostrar que el pensamiento no es, como decía Hegel, el búho que levanta vuelo cuando la vida decrece, sino que invita a formas de acción que constituyen distintas formas de acercar el pensamiento a los problemas de la vida cotidiana.” Por eso eligió la intervención de Menem cuando propuso el 25 de marzo como el Día del Niño No Nacido, cuando Macri puso en peligro a la mujer violada que iba a abortar en el Hospital Ramos Mejía, la época en que la Iglesia se oponía a la educación sexual, y la historia nada conocida de cuando no se oponía al aborto terapéutico, hasta 1884. “Creo que las intervenciones del anexo ponen en juego que el planteo del libro encara otros modos de pensar: muestra que la filosofía no está en una cueva, sino que pensando la experiencia se proponen otros novedosos y disruptivos modos de intervención.”

La primera edición del libro fue en el 2005. ¿Qué cosas cambiaron desde entonces?

–Desde entonces a hoy tenemos la ley de matrimonio igualitario, la Ley de Identidad de Género y el fallo de la Corte Suprema de la Nación que ordena a los gobiernos provinciales reglamentar los procedimientos para realizar los abortos no punibles. Además, el tema de la legalización del aborto entró en la agenda pública: después de años de luchas sociales, apareció en boca de un ministro de Salud de la nación (Ginés González García) y de una jueza de la Corte (Carmen Argibay), lo que facilitó que varios proyectos al menos se presentaran en el Congreso. También tuvimos la bendita suerte de que eligieran a un argentino como Papa, así que podríamos decir que dimos varios pasos adelante y uno importante atrás.

Al revés que en Europa, donde el aborto es legal pero el matrimonio igualitario parece una utopía de países como Argentina y Uruguay.

–Muchos dicen que es raro que se haya permitido el matrimonio igualitario antes que el aborto, que nadie se lo esperaba, que parece contradictorio. ¿Por qué esta reacción de sorpresa? Porque las prácticas de aborto están –estaban– más aceptadas por la sociedad que las relaciones homosexuales, que sobre el aborto no pesaba ningún rechazo moral, o de ninguna manera el que pesa –o pesaba– sobre la homosexualidad. Porque está prohibido pero las mujeres abortan, todos lo sabemos: las católicas, las casadas, las que apoyan que sea legal pero también las que se oponen (y lo mismo vale para los varones: apoyan o instigan a abortar a sus esposas, hijas o amantes tanto los ateos, los católicos como los musulmanes, aprueben la legalización del aborto o militen en contra –acordémonos del oprobioso Menem–). Y además las mujeres que abortan son vistas más como víctimas que como transgresoras, mucho menos como asesinas, tampoco libres. Entonces, al parecer hubiera sido más lógico que se legalizara antes. Pero esto entraña una serie de supuestos de diversa índole, cada uno de los cuales merecería ser pensado: por ejemplo que las leyes son un reflejo de la moral social, que existe algo así como un camino escalonado, una especie de “progreso” en las conquistas sociales y políticas, que la condena del aborto es un problema de moral sexual y que, en la escala de los males y pecados de la Iglesia Católica, está muy por debajo del matrimonio entre personas del mismo sexo (el ahora papa Francisco llamó “diabólica” la ley).

Vos planteás en el libro que el eje de la argumentación antiabortista varió.

–Lo que no se ve en esas dos últimas suposiciones es que en las últimas décadas la cuestión del aborto cambió de régimen, por decirlo de alguna manera. Si antes se discutía junto con anticonceptivos y planificación familiar, ahora lo encontrás junto con eutanasia y fertilización in vitro en el campo de la bioética. De las problemáticas de moral sexual y defensa de la familia el debate sobre el aborto se corrió a otro ámbito bien heterogéneo: los derechos humanos y la defensa de la vida.

Y también sostenés una crítica de la no discriminación como lo políticamente correcto.

–En ese sentido, si el matrimonio igualitario responde a no discriminar por género, paradójicamente respecto del aborto tenemos que discriminar por género: somos exclusivamente las mujeres quienes nos quedamos embarazadas, exclusivamente nosotras abortamos o parimos. Y anular esta diferencia es desconocer la experiencia misma del aborto. Cualquier debate que desconozca esto está viciado de nulidad.

¿Por qué discutís las argumentaciones que se instalan en el terreno del derecho –derechos de la mujer, derechos del “feto”– y sostenés, en cambio, la idea de experiencia?

–Se trata del embarazo como el acontecimiento obvio cotidiano y casi banal pero negado, suprimido y tachado del debate del aborto. Si fuera sólo la vida del embrión, daría lo mismo en la probeta que en el vientre de una mujer. Y el primero ni es persona para la ley ni se llama aborto su destrucción. ¿Cuál es la diferencia? El embarazo. Entonces, tratar el tema del aborto como un conflicto entre derechos de la mujer y del feto no contempla que, durante el embarazo, son para la ley un ser muy extraño: no dos personas en un mismo cuerpo sino dos personas y un mismo cuerpo. Más cerca de la complejidad de la Santísima Trinidad que de un litigio entre propietarios. ¿Te imaginás que uno de cada tres o cuatro hombres vaya alguna vez en su vida a un consultorio clandestino y arriesgue su vida porque no usó anticonceptivos o le fallaron? Hay una vieja consigna de los republicanos españoles que decía “si los hombres abortaran, el aborto sería legal” y en su versión extrema creo que terminaba: “El aborto sería un sacramento”.

¿Qué va a pasar ahora, con la asunción de Bergoglio como papa, respecto del aborto?

–A los pocos días de la elección, Aníbal Fernández se expresó: “Ahora sacar el aborto va a ser imposible”. El comentario sonó a fatalidad, a cambio climático, a reconocimiento de lo inexorable. Como si fuese uno de tantos expertos en mediciones de aperturas y cierres del horizonte político, un mero espectador de la realidad y no un actor privilegiado para forjarla. Como si la irrupción de un papa argentino sometiera a la Argentina –o específicamente al Gobierno en este caso– a doblegarse y renunciar al esforzado y aún incompleto proceso de separación entre Iglesia y Estado. Un mal signo, realmente.

¿Inesperado?

–No exactamente.

Entonces, ¿se aleja la perspectiva de la legalización del aborto?

–Hay una ilusión que conviene a cierto estilo, cierto modo de plantear la cuestión, que comparten, paradójicamente y por muy distintas razones, lo más retrógrado de la Iglesia y lo más rígido o convencional del feminismo. Estoy hablando de lo que, hasta marzo de este año, se configuraba como el fantasma de la inminente legalización del aborto. Un fantasma erigido por detractores y defensores: unos para azuzar a la sociedad frente al peligro de legalizar la muerte de un inocente, asustar la conciencia y largar a los perros; los otros para instalar el tema discursivamente, en la agenda política y en los debates parlamentarios, y alimentar la esperanza de que una práctica tan extendida como el aborto, sólo por hipocresía, saña o ignorancia, pueda seguir siendo penada.

¿Por qué decís “ilusión”, “fantasma”?

–Convengamos en que, junto a la promesa –o amenaza– de discusión parlamentaria del estatuto del aborto, asistimos hace unos cuantos años a un ataque sostenido contra los abortos que la media social acepta y aprueba y que el Código Penal deja fuera de todo castigo. Me refiero al aborto terapéutico (cuando peligra la vida o la salud de la gestante-futura madre) y al aborto de un embarazo originado en una violación sexual. Desde 1921, estas dos situaciones trágicas se preservan de la criminalidad ante la Justicia, que observa un tradicional respeto por la mujer (hoy se diría en sus derechos sexuales y reproductivos) que se encuentra en riesgo de morir por estar embarazada o lo estuvo al quedar encinta. Y sin embargo, hoy resulta subversivo lo que entonces parecía de sentido común.

O sea que el camino no es lineal, que aunque la conciencia avance, o parezca que avanza, el asunto no es lineal e incluso hay retrocesos.

–Exactamente. La Corte Suprema de la Nación tuvo que pronunciarse para que los médicos no arrojen a los tribunales a las mujeres que llegan con un legítimo reclamo de abortar, y para que jueces de vocación policíaca dejen de interponer recursos y amparos extraordinarios para obstruir la consecución en hospitales públicos de abortos permitidos por la ley. ¿Cómo sumergirse entonces en la promesa de la próxima legalización del aborto, cuando ni siquiera los abortos contemplados como no punibles por la ley se realizan sin torturar a la mujer?

¿El libro es oportuno o inoportuno?

–Hay quienes dirían: qué mal momento para publicar un libro sobre aborto: porque el debate no se va a dar, porque los proyectos se van a cajonear, porque hasta las figuras que se hicieron un lugar en el escenario público como adalides del aborto legal van a mirar para otro lado, ahora que el ojo del Vaticano tiene radicado un párpado en el país. Precisamente por eso es un buen momento: se partirán aguas una vez más.

Vos hacés una historización de la Iglesia, que no siempre estuvo en contra del aborto...

–En realidad, siempre estuvo en contra del aborto pero no siempre por las mismas razones. Y unas se chocan con otras. Porque lo que era sagrada era la vida eterna, no la terrena, y más valía la salvación del alma que la del cuerpo. Todos escuchamos hablar de eso, pero en el furor de la contienda nos olvidamos. Entonces, durante siglos no fue el valor de la vida del embrión lo que motivó la condena, sino la condena del aborto como una manera de “ocultar fornicación”. La Iglesia llamaba al uso de anticonceptivos “homicidio anticipado”, hoy lo dice del aborto. Y está bien lejos de invocar razones de moral sexual o propiamente religiosas: hoy invoca el ADN y los derechos humanos. Pero éstos eran una afrenta, un desprecio, una sustitución del derecho divino (y hasta hoy hay sectores eclesiásticos que subrayan y defienden éste contra aquéllos). Y cuando surgió la embriología como ciencia, en el siglo XVII, la Iglesia se resistió todo lo que pudo y fue recién en 1869 que cambió la tesis de que la vida propiamente humana empezaba a los tres meses del embarazo por la que sostiene hoy, que pone el inicio en la concepción.

Es decir, la Iglesia se apropió de los argumentos que antes le jugaban en contra, los de la ciencia y los de los derechos humanos. ¿Y qué planteaba antes?

–Lo que es impresionante es el silencio que mantiene el Vaticano sobre su propia historia, desde los textos –que quedan sólo para eruditos– hasta sus creencias tradicionales –que ni a los eruditos les resultan creíbles– y hacen malabares mentales y espirituales para adecuarlas a los sentidos hoy imperantes. Respecto del aborto no son detalles: Santo Tomás dijo que quien afirme que el alma entra al cuerpo en el momento mismo de la concepción es un hereje. El alma, como el futuro habitante en una casa, decía, sólo puede entrar cuando el cuerpo está bien formado para recibirla. Cambiar de opinión y adecuar la moral a los descubrimientos de la ciencia no es de por sí anticristiano, pero el pertinaz ocultamiento de casi dos mil años de teología, ¿qué es?
Otro aspecto que me sacudió en la investigación fue enfrentarme a que la Iglesia Católica tenía antes, con toda su intolerancia folklórica y sanguinaria, una tolerancia y una comprensión, casi una independencia moral podría decirte, que se ha perdido completamente. Que se ha perdido con el auge de la verdad científica y la congruencia lógica, que reemplazaron el examen de conciencia. Creo que el último hito, el definitorio para la cuestión del aborto, es cuando prohíbe, en 1884, el aborto terapéutico. Para nosotros es raro escucharlo así, porque todo hace pensar que siempre estuvo prohibido. Pero no, ahí hay una de las muchas puntas de iceberg donde se vuelve más humana la Iglesia, donde se ve que no estaba sometida como hoy al imperio de la lógica (si la vida de todos los embriones tienen el mismo valor, ningún aborto es tolerable), sino que tenía un problema con la sexualidad no reproductiva. No es que fuera menos represiva, es que estaba atada –y ataba– a otras cadenas.

Una y el otro

El libro se introduce en los presupuestos de la ley respecto de cuándo se puede hablar de vida humana.

–Sí, pero precisamente para mostrar que todas las posturas, desde la que defiende que comienza en la concepción hasta la que dice que comenzaría a tener derechos cuando puede vivir fuera del seno materno, pueden, todas con el mismo rigor, ser demostradas científicamente. Lo cual nos pone en un lugar de alerta al respecto, significa que el asunto del valor de la vida humana no es un asunto científico. Y hay un abismo entre debatir qué es la vida humana y cómo juzgar a una mujer encinta que no quiere continuar el embarazo.
Por eso, tampoco los códigos Civil y Penal son lo que una se espera escuchando el debate, los argumentos de un lado y otro. Es curioso, pero no se toman el trabajo de confrontar con la letra de la ley... la ley que quieren cambiar. Se hace mucho ruido en el debate con la oposición especular es un ser humano-no lo es, es sólo potencial, unos dicen que la vida y el derecho pleno a la misma empieza con la concepción, otros arguyen la sensibilidad o la viabilidad. Lo que a mí me resulta cada vez más enigmático es cómo a nadie en esta discusión se le ocurre ver cómo lo dirime la ley (repito: la ley que habría que modificar), o sea, cómo se elude el hito del nacimiento como hito definitorio para la definición de persona. Y digo esto no porque me parezca la mejor hipótesis, sino porque es la que establece la ley, aquí y en todas las sociedades democráticas modernas.

¿Y qué dice la ley?

–El Código Civil introduce una figura sui generis: la “persona por nacer”. Antes de seguir quiero aclarar que “persona” significa “ente susceptible de percibir derechos”, no tiene una aureola de dignidad. Entonces el Código Civil plasma en dos artículos que prácticamente nadie cita por completo la extraña condición de la persona embrionaria que vive en lo que se dio en llamar el seno materno. El artículo 70 afirma que antes de nacer pueden las “personas por nacer” adquirir algunos derechos como si ya hubiesen nacido. Y quedan, dice textualmente el Código, irrevocablemente adquiridos si naciere con vida, aunque fuera por instantes después de estar separados de su madre (el estupor de para qué le sirven esos derechos si muriere tan pronto nos lleva lejos, a las leyes de herencia). El artículo 74 establece que si muriesen antes de estar completamente separados del seno materno serán considerados como si no hubieran existido. A mí lo que me llamó la atención en estos dos artículos es que la “persona por nacer”, el feto o embrión que está en ciernes en el debate del aborto, se halla, dentro del Código Civil, encerrado –o amparado– entre dos “como si”. Es un “como si”, porque si no nace nunca existió. Es y no es. Es una parte y es una individualidad. El Código Civil contempla una contradicción lógica que el debate no registra, el Código soporta más locura y más complejidad que la ideología.

Entonces, para la ley el concepto de individuo no es tan claro como parece.

–Es que en el aborto hay dos en juego: una (persona, sujeto, cuerpo, alma) que se va a partir en dos, y eso es bastante extraño. Es el único caso donde para un mismo acontecimiento hay dos verbos: nacer y parir, y eso da cuenta del desdoblamiento. El embarazo es una fase muy conflictiva para lo que es la figura del individuo, porque ahí la mujer es un individuo pero después hay dos: de ella sale un otro, entonces yo creo que esto tiene que iluminar y problematizar la categoría individuo.

¿Qué problemas hay con la consigna “mi cuerpo es mío”?

–¿Hay otro o no hay otro? Si se lograra, que probablemente no sea algo nada lejano, si se lograra que una mujer interrumpa su embarazo sin que el producto de la concepción deje de existir, ¿qué dirían hoy los que defienden el aborto alegando exclusivamente que la mujer no está obligada a ser madre ni a ser un útero ambulante? Porque si así fuera, nadie tendría problema en que, llegado el hipotético caso de poder extraer un feto e implantarlo en una mujer que sí quiere tener un hijo, en vez de un aborto donde deja de existir el óvulo fecundado, éste se transfiere a otra mujer. Este test, por más de ciencia ficción que sea, es buenísimo frente al argumento de “yo lo único que quiero es no estar embarazada cuando no lo deseo, yo tengo mi autonomía, mi cuerpo es mío, yo no soy un útero ambulante” porque lo tira abajo. De manera que las mujeres abortamos para que no haya ese otro. Las mujeres sabemos que un feto no es una muela, no hay que tratar de ponerlo en esos términos por contraposición a la imagen del bebito que te pone la Iglesia, que tampoco es.

¿Por qué es tan erosivo, tan irritante, este tema?

–Hay quienes no se hacen ciertas preguntas por miedo a las consecuencias. Ahora, lo perturbador, por ejemplo, en aquello de si el feto es alguien o no es nada, si es o no vida y si accede o no a jerarquía humana: la sola idea de que estas preguntas nos podrían llevar a una conclusión contraria a la legalización del aborto, espanta. Entonces la cuestión más importante no es responderlas sino no evitarlas. ¿Y por qué, desde dónde, hasta cuándo, la verdad sería un grillete para la moral? Cuando una mujer aborta, pone en juego el íntimo enlace entre vida y muerte. Las mujeres tenemos este poder. Una también es víctima de su poder, depende de qué relación tengas con tus poderes. Las mujeres tienen el poder de engendrar la vida y entonces el poder de abortar nunca va a ser solamente un derecho, porque tienen el poder de parir. Otra cosa que yo pensaba en estos años como algo clarísimo frente a los debates que aplastan a las mujeres que abortan es: la que más padece al abortar es la mujer que aborta. La que más sufre el aborto es la que llamás asesina, ¿cómo seguís el debate después de eso?

¿Por qué para hablar de aborto tenemos que apelar a las violadas, a las víctimas de trata, a las enfermas terminales?

–O a las pobres. El punto que las justificaría es que no pueden tener ese hijo porque serían víctimas de sus circunstancias, no porque no quieren tener un hijo. Lo que se sale de los términos planteados usualmente en el debate es si una mujer quiere ser madre, y eso es nodal. Para conseguir la legalización del aborto hablemos de la muerte de las mujeres, está bien, es gravísimo, pero es parte del problema que sólo sea soportable el aborto victimizando a las mujeres por otro padecimiento que el acto mismo de abortar. Porque entonces volvemos a ese otro argumento de qué pasaría si no muriese ni una mujer por aborto. Lo que parece que es muy difícil decir es que una mujer no quiera ni ser madre ni tener hijos, por eso las justificaciones. Lo insoportable es que una mujer no quiera tener hijos, haga otras cosas, o nada. Por eso en los debates siempre se dice que si una mujer aborta es por falta de algo: de recursos, de fuerzas, lo que sea, no por deseo. Tiene que ver con la familia burguesa esto de la maternidad. Porque la Iglesia hasta el siglo XVI no alentaba las familias numerosas ni estaba a favor de la maternidad, y eso me parece muy interesante.

Entonces, las prácticas del aborto hay que pensarlas con las de la maternidad y del embarazo, si no pareciera que son de otra calaña los fetos que se abortan que los que después van a ser hijos.

La “madre asesina” y la “madre abnegada” no están separadas, las separa el discurso para alienar a la mujer en la servidumbre materna y en el asesinato del feto, digamos, ahí aparece la culpa de ambas maneras.

Hubo gente que cuando salió el libro, aun estando a favor totalmente del aborto, le pareció chocante, sintieron que se estaba pensando el tema desde un punto de vista que podía confundir o desviar el debate.

–Cierto. Porque están tan naturalizados los argumentos que dicen que la mujer, para estar incluida plenamente como sujeto de los derechos humanos, tiene que ejercer plena libertad de elegir, control del propio cuerpo y autonomía, que parar mientes en qué significa todo esto en general pero en particular respecto de la situación del aborto, donde se juegan sexo, vida y muerte, resulta artificioso y chocante. Pero llegados a este punto, vemos qué chocantes son los argumentos que quieren convencer a las mujeres –¿o a la ley?– que son sujetos autónomos, dueñas de su cuerpo, libres para elegir cuándo, cómo y cuántos hijos tienen y con derecho a controlar su propio cuerpo y a decidir sobre su vida privada... Una mujer que está en trance de abortar se siente atrapada: ni quiere tener un hijo ni quiere abortar. Quedó encinta contra su voluntad, ahora está forzada por esa falta de libertad original. Hablarle de su situación en términos de libertad, de libre elección, en términos que la representarían ante la ley para que su acto dejara de ser un delito, la deja lejos de la escena que está viviendo. Una mala compañía para las mujeres abortantes (no sólo con el aborto prohibido). Para mí, el estatuto legal es una dimensión muy importante, pero no la única, de la experiencia del aborto. Es fundamental porque con su prohibición no se salva ninguna vida –que esté condenado penalmente no empuja a la maternidad sino a la clandestinidad–. Es fundamental porque con su legalización se reduce drásticamente el número de mujeres que mueren al abortar. Y es fundamental por los efectos y resonancias que tendría para todos. Pero en lo legal no se acaba el “problema” del aborto. Porque hay algo que no es resoluble, y eso es lo más misterioso –y el término vale–. Pensemos en los países donde las mujeres abortan dentro de la ley: ¿dejó de ser una experiencia angustiosa, una decisión que corta la vida en un antes y un después? ¿Es que alguien se imagina que abortar puede ser como tomar un vaso de agua, sacarse una muela o ponerse un DIU? ¿Eso es una “idealización” del acto de abortar o su negación?
En ese sentido, Entre el crimen y el derecho contempla la historia legal y criminal del aborto y de las abortantes a lo largo de los siglos, las ideologías y las revoluciones, y también los vericuetos argumentales con que se implementó históricamente su condena y sus defensas, pero lo jurídico no es un ábrete sésamo ni una panacea donde se disuelve el dolor. “Por eso me resulta vital advertir contra las ilusiones jurídicas, yo quiero poner en evidencia la dimensión del poder cuando queda encubierta por el derecho. Pero la mayor parte de los discursos a favor de los oprimidos hoy les hablan a los opresores: les explican las reacciones irracionales o resentidas de los oprimidos, a los que justifican como víctimas. No hacen peligrar el sistema, quieren ser reconocidos por él. Sartre decía de Los condenados de la tierra de Fanon: este libro es peligroso, les habla a sus compañeros, no a sus enemigos. Muchas de las defensas del aborto legal no les hablan a las mujeres sino a sus acusadores. Está claro que quieren justificarlas, pero de buenas intenciones... Porque se trata, alguna vez, de dar la espalda al tribunal y dirigirse a la sociedad. Eso es un cambio: el banquillo de los acusados, esta vez, quedó vacío, la víctima no está ahí, la víctima esta vez no será victimizada.”

Por Flor Monfort

Entre el crimen y el derecho se presenta el viernes 26 de abril a las 18. 30 en la sala Leopoldo Lugones de la Feria del Libro.


 

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