jueves, 8 de enero de 2015

Todas putas

Por Natalia Pandolfo

Siglos pesan sobre las espaldas de una mujer que sale a la calle y tiene que soportar que un tipo le diga obscenidades. Bajar ojos al piso, ponerse auriculares, tener esa vergüenza de quien se siente en falta.

Siglos se desploman sobre el lomo de una mujer que cree que está bien que su macho la controle. Que le diga esto sí, esto no: que entienda que hay una lógica razonable detrás de cualquier tipo de imposición. Siglos retumban en los oídos de una mujer que piensa que, a lo mejor, si se pone esa minifalda alguien podría entender lo que no es: que se viste pensando en un atajo.

Son siglos los que pegan la bofetada en el rostro de esa mujer que piensa que bueno, que él es así, que cada tanto se pone violento pero que en el fondo no es malo. Que ya va a cambiar: y en el ya, a veces, le va la vida. Son siglos los que tensan los músculos de esa mujer que cree que a lo mejor ella lo provocó, que quizá si no se hubiera ido así vestida hoy no estaría llorando. Son siglos los que desvirtúan el pensamiento de un tipo que cree que su mujer es suya: que le pertenece, que hay una cadena imaginaria que los liga: una esposa.

De repente, el mundo explota en toda su violencia cuando una mujer dice que no. Una mujer que dice que no es una contradicción insalvable en la cabeza de tantos: necesitan matarla, descuartizarla, violarla, quemarla, apuñalarla, asfixiarla, ahogarla, desaparecerla, para saber que finalmente tenían razón, claro que tenían razón, cómo iba a decir que no si mirá cómo se viste, si no estudia ni trabaja y anda yirando todo el día por ahí. Los discursos que tallaron la historia estallan con su feroz potencia en el cuerpo de una mujer que dice que no.

Alguien dice la palabra feminismo y alguien se burla o le opone, como si empardara, machismo. La diferencia entre ambos puntos es la que existe entre la vida y la muerte. El feminismo no mata. Sólo defiende, se defiende, pone una compresa a la herida de siglos de dominación y violencia. Intenta mantener en pie, frente a tanta tempestad, aquel viejo ideal del respeto y la igualdad.

En la costanera, dos chicas caminan y conversan. Un señor pasa en bicicleta, disminuye la velocidad hasta llegar al paso de hombre y empieza su eterno y asqueroso sermón. Ellas se incomodan, caminan más rápido, él acelera y sigue, siempre sigue, impunemente, dueño. Hasta que una de ellas, la más chica, se da vuelta y le arroja a la cara un rosario de insultos. El señor aumenta la velocidad y desaparece. Ellas vuelven a su calma -o hacen como que. 

El tipo que esta tarde le dijo algo al oído, solapadamente, a la nena de doce años que pasaba por su cuadra, es el que se horroriza ahora, sentado en su sofá, su vaso de cerveza su diario su perro, ante el cuerpo muerto expuesto en la tele y reproducido en los canales como triunfal noticia del día. 

Desapareció fulana. Encontraron el cadáver de mengana. Desapareció sultana. Desesperada búsqueda de paradero. Hallan asesinada a la joven. 

Y hablan de pasión, las pantallas y las páginas prostituyen la palabra, dicen crimen pasional como si la pasión fuera eso, como si un crimen pudiera acaso iluminarse con el halo sagrado de las pasiones: como si no pudieran ver el oxímoron en lo que dicen y escriben.

—¿De qué murió?

—De pasión.

En Argentina, ocurre un feminicidio cada treinta horas: hombres matan a mujeres que consideran de su propiedad. Cada treinta horas, muere una mujer por el sólo hecho de serlo -y todos seguimos viviendo como si nos importara tan poquito. Cada paso en el universo cotidiano exuda modos de dominación. Desarticularlos, pensarlos, ubicarlos en el plano de la crítica, ponerles un reflector para mostrarlos en toda su dimensión es tarea de cada uno. Acaso sea ésa una buena forma de empezar a decir basta.


El Litoral