lunes, 28 de julio de 2014

YO, LA MENOR DE TODAS

Excéntrica, doméstica, graciosa, original. Escritora de escritores que en su fuero íntimo deseaba el éxito. Hermana de Victoria Ocampo y esposa de Bioy Casares, con quien selló un pacto de vida y amor más allá del sexo. Mujer recluida en una atmósfera de fantasía y extravagancia. Estos son algunos de los rasgos de Silvina Ocampo que analiza y revela Mariana Enriquez, a través de una minuciosa investigación que recurrió a las fuentes directas de quienes la conocieron y frecuentaron en vida. La hermana menor plantea una atractiva revisión del enigma de una de las más grandes escritoras argentinas.

Por Angel Berlanga


“Hermana de Victoria Ocampo, esposa de Adolfo Bioy Casares, amiga íntima de Jorge Luis Borges, una de las mujeres más ricas y extravagantes de la literatura en español: todos esos títulos no la explican, no la definen, no sirven para entender su misterio.” Mariana Enriquez esboza el núcleo de búsqueda casi al comienzo de La hermana menor, su retrato sobre Silvina Ocampo; apenas antes, sí, la escena inicial de su libro, que enfoca en una nena de seis que se sube a un cedro ubicado en un parque de diez hectáreas, en una mansión en San Isidro. Es 1910, el año del Centenario, con el patriciado en su esplendor; los Ocampo son parte de esa crema aristocrática, de esas familias poderosas y dueñas de la tierra que hacen su viaje a París con vacas a bordo, para que los críos tomen leche fresca. Silvina es la más chica de seis hermanas: el etcétera de la familia, dirá. Sus padres, pues, están algo agotados de criar hijas. Así que, muchas veces, ella se refugia en las dependencias de los sirvientes: la familia los tiene por decenas. Silvina los ama, subraya Enriquez. Y ama a los mendigos: para eso está encima del cedro, a la espera de que lleguen a la mansión. Cada vez que aparecen, se pone feliz. Hay algo de perverso en esa alegría, o al menos eso asomará más adelante, en alguna entrevista, cuando dice que le gustaba ver cómo tomaban la nata de la leche, que ella aborrecía; o asomará también en un poema autobiográfico y póstumo, cuando los describa como de terracota, sin ser de carne y sin sangre aunque llagados, rengos, mancos, picados de viruela. Contaba la menor de las Ocampo, mucho después, que se había hecho amiga de pobres, guardabarreras, linyeras, y que los retrataba, los besaba. “La niña que da de comer y beber a los mendigos –escribe Enriquez– no arde de caridad religiosa ni muestra compasión: está, más bien, fascinada por esos desesperados con una inocencia vertiginosa, feroz. Le parecen tan distintos a ella; los sabe, intuitivamente entonces, con certeza cuando los describe años después, su opuesto. Lo que de verdad le gusta.” Su familia, como se intuirá, no opinaba lo mismo de esas amistades. Mientras tuviera ese trato con ellos, le dijo uno de los suyos, nunca conseguiría que la respetaran. “Yo no quiero que me respeten –le respondió Silvina–. Yo quiero que me quieran.”
Y ese elemento, el afectivo amoroso, parece una de las claves que sostienen estructural y a la vez sutilmente al libro, en el tramo a tramo (unos capítulos con títulos maravillosos: “La odié por causa de un perro”, “Ve cosas que ni el diablo ve”, “Por la orilla del mar, sobre mariposas”) y también en el recorrido general, con una primera mitad en la que predomina cierta adversidad sentimental y una segunda en la que talla más el disfrute, hasta que pinta el ocaso y lo que se presenta como el final, el velatorio en su cuarto del departamento de Posadas, que Bioy prefiriera no ir al entierro, unos gatos que se acercan a la capilla mientras se hacen las oraciones finales, el cuerpo cobijado en la bóveda familiar de los Ocampo sin señal alguna que a ella la identifique. Cualquier lector iniciado en las narrativas de Silvina Ocampo o de Mariana Enriquez intuirá que al rubro afectivo amoroso no corresponderá el rosa, ni por lo que fue la vida o la obra de la retratada, ni por el modo de contar de la retratista. Lo mítico, lo misterioso, lo inquietante, lo incorrecto, lo transgresor: en esas vertientes se enfocó Enriquez, para auscultar en textos de y sobre Ocampo, para encarar sus propias pesquisas, lecturas, entrevistas, con un resultado que unas veces oscila entre lo escalofriante y lo gracioso y otras entre la sensibilidad exquisita y la desesperación.
Nunca, anota Enriquez también casi al comienzo, ese amor por los pobres y los sirvientes se transformó “en una conciencia política o una acción social concreta”, y más adelante aborrecería al peronismo, como la gran mayoría de su entorno. Cita “La nena terrible”, un ensayo de Blas Matamoro sobre Ocampo incluido en Oligarquía y literatura: “El enfrentamiento de los niños terribles pasa por el odio a la familia, y se detiene allí: como hijos de la gran burguesía no tienen oposición parcial contra todo el orden social, pero su calidad de marginados familiares les crea una oposición parcial con una de las instituciones fundamentales de ese orden como es la familia. Los niños terribles asumen el Mal, no la Revolución”. Y hay varias escenas tremendas, de infancia, que dan cuenta de esa marginación familiar: que le ocultaran que la hermana más próxima en edad, Clara, tenía una enfermedad muy grave y que se estaba muriendo: tenía seis cuando ocurrió, y fue a refugiarse al piso en el que vivían los empleados domésticos. Enriquez apunta que este episodio infantil fue recreado en algún relato y que hay otro, más inquietante, que aparece más recurrentemente: una niña de alta burguesía que queda al cuidado de un sirviente de confianza, una figura amenazante y a la vez seductora; la niña lo espía a veces, en algún momento él la obliga a espiarlo. Silvina aludió algunas veces a su precocidad sexual y a que la referencia era autobiográfica, aunque no se refirió al episodio como abusivo; más bien, anota Enriquez, “lo consideraba como experiencia iniciática en la contemplación y el ambiguo placer de lo prohibido”.
La hermana menor Un retrato de Silvina Ocampo. Mariana Enriquez Ediciones Universidad Diego Portales 211 páginas
Por supuesto que hay un recorrido por los libros que va publicando a lo largo de su vida, los rechazos y los elogios que le dirigen sus más cercanos (esos monstruitos), sus temas, sus variables, sus derivas: ahí están los niños y los viejos perversos, los sexos y los objetos que se transfunden o metamorfosean, las mujeres que enloquecen. Silvina Ocampo arrancó primero para el lado de la pintura, durante los años ‘20 pasó una temporada en París y tomó clases con maestros como Leger y De Chirico, y aunque luego se dedicaría más de lleno a escribir, nunca dejó de retratar a quienes le caían bien. Lo afectivo otra vez: la historia con Bioy es fuera de serie, de novela, de película. “Caséme con Adolfito”, decía el telegrama que Silvina mandó a dos de sus hermanas. Hay historias de entreveros amorosos que vibran ahora en lo mítico, que si la madre de Bioy fue amante de Silvina, que si una sobrina de ella, Genca, fue amante de ambos, los múltiples amoríos que él tuvo y se ocupó de ventilar, los rumores sobre los de ella, mucho más discreta. “The only thing I love, A.B.C. ‘the rest is lies”, escribió Silvina. Enriquez airea versiones, marca alguna contradicción, coteja con textos y declaraciones, y parece disfrutar de que no haya una versión definitiva: acaso como prefirió su retratada. Hay unas noches desesperadas de Silvina, que espera que él vuelva de sus correrías; después, unos días en los que ella, postrada, decide no hablarle más (pero sí a otros), y Adolfo ruega por sus palabras. Para entonces, en el departamento palaciego de la calle Posadas crecían las manchas de humedad y las cucarachas recorrían todos los ambientes, las antenas captando, resistentes. Llegó la despedida de los gatos en el cementerio de la Recoleta. Acá siguen sus libros, sus historias, su figura, capaces de echar raíces y flores, sombras, filos, espinas, para ser ella misma y para ser otra en algún otro libro, en éste que escribió Enriquez.

Página 12

martes, 15 de julio de 2014

Luchar más allá del color de la piel

“La literatura puede hablar por nosotros y el hecho de leer significa que estamos vivos”, dijo en la Feria del Libro de Guadalajara: una buena síntesis para la obra de la mujer nacida en Johannesburgo, que desde niña vio de cerca los efectos del racismo.

Por Silvina Friera


“La palabra vuela a través del espacio, rebota a través de los satélites y se encuentra ahora más cerca que nunca del cielo del que alguna vez se ha dicho que provino.” La escritora sudafricana Nadine Gordimer reafirmó sus convicciones literarias cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1991. “El hombre es el único animal con capacidad de observarse a sí mismo y que ha sido dotado de la dolorosa capacidad de haber querido siempre saber el porqué. Y esto no es sólo la gran cuestión ontológica sobre por qué estamos aquí, a través de qué religiones o filosofías buscamos la respuesta final que distintos pueblos en distintos tiempos se han formulado, sino que desde que el ser humano comenzó esa observación de sí mismo ha buscado también la explicación de los fenómenos cotidianos, como la procreación, la muerte, el cambio de las estaciones. Los antepasados de los escritores, con ayuda de los mitos, comenzaron a investigar y formular esos misterios a través de la aprehensión de trozos de la vida cotidiana, en combinación con la fantasía.” La dama blanca de alma negra, una de las voces más comprometidas en la lucha contra el apartheid y en la defensa por “devolver la dignidad a la población negra sudafricana”, murió el domingo por la tarde a las 90 años en su casa de Johannesburgo.
Aunque no se consideraba una escritora política, el año pasado, cuando publicó el que sería su último libro, la novela Mejor hoy que mañana (Acantilado), planteó que la política “está en mis huesos, mi sangre, mi cuerpo”. Gordimer nació en Springs, una población minera cercana a Johannesburgo, el 20 de noviembre de 1923. Hija de unos inmigrantes judíos de Letonia y Reino Unido, en Springs pudo observar el conflicto entre los inmigrantes europeos, los negros que llegaban a trabajar a las minas y la población blanca local que veía que perdía sus privilegios. Esa turbulenta sociedad sudafricana de primera mitad del siglo XX, donde se fraguó el supremacismo blanco, estuvo siempre presente en su vida. Hay momentos cruciales que la memoria almacena en la estantería de los recuerdos imborrables. La niña Nadine tendría unos diez años cuando se dio cuenta de que pertenecía “a un mundo blanco opresor”. Aquella noche de la década del ’30, la policía irrumpió en su casa en busca de alcohol, prohibido a los negros, en la habitación de la criada. ¿Cuál es ese dolor que regresa con el aguijón que produce una revelación? La niña acaso nunca perdonaría a sus padres que permitieran ingresar a los uniformados sin pedir permiso. Esta escena iluminaría la distancia que separa lo importante de lo trivial. Pronto ella misma se involucraría más y más para lograr el cambio social.
Su escuela literaria fue la biblioteca del pueblo minero donde pasó su infancia y adolescencia. Proust, Chéjov y Dostoievski, dentro de una larga serie de grandes autores, fueron sus maestros. Su primer cuento, “Venga otra vez mañana”, lo publicó cuando tenía quince años en una revista sudafricana. En 1949 editó su primera colección de cuentos en Johannesburgo, Face to Face; y en 1953 llegaría su primera novela, The Lying Days, publicada en Londres. “Tú no decides ser escritora, simplemente naces con un impulso natural que no se aprende en las escuelas. Sólo hay un camino, leer, leer, leer para que se despierte el don de la escritura”, proclamaba Gordimer. Ese “don” de la escritura fue progresando a la par de la publicación de La suave voz de la serpiente (1956), Seis pies de tierra (1956), La huella del viernes (1960), obras iniciales en las que, mediante un estilo sobrio narrativo, pone en foco el apartheid, el exilio, la segregación racial y la enajenación del ser humano. La tristemente famosa masacre de Shaperville, en la que murieron 69 manifestantes negros a manos de la policía y en la que detuvieron a alguno de sus mejores amigos, fue el detonante para tomar partido contra el gobierno que oprimía las libertades sobre las que ella escribía y hablaba. A principios de la década del ’60 entró en contacto con Nelson Mandela, le escribió discursos al líder del Congreso Nacional Africano (CNA), como el histórico “Una causa por la que estoy preparado a morir” en su juicio de Rivonia, en 1964; fue una integrante destacada del CNA, escondió activistas en su casa, de-safió a la censura y se convirtió en una defensora a ultranza de la dignidad de las personas.
“Yo intentaba leer libros de Su-dáfrica escritos por sudafricanos. Leí todos los libros prohibidos de Nadine Gordimer y aprendí mucho de la sensibilidad de los blancos”, confesó Mandela en su autobiografía. Cuando estaba preso cumpliendo cadena perpetua, su abogado George Bizos le hizo llegar un ejemplar de La hija de Burger (1979), novela en la que explora los sentimientos divididos de una mujer blanca sobre el apartheid cuando su padre comunista es encarcelado por oponerse al sistema. Mandela, en agradecimiento, le escribió una carta a la escritora. Años más tarde, en 1990, cuando salió en libertad, Gordimer fue una de las primeras personalidades de la cultura en reunirse con el líder negro.
Tres de sus libros fueron prohibidos por el apartheid: Mundo de extraños (1958), La hija de Burger y Gente de julio (1981). En El conservador (1974), que obtuvo el Premio Booker ese mismo año, narra cómo un industrial blanco, conservador y solitario explota a sus empleados negros para lucro personal y es abandonado por su familia, que no soporta la violencia con la que quiere detener la historia. La riqueza de su producción literaria cosechaba prestigio internacional. Los intentos del régimen sudafricano por silenciar su obra, a causa de la implícita denuncia de la crueldad del apartheid, potenciaron la importancia de su literatura y sus intervenciones en la arena política. En Gente de julio (1981) retrata a una familia blanca que logra huir de una guerra civil gracias a la ayuda de sus criados negros. En La historia de mi hijo (1990), un joven negro intenta comprender los conflictos de la vida privada y pública de su padre.
Gordimer publicó más de treinta libros, a los que hay que agregar, entre otros títulos, Nadie que me acompañe (1994), El encuentro (2002) y Atrapa la vida (2006). Los escribió en inglés, uno de los once idiomas oficiales en Sudáfrica, entre los que se cuenta el afrikaans (derivado del holandés) y lenguas de origen bantú. El jurado del Premio Nobel de Literatura la eligió “por sus magníficas obras épicas” que han aportado “eminentes servicios a la humanidad”. Entonces, en diciembre de 1991, cuando recibió el Nobel, la narradora sudafricana recordó a Roland Barthes cuando, a la pregunta de qué es lo que caracteriza al mito, respondió que es la capacidad de darle forma a un pensamiento. “La forma en que los escritores se han acercado y se acercan a las fuerzas de la existencia ha sido, y lo es hoy más que nunca, objeto de estudio para el conocimiento científico de la literatura. Las relaciones del escritor con la realidad perceptible y la que está más allá de lo perceptible están en la base de esos estudios.” Además mencionó a distintas generaciones de escritores, como William Butler Yeats, James Joyce y Gabriel García Márquez, que a través de infinitas formas se han aproximado al laberinto de la existencia humana.
Miembro honorario de la Academia Americana de las Artes (1978), entre los galardones que recibió, además del Nobel de Literatura, figuran el Premio W. H. Smith de Literatura (1961), Thomas Pring de la Academia Inglesa Sudafricana (1975) y el Premio CNA de Literatura (1975, 1979 y 1981). También fue distinguida con más de doce doctorados honoris causa, entre otros, de las universidades estadounidenses de Yale, Harvard y Columbia, además de la británica de Cambridge, la belga de Leuven o la sudafricana de Ciudad del Cabo. La autora sudafricana también llamó la atención del mundo sobre la necesidad de combatir la pobreza a escala internacional, especialmente tras su nombramiento como embajadora de buena voluntad del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en 1998.
Comparte con Mandela el hecho de haber sido escogida una de los 21 iconos sudafricanos en un proyecto del fotógrafo Adrien Stein. “Odio esa palabra –aseguró la escritora–, es como si fuéramos una estatua de mármol.” Mejor hoy que mañana, su último libro, empieza en la Su-dáfrica democrática, con unos líderes políticos entregados a la corrupción y que han defraudado y traicionado la vieja causa, en la que la autora militó. Los protagonistas, Steve y Jabu, un matrimonio formado por un químico blanco y una abogada negra, se mantienen en la lucha, pero de manera distinta a sus tiempos en la clandestinidad. Cuando imperaba el régimen supremacista blanco, ellos eran fugitivos que sabían lo que querían y quién era el enemigo, pero una vez se ha acabado con la institucionalización del racismo “les pesan sus pasados diferentes”. Uno reniega de su blanca familia, a pesar de que aceptan su relación con Jabu, mientras que ella se acerca aún más a su padre, un pastor anglicano que tras haberle abierto las puertas a una buena educación le reclama tradición. La tensión narrativa se acrecienta cuando asisten atónitos a cómo antiguos compañeros se dejan vencer por el dinero y el poder. La pobreza y el desempleo azotan a los negros, como la epidemia del sida que, durante los primeros años de democracia, fue banalizada por el gobierno. El complejo cuadro se completa con la llegada de inmigrantes de países africanos a Sudáfrica, víctimas de la xenofobia de los más desfavorecidos de la sociedad, los mismos que sufrieron las injusticias racistas del apartheid.
La escritora negó que esos luchadores, con Mandela a la cabeza, hayan pecado de “ingenuidad” en los años ’90. “Estábamos totalmente concentrados en devolver la dignidad a los negros, en los derechos humanos, en acabar con las leyes del apartheid y en evitar una guerra civil. Sabíamos lo que hacíamos, pero no vimos qué iba a ocurrir”, aclaraba la escritora. A pesar de la democratización y del “triunfo de la pequeña clase media negra”, cuestionaba la “impresentable brecha social” sudafricana. El actual presidente, Jacob Zuma, “un antiguo héroe ahora misteriosamente hambriento de poder y un absoluto corrupto”, en opinión de Gordimer, ilustraba los “desastres de la gestión de los líderes negros”.
La Fundación Nelson Mandela manifestó su “profunda tristeza por la pérdida de la gran dama de la literatura de Sudáfrica”. “Hemos perdido una gran escritora, una patriota y una voz fuerte por la igualdad y la democracia en el mundo”, agregó. En los últimos años, Gordimer participó activamente en la lucha contra el sida recaudando fondos para Treatment Action Campaign, un grupo que ayuda a los enfermos sudafricanos a obtener medicinas gratuitas para salvar sus vidas. Hace un mes volvió a criticar a Zuma, el presidente sudafricano, al oponerse a un proyecto de ley que limita la publicación de información considerada sensible por el gobierno. “La reintroducción de la censura es impensable cuando tenemos en cuenta lo que sufrió la gente para deshacerse de la censura en todas sus formas”, argumentó Gordimer.
“La literatura puede hablar por nosotros y el hecho de leer significa que estamos vivos”, ponderó Gordimer cuando se presentó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2006. “Es tremendamente importante en el desarrollo de nuestra comprensión del otro, del mundo, y también para poder comparar y tomar nuestras propias decisiones. Porque al leer sobre la vida de otras personas aprendemos de ellas, de cómo manejan sus emociones, sus problemas y de las sociedades en las que viven sus vidas. Si vives en un país que está en paz, ¿cómo sabrás qué es vivir en un país en guerra?” Predicaba con fervor que la lectura es determinante para entender el mundo. Cuando estaba por cumplir 90 años, el año pasado, para quitarle peso al número dijo: “No es nada, una casualidad que el cuerpo dure tanto”. No le gustaba hablar de la muerte ni de su vida amorosa: “Todo lo que el lector debe conocer sobre mí está en mis libros”.


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