viernes, 31 de enero de 2014

Comercio y shows de cadáveres: el mundo que creó a Frankenstein

"La mujer que escribió Frankestein" de Esther Cross es un libro que relata la época en que Mary Shelley creó a uno de los monstruos más famosos.

El mundo ya era completamente redondo y todo podía, potencialmente, circular, trazar sus derroteros por el globo; al capitalismo no le quedaba mucho territorio por descubrir pero sí mucha materia: se expandía y crecía hasta conquistar lo intocable, aquello que hubiera sido difícil de imaginar hasta apenas unas décadas antes del principio del siglo XIX. Lo sagrado: los cuerpos, los restos, los nuestros, los de nuestros muertos, “los restos mortales” como dice la letra ¿muerta? de los avisos fúnebres, haciéndose cargo de la hipótesis que eso supone, una cuenta que no da cero, un saldo con la forma de algo que no es resto ni es mortal .
La cosa es que el capitalismo había llegado a los cementerios. La razón, una de las más razonables: el desarrollo de la Anatomía devoraba carne y había florecido en un muy vital mercado que en un extremo tenía a los “resurreccionistas” –los ladrones de cadáveres– y en el otro a los cirujanos y a los profesores y estudiantes. Este, el aspecto menos morboso del negocio que tenía su otras pata en el espectáculo.
Por ejemplo, “Las Danzas de las Convulsiones Tónicas”: tomábase un cuerpo, posábaselo sobre una mesa y sometíaselo a descargas eléctricas y entonces, quienes hubieran pagado su entrada, veían como el cuerpo “danzaba”; los músculos se contraían, hacían muecas, se estiraban cuando aflojaba la corriente, en fin, parecían resucitar para el show –repugnante, sí, pero más inofensivo al fin que el mismo procedimiento pero aplicado sobre cuerpos vivos, método extendido en el siglo XX y, ay, tan frecuente en estas orillas– y algo de esa ilusión, de la posibilidad de hacer la vida, de hacer resucitar, daba vueltas en el imaginario de la época como daba vueltas el miedo al robo de los cuerpos de los seres queridos –los velorios podían durar cinco días.
Seguramente esto no pasaba sólo en Londres, pero la historia que nos ocupa empezó ahí, en el centro del Imperio, en 1797, cuando nació Mary Shelley, la mujer que escribiría Frankenstein, porque “el sueño de la razón engendra monstruos” y a veces son los escritores los que pueden darle forma, voz, a las pesadillas de sus épocas. Hace pocos meses, una escritora argentina, Esther Cross, publicó La mujer que escribió Frankenstein, un libro hermoso y fuera de serie –es difícil de calificar, no es novela ni ensayo ni biografía y es las tres cosas a la vez– sobre la escritora inglesa, su vida, el mundo en el que vivió y su criatura, ese monstruo hecho a escala gigante –en tamaño normal, explica el Dr. Frankenstein, no hubiera podido ensamblar la compleja red de nervios, músculos, tendones, venas y arterias; de los huesos no dice nada, se ve que era lo más fácil–, hecho de partes de cuerpos extraídos de una misma cantera, los cementerios.
Esa criatura le depararía la fama con la que Mary Shelley mantendría a su familia hasta su propia muerte, que quién sabe cómo habrá experimentado, ella, cuyo nacimiento fue causa de la muerte de su madre, que aprendió a leer mirando las lápidas del cementerio materno, que se enamoró del poeta Shelley a los 16 paseando entre esas mismas tumbas, que guardó una reliquia de cada uno de sus muertos –enviudó a los 25, sólo la sobrevivió una de sus cuatro hijos tanto que, cuenta Cross: “En el cementerio Protestante de Roma, en la tumba de Percy B. Shelley, hay una lápida que dice ‘Corazón de Corazones’, pero falta el corazón. El corazón de Shelley está enterrado con Mary Shelley, su mujer, a cientos de kilómetros, en la ciudad costera de Bornemouth, Inglaterra. Así que en una tumba hay una urna con cenizas incompletas y en la otra hay un corazón de más”.
La escena famosa, Mary, Shelley, Lord Byron, su médico, Polidori, y la hermanastra de Mary, Claire Clairmont, amante de Byron y tal vez también del mismo Shelley, charlando de cómo escribir una historia terrorífica, la charla que le daría origen a Frankenstein, casi no es tema en el libro de Cross, que se dedica a relatar todo lo otro, lo que cuentan los dos primeros párrafos de esta nota y mucho más, algo parecido al terreno que dio por fruto al monstruo del siglo XIX, el monstruo anatómico, y a la escritora que supo relatarlo.
Tal vez cada época tenga su monstruo. Anatómico el del XIX, mecánicos, radioactivos o extraterrestres algunos de los del XX y el nuestro está por hacerse.
¿Quién lo hará?, ¿una chica de 18, como Mary cuando escribió Frankenstein?, ¿Cómo será?, ¿Un fruto de la manipulación genética –no la soja, que ya está creada fuera de la ficción, sino de nuestro ADN, esa nueva materia de mercado– el monstruo del XXI?


Por Gabriela Cabezón Cámara




 

 

 

 

 







Revista Ñ

lunes, 6 de enero de 2014

Entrevista a Mariana Enriquez




 


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COMO LA PRIMERA VEZ

En el prólogo a la reedición de Bajar es lo peor hablás de una conexión con ciertas películas como Entrevista con el vampiro y Mi mundo privado. ¿Qué encontrabas en esas películas que te causaban (y causan) fascinación? –En ese momento yo quería que el libro fuera una reescritura de estas influencias, pero claro, esto con la mayor humildad del mundo. Yo tenía diecinueve años, nunca me puse a pensar y a decir para mí: “Quiero que esto sea una reescritura de tal o cual cosa”. Lo que me pasaba es que yo era fan de esas películas, entonces quería escribir una novela que fuera parecida a eso pero que también tuviese otras cosas que a mí me gustaban y que tenían que ver con mi universo, ni te digo Universo literario, con mi Universo, punto. Quería hacer ese cruce, nada más, no lo pensaba como una cuestión “meta” nada, no existía ese lenguaje para mí.
¿Cómo ves el proceso de escritura de Bajar es lo peor con el paso del tiempo? –Yo sigo escribiendo medio así, la verdad. Lo que pasa es que soy más consciente de lo que estoy haciendo, pero el impulso primero es siempre desde un entusiasmo muy juvenil, algo me gusta y me gusta y quiero volcarlo. En el prólogo de esta edición lo pongo así: es como desagotarlo, me obsesiono mucho, me entusiasmo con algo, me apasiono con algo y lo vuelco. Ya no solamente con historias, como me pasaba cuando era chica, también ahora tiene que ver con modos de decir, sobre cosas que quiero decir, pero el primer impulso sigue siendo ése, en general, sale todo de ahí, mucho más que de un armado mental o de una propuesta hacia mí misma que diga “quiero intervenir de esta manera”, eso nunca se me ocurre. Si sucede, sucede, pero yo no puedo pensar de esa manera.
¿Y cómo fue tu llegada a la literatura con la publicación de esta novela? –Yo había escrito la novela con un fuerte tono autobiográfico, bueno, casi todo lo que uno escribe es autobiográfico, pero lo que quiero decir es que toda la cuestión de noche, droga, vagabundeo, adolescencia, no tiene que ver con una construcción literaria, no es que leía libros para saber cómo se hacía. En ese tiempo, la hermana de una de mis amigas, Gabriela Cerruti, estaba con la biografía de Menem, El jefe, en Planeta. Ellos estaban armando una colección dedicada a los jóvenes: había un libro de Enrique Symns, uno de Fito Paez, lo que no tenían era nada de ficción, y menos ficción escrita por un joven. Gabriela sabía que yo había escrito una novela porque su hermana le contó. La leyó y la editorial, a través de ella, me terminó diciendo “traela”. La colección estaba dirigida por Jorge Lanata, pero Gabriela le llevó la novela a Juan Forn. Ahí hubo un tema interno de la editorial y yo terminé sacando la novela por el sello de Lanata, con quien no tuve trato directo, y el trabajo de la novela, el trabajo de edición que necesitaba, lo hice con Juan Forn. Creo que fue el único “taller literario” que tuve en mi vida. La novela tuvo mucha publicidad, había un spot de radio que me presentaba como “la escritora más joven de la Argentina”, pero yo no tenía mucha conciencia de lo que pasaba, me pareció todo medio extraño. Era muy raro, y yo tampoco me lo terminaba de creer. Yo era muy pendeja, era muy arrogante, y como toda pendeja muy arrogante y un poco callejera era muy distante emocionalmente de todas esas cuestiones. No es que estaba absolutamente entusiasmada, estaba muy escéptica, y creo que eso fue bueno. O sea, no es que no me lo creí porque era una persona madura, sino todo lo contrario, no me lo creí porque era una pendeja que decía “qué me importa”, no me lo creí desde el lugar de la omnipotencia adolescente, pero creo que todo eso terminó sirviendo para que me tomara en serio escribir.

VOCES EN EL CEMENTERIO

Alguien camina sobre tu tumba tiene una estructura casi de diario personal, combinando la crónica de viajes, pero también cierto estilo de nota autobiográfica. ¿Cómo fue el proceso del libro? –El libro se fue armando durante muchos años. Cuando viajo es el único momento donde tomo notas que podrían ser “de diario”. Personalmente, yo no llevo diario ni nada, cuando viajo es el único momento en que llevo un registro de lo que hago, no sé por qué, para no olvidarme cosas, supongo. Y siempre que viajo, viajo a un cementerio. A donde vaya, viajo a un cementerio. El libro se fue armando durante muchos años con esas notas que fui tomando. Se terminó de construir en mi cabeza con la última crónica, la del último cementerio, situada en el entierro de la madre de Marta Dillon. Ahí se me armó como un libro para darle un sentido a todo lo demás que no fuera solamente el capricho aunque, claro, obviamente eran caprichosos los relatos, pero no del todo, al final pude encontrar un hilo. O sea, tenía un montón de líneas donde había una preocupación por dónde van los cuerpos, por lo que es un epitafio, qué hacemos con nuestros cuerpos y con las historias de los cuerpos, y eso, para mí, fue como darme sepultura, por eso empiezo el libro diciendo “mi cuerpo va a estar acá”. En el principio está el final en ese sentido: el mío va a estar en un lugar, y éste es el lugar que elijo.



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Por Fernando Bogado
libros 

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