Por Guillermo Saccomanno
Las primeras imágenes que la chica retiene, las de
Indochina, serán la tierra en que plantará casi todas sus historias. Indochina.
“Había muchos niños en la llanura”, escribirá. “Iban encaramados a los búfalos.
Pescaban en las orillas de las marismas”. La chica pertenece a una familia de
colonos pobres, marginales. La madre viuda con tres hijos es maestra y pianista
de un cine, el Edén, que la chica citará en sus novelas. La madre, en su
desesperación tan parecida a la locura, trata de zafar de la miseria endeudándose
al comprar tierra para un arrozal. Contrata nativos. Pero se funde, la funde el
Pacífico que avanza sobre el arrozal. La hija lo contaría así: “Mi madre había
obtenido del gobierno general en calidad de funcionaria una concesión de
arrozal situada en la Alta Camboya”. Sus compatriotas funcionarios coloniales
la estafaron en la compra: el Pacífico inundará una y otra vez su proyecto por
más que ella oponga diques. La desgracia la consume, la impaciencia la
acorrala. Tiene ataques de epilepsia. El Pacífico anega su ilusión de fortuna.
Sobre esto también escribirá la chica. La madre pasa de la depresión más
profunda a una euforia risible. De sus hijos, el predilecto es el mayor, un
opiómano putañero que suele cazar tigres y panteras negras. A veces los
hermanos lo acompañan. El hermano mayor es un malvado nato. “En toda mi vida he
experimentado revelaciones tan poderosas y tan soberanamente convincentes como
algunos insultos de mi hermano mayor, si no es leyendo a Rimbaud, a
Dostoievski”. El menor, por su comportamiento, se deduce que tiene un retraso.
Y la hija, una salvaje. Pero puede representar la salvación si se la casa.
Alrededor, la selva sumida en una única estación sofocante, donde los chicos
nativos mueren de hambre, apestados, intoxicados, ahogados o devorados por una
fiera. La muerte naturalizada. Los padres los entierran frente a la barraca. El
año que viene ya les nacerá otro. La chica se cría y se educa en este
territorio donde el calor es permanente, se vive en la misma estación. El infierno
del territorio, el infierno doméstico. En la desahuciada mesa familiar se come
zancudas o carne de caimán. Pero eso no es lo peor. “Siempre había alguien
pegándome”, escribirá la chica en sus cuadernos. La madre, el hermano mayor la
golpean todo el tiempo, haga lo que haga o lo que no haga. “Tenía una mala
mirada que mi madre calificaba de venenosa”. La chica se refugia en el hermano
menor, su favorito. Todavía no sueña con la escritura. Hasta que conoce a un
joven chino, que es extraordinariamente rico. Su elegancia deslumbra. “Aunque
Léo fuera muy rico, era indígena y yo era blanca”, escribirá, pero no ahora. No
todavía. Pero le anuncia a la madre: Quiero escribir. “La primera vez, ninguna
repuesta. Y luego ella pregunta: ¿Escribir qué? Digo libros, novelas. Dice con
dureza: ‘Después de las lecciones de matemáticas, si quieres, escribe, eso no
me importa’. Está en contra, escribir no tiene mérito, no es un trabajo, es un
cuento. Más tarde me dirá: una fantasía infantil”.
Cuando
escriba, cuando se arme escritora, Marguerite Germaine Marie Donnadieu,
adoptará el apellido Duras (Duras por el pueblo francés donde fue enterrado su
padre) y esta parte de su vida, el principio, el aprendizaje, la madre, los
hermanos, los castigos, la humillación, la relación con el chino se
constituirán en obsesiones narrativas, aflorarán como leitmotiv y serán,
mitología de origen y pathos central sobre el que habría de volver en sus
Cuadernos de la guerra (1943-1947) y en tres novelas: Un dique contra el
Pacífico (1950), El amante (l984) y El amante de la China del Norte (1991).
Escritora
realista en sus comienzos, luego adherente temporaria del nouveau roman,
guionista clave de la nouvelle vague. Hiroshima mon amour, el film de Alain
Resnais le concedería una popularidad intelectual que opacó la figura de Simone
de Beauvoir, “la gran dama francesa de las letras”, su rival, a quien Duras,
según se cuenta, le birló festejantes. Sartre, a su vez, le rechazó un relato
para Les Temps Modernes. A pesar de las críticas adversas, Duras, era dueña de
un estilo en que la elipsis contribuye a generar una sutileza que impone una
lectura atenta. Ejemplo en este aspecto es la delicada y sugerente El arrebato
de Lol V. Stein y la desgarradora El vicecónsul, ambas correspondientes al
ciclo de sus relatos indios. Autora de más de veinte novelas, Duras es
directora de otros tantos films, todos vanguardistas, caprichosos, herméticos y
elitistas, poseedores, como su escritura, de una gramática personal, entre los
que se recorta India Song.
En
uno de sus artículos para Vogue se refirió a lo que en los 60 dio en llamarse
el look Duras: lo definían sus cardigan holgados, los lentes grandes de marco
grueso que volvían atractiva a esa mujer menuda, fumadora empedernida, de
rasgos finos que combinaba la sensualidad con una mirada inteligente. Y
también, por qué no: “venenosa”, que le adjudicaba la madre. Duras siempre,
queriéndolo o no, aún en sus momentos de crack up, como las internaciones para
curar su alcoholismo, ha despertado al periodismo al resurgir una y otra vez de
su angst, un angst de origen cierto en su pasado.
Volviendo
a su literatura, en su etapa realista hay que mencionar un relato clave: Un
dique contra el Pacífico (1950). Aparece, con todo, el paisaje vietnamita. Si
bien en esta ficcionalización autobiográfica la madre tiene solamente una hija
y un hijo, estos datos pueden ser secundarios si lo que se persigue es otra
cosa: rastrear cómo su relación con el chino, signada por la prostitución a la
que su familia la entrega, fue idealizada décadas después a través de su novela
El amante (1983), Premio Goncourt, que la convertiría en best seller mundial.
El
prisma colonial
Un
dique es una novela curiosa en la producción de Duras. Empieza con una frase
que tiene un eco de la literatura norteamericana. Su Indochina, Saigón, puede
filiarse en el Mississippi. La frase es esta: “A los tres les había parecido
una buena idea comprar un caballo”. Apenas comprado el matungo, la familia
repara que el caballo está enfermo y en seguida se desplomará moribundo. Al dar
vuelta la página puede leerse: “De ahí se deduce que una idea de esa clase es
siempre una buena idea, aunque luego todo se venga abajo lamentablemente porque
ello puede llevarnos a mostrar impaciencia, cosa que nunca hubiera sucedido si
de entrada hubiéramos pensado que las ideas que se nos habían ocurrido eran
malas ideas”. El tono legitima una asociación no inocente con la literatura
americana white trash. Por qué no, un efecto Mientras agonizo. Hay una anécdota
que interesa al respecto en esos años de escritura: Duras le da a leer un
relato sobre la portera del edificio a Dionys Mascolo, su pareja de entonces. Y
Mascolo, con puntería, le señala el aire Hemingway del texto, lo que molesta a
la autora. Volviendo al relato: Suzanne, la protagonista, conoce Jo, un joven
de Manchuria, elegante, único hijo heredero de un financista inmobiliario. Jo
ha vivido en París, ha corrido juergas. Tiene mundo, pero no le alcanza para
ganarse a la chica. Es feo. Sin embargo Suzanne, la ninfetta protagonista, consciente
de su encanto, un glamour de putita pobre, no deja de coquetearle y seducirlo.
Suzanne también sabe lo que esta relación causará en su familia: “El encuentro
con Jo tuvo una importancia determinante para cada uno. Todos, cada cual a su
manera, cifraron sus esperanzas en Jo. Desde los primeros días, no bien resultó
evidente que se presentaría regularmente en el bungalow, la madre le dio a
entender que esperaba de él una relación de matrimonio”. La madre advierte a la
hija: para casar/cazar al chino no debe acostarse con él. Y Suzanne será
obediente. No parará de provocar a Jo, lo atraerá, lo rechazará, mezquinándose,
manteniéndolo encendido: se desnudará en su imponente Morris, se dejará espiar
mientras se baña, pero se negará al contacto físico y, cuando el chino consiga
besarla, se apartará con asco y espanto. El chino, viscoso, repulsivo a pesar
de su elegancia, su auto y su chofer, despreciado por la familia de colonos en
la ruina, está dispuesto a pagar por ella. Le regala un diamante. A ella parece
sólo preocuparle qué auto le regalará una vez casados, imaginar los amantes que
tendrá, como todas las blancas de buena posición, una vez matrimoniada.
Suzanne, prostituida no sólo por determinación doméstica sino también por
propio gusto, se regodeará esclavizando al chino. Aunque ella es pobre, es una
blanca y, por tanto, superior a un nativo, en términos de Franz Fanon, estamos
ante una relación erótica prismada por el colonialismo. Suzanne obtiene un goce
morboso al torturar a su pretendiente quien, a su vez, sabe imposible la unión
por la oposición del tradicionalismo familiar: su boda con una blanca es
inconcebible.
Han
pasado casi cuarenta años de la escritura de sus cuadernos y treinta y cuatro
años de Un dique. La chica, ahora una escritora reconocida, vuelve sobre la
memoria y publica en 1984 El amante, su consagración internacional como best
seller, que incluye la consabida adaptación cinematográfica. A los setenta
años, el pasado podría pensarse de otra manera, con más distancia y sosiego. La
escritura de Duras cobra un despojamiento retórico, su fraseo corto la torna
directa, lacónica. “Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde”, anota. Se ve
con “la mirada triste, la boca más definitiva. En lugar de horrorizarme seguí
la evolución de ese envejecimiento con el interés que me hubiera tomado, por
ejemplo, el desarrollo de una lectura.” Del autorretrato pasa a la evocación de
hechos que ya detalló en escritos anteriores. Otra vez, la historia con el
chino. Pero ahora, en este relato, la niña ya no experimenta aversión, el
amante no le repele. Si en los cuadernos registró: “Nos acostamos una sola
vez”, acá el deseo invade el relato. “Descubro que lo deseo”. La garçoniere,
las encamadas en la siesta densa que se hace noche. “Los besos en el cuerpo hacen
llorar”.
La
chica sin nombre, la chica de quince, se sabe impura. Y quiere aprender de su
amante, de su saber sobre las putas con las que se acuesta, que la trate como a
una de ellas, le pide. La chica niega el amor, decreta su imposibilidad. Desde
la escena iniciática del transbordador en el Mekong, la memoria de Duras revisa
el pasado y lo reescribe: “En la tremenda corriente contemplo el último
instante de mi vida”. La familia terrible, la madre loca, el hermano mayor y su
crueldad, el menor y su indefensión. Sin embargo, aunque recapitula la novela
familiar, en El amante el deseo parece viralizarlo todo. La chica se siente
atraída hacia el hermano menor, también desea a Heléne, su compañera de
instituto, desnuda, incitante. Por qué no entregarle Hélene al amante, quiere
verla con el amante. En lo que se refiere al chino, ella admite que es una
relación mal vista. No obstante, “la mirada venenosa” se extasía en el cuerpo
del amante al que dice no amar. Suena falso su discurso del no amor, un
discurso adolescente. Desde el lugar de narradora sabia, Duras asume el cambio
de perspectiva. Un lector atento a su obra, un durasiano, se preguntará cuál es
la verdad, si la relación con el chino ha sido como la contó en los cuadernos o
como la cuenta en los ochenta. Duras ha vuelto atrás, ha escarbado en su
memoria como si una comprensión mayor de lo vivido pudiera tranquilizar su
conciencia. Las heridas no cierran. Y la literatura, por más exposición
confesional detrás de un perdón público, el de los lectores, los otros, no
expía.
Cuando
la historia con el chino parece haber quedado atrás, “después de la guerra, de
las bodas, de los divorcios, llegó a París con su mujer”. Un llamado
telefónico. Solo quería escuchar su voz, le dice. Así concluye la novela más
popular de Duras. Pero seis años más tarde, a sus setenta y siete años, la
historia vuelve, no la deja en paz. Al enterarse de la muerte del amante, se
encierra durante un año y escribe otra novela, porque El amante de la China del
Norte, aunque se centre sobre la misma historia, lo que cuenta es otra vez
diferente. Valga tener en cuenta a Heráclito: “No se baja dos veces al mismo
río”. No se trata sólo de que en esta nueva versión la pasión de los amantes
sea incendiaria y que el chino ahora le resulta deseable a la chica blanca.
Tampoco de la consumación del improptu sáfico con su compañera de instituto. Ni
del incesto latente con su hermano menor. En esta versión, si un cambio se
advierte de entrada, es su escritura de guión cinematográfico, su recurrencia al
corte y también las instrucciones en caso de que la narración sea llevada al
cine. Insistente, obsesiva, Duras no para de recomendar dónde pondría la
cámara, en qué momento entraría la música, etcétera. La novela tiene una buena
cantidad de notas de guión de cine y no únicamente: las instrucciones para una
eventual filmación irrumpen en el relato cuando menos se lo espera. Por cierto,
no es esta la mejor novela de Duras y carece de la perfección formal de la
anterior. Pero no pueden pasarse por alto algunas escenas que, además de la
escritura, marcan y subrayan una diferencia con la anterior. Por ejemplo, la
relación del chino con la madre de la chica. Y con sus hermanos. El chino de la
versión de 1991 está más plantado, se lo ve menos timorato, más audaz. También
la chica presenta transformaciones. Ahora se entrega a la relación, admite el
amor a pesar de que la imposibilidad se cierne sobre los amantes, imposibilidad
que proviene de las diferencias en el mundo colonial y también, en el caso del
chino, del respeto a tradiciones seculares de su cultura. En esta versión Duras
profundiza en la relación de los amantes y cada uno con su pertenencia
familiar. Las trabas no son pocas. En el prólogo Duras declara: “Escribí el
libro en la enloquecida felicidad de escribirlo”. Y no hay por qué dudar de
ella. Pero la coincidencia en el año de escritura con la filmación de la novela
por Jean Jacques Annaud con la bella modelo Jane March como protagonista, la
producción con financiación de Playboy y el resultado, próximo al pornosoft,
todo hace sospechar que Duras, aunque pueda haber cobrado unos derechos
suculentos por este film, no se sintió conforme con una obra antagónica de sus
propuestas cinematográficas de ruptura y entonces –no sólo inspirada por la
noticia de la muerte del amante– se lanzó a una reescritura que mantiene su
tono de duelo pero a la vez está directamente lanzada contra el cine
hollywoodense y a plantear qué clase de film hubiera querido.
Trabajar
la experiencia
Si
sus cuadernos son interesantes no sólo para un durasiano es porque revelan una
estrategia de aproximación al funcionamiento de la mente de una escritora: nos
permiten comprobar que, si bien en grado menor, las sucesivas versiones de la
historia amorosa tienen su paralelo de método de escritura vuelta sobre el
pasado en la memoria del calvario de su marido, Robert Anselme, víctima de los
campos nazis. Duras, en la resistencia, junto con su amante Mascolo y Francois
Miterrand –nom de guerre Morland–, aprovechan los primeros días de la liberación
para buscar a Antelme y rescatarlo de la burocracia aliada que tarda en dar
cuenta de la identidad de los prisioneros salvados. Duras en estos días dirige
una sesión de tortura de un colaboracionista. La descripción minuciosa del
suspenso angustiante por la suerte de Antelme, su rescate y su lenta y
trabajosa recuperación física como también la captura del colaboracionista y la
sesión de golpes que, tal como da a entender la autora, dirige ella misma,
datan de los cuadernos, pero Duras vuelve, como siempre, sobre el pasado y
reescribe esa experiencia en El dolor (1985).
Aunque
este rastreo de un tema y sus variaciones pueda parecer excesivo, no lo es si
lo que viene a enfatizar es un modo de trabajar literariamente la propia
experiencia. Lo que puede apreciarse es la versatilidad de Duras a través del
tiempo, un itinerario en el que la memoria fue ajustando lo vivido y también
adecuándole la forma hasta lograr un estilo tan personal como inconfundible.
Duras marca el punto de inflexión, el quiebre, el momento en que su escritura
abandona la normalidad realista, en el proceso de escritura del guión de
Hiroshima, mon amour. Ese es el instante en que su escritura cambió. A partir
de entonces su escritura fue otra. El pasaje, en categorías barthesianas, del
texto de placer al texto de goce, una escritura preocupada por el lenguaje como
medio esencial. Hay un reportaje que ella le hace a Francis Bacon que puede
aportar a la comprensión de su escritura. Bacon le dice que lo primero que
planta son manchas. Después le busca la forma, encuentra el sentido de la tela.
Duras procede, según explica en una entrevista, de manera parecida. Primero
dispone las palabras. Y luego, a medida que las articula, empieza a cobrar
sentido la historia a narrar.
Nada
condescendiente con sus pares, trátese de Sartre o Camus y menos, con de
Beauvoir –“escribe con las patas”– dijo, Duras supo granjearse fama de difícil.
La ruptura con el PC no significó que abandonara sus posiciones de izquierda y
su anticolonialismo fuerte no sólo en sus novelas. Fue molesta para el sistema
literario parisino y, cuando obtuvo una popularidad impensada, fue aún más
incómoda. Con uno de los pocos que se llevó bien fue, nada casual, con otro
difícil: Jean Luc Godard. Una vez muerta, su literatura sigue cada vez más
viva. Y su obra más candente.
Quien
entre al cementerio de Montparnasse, después de unos pocos pasos a la izquierda
se encontrará con su tumba. Una lápida austera, una losa blanca, tiene sólo sus
iniciales: MD. Y sobre la misma, infinidad de flores. Pero lo que llama la
atención no son las flores sino la cantidad de frascos que contienen lapiceras,
biromes y lápices. Algo quieren decir de la mujer que en su ensayo Escribir,
una austera y confesional arte poética, anotó: “La soledad no se encuentra, se
hace. Yo la hice. La literatura nunca me ha abandonado”.
DURAS EN SUS ULTIMOS AÑOS
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