Por Angel Berlanga
“Hermana de Victoria Ocampo, esposa de Adolfo Bioy Casares, amiga íntima de Jorge Luis Borges, una de las mujeres más ricas y extravagantes de la literatura en español: todos esos títulos no la explican, no la definen, no sirven para entender su misterio.” Mariana Enriquez esboza el núcleo de búsqueda casi al comienzo de La hermana menor, su retrato sobre Silvina Ocampo; apenas antes, sí, la escena inicial de su libro, que enfoca en una nena de seis que se sube a un cedro ubicado en un parque de diez hectáreas, en una mansión en San Isidro. Es 1910, el año del Centenario, con el patriciado en su esplendor; los Ocampo son parte de esa crema aristocrática, de esas familias poderosas y dueñas de la tierra que hacen su viaje a París con vacas a bordo, para que los críos tomen leche fresca. Silvina es la más chica de seis hermanas: el etcétera de la familia, dirá. Sus padres, pues, están algo agotados de criar hijas. Así que, muchas veces, ella se refugia en las dependencias de los sirvientes: la familia los tiene por decenas. Silvina los ama, subraya Enriquez. Y ama a los mendigos: para eso está encima del cedro, a la espera de que lleguen a la mansión. Cada vez que aparecen, se pone feliz. Hay algo de perverso en esa alegría, o al menos eso asomará más adelante, en alguna entrevista, cuando dice que le gustaba ver cómo tomaban la nata de la leche, que ella aborrecía; o asomará también en un poema autobiográfico y póstumo, cuando los describa como de terracota, sin ser de carne y sin sangre aunque llagados, rengos, mancos, picados de viruela. Contaba la menor de las Ocampo, mucho después, que se había hecho amiga de pobres, guardabarreras, linyeras, y que los retrataba, los besaba. “La niña que da de comer y beber a los mendigos –escribe Enriquez– no arde de caridad religiosa ni muestra compasión: está, más bien, fascinada por esos desesperados con una inocencia vertiginosa, feroz. Le parecen tan distintos a ella; los sabe, intuitivamente entonces, con certeza cuando los describe años después, su opuesto. Lo que de verdad le gusta.” Su familia, como se intuirá, no opinaba lo mismo de esas amistades. Mientras tuviera ese trato con ellos, le dijo uno de los suyos, nunca conseguiría que la respetaran. “Yo no quiero que me respeten –le respondió Silvina–. Yo quiero que me quieran.”
Y ese elemento, el afectivo amoroso, parece una de las claves que sostienen estructural y a la vez sutilmente al libro, en el tramo a tramo (unos capítulos con títulos maravillosos: “La odié por causa de un perro”, “Ve cosas que ni el diablo ve”, “Por la orilla del mar, sobre mariposas”) y también en el recorrido general, con una primera mitad en la que predomina cierta adversidad sentimental y una segunda en la que talla más el disfrute, hasta que pinta el ocaso y lo que se presenta como el final, el velatorio en su cuarto del departamento de Posadas, que Bioy prefiriera no ir al entierro, unos gatos que se acercan a la capilla mientras se hacen las oraciones finales, el cuerpo cobijado en la bóveda familiar de los Ocampo sin señal alguna que a ella la identifique. Cualquier lector iniciado en las narrativas de Silvina Ocampo o de Mariana Enriquez intuirá que al rubro afectivo amoroso no corresponderá el rosa, ni por lo que fue la vida o la obra de la retratada, ni por el modo de contar de la retratista. Lo mítico, lo misterioso, lo inquietante, lo incorrecto, lo transgresor: en esas vertientes se enfocó Enriquez, para auscultar en textos de y sobre Ocampo, para encarar sus propias pesquisas, lecturas, entrevistas, con un resultado que unas veces oscila entre lo escalofriante y lo gracioso y otras entre la sensibilidad exquisita y la desesperación.
Nunca, anota Enriquez también casi al comienzo, ese amor por los pobres y los sirvientes se transformó “en una conciencia política o una acción social concreta”, y más adelante aborrecería al peronismo, como la gran mayoría de su entorno. Cita “La nena terrible”, un ensayo de Blas Matamoro sobre Ocampo incluido en Oligarquía y literatura: “El enfrentamiento de los niños terribles pasa por el odio a la familia, y se detiene allí: como hijos de la gran burguesía no tienen oposición parcial contra todo el orden social, pero su calidad de marginados familiares les crea una oposición parcial con una de las instituciones fundamentales de ese orden como es la familia. Los niños terribles asumen el Mal, no la Revolución”. Y hay varias escenas tremendas, de infancia, que dan cuenta de esa marginación familiar: que le ocultaran que la hermana más próxima en edad, Clara, tenía una enfermedad muy grave y que se estaba muriendo: tenía seis cuando ocurrió, y fue a refugiarse al piso en el que vivían los empleados domésticos. Enriquez apunta que este episodio infantil fue recreado en algún relato y que hay otro, más inquietante, que aparece más recurrentemente: una niña de alta burguesía que queda al cuidado de un sirviente de confianza, una figura amenazante y a la vez seductora; la niña lo espía a veces, en algún momento él la obliga a espiarlo. Silvina aludió algunas veces a su precocidad sexual y a que la referencia era autobiográfica, aunque no se refirió al episodio como abusivo; más bien, anota Enriquez, “lo consideraba como experiencia iniciática en la contemplación y el ambiguo placer de lo prohibido”.
La hermana menor Un retrato de Silvina Ocampo. Mariana Enriquez Ediciones Universidad Diego Portales 211 páginas
Por supuesto que hay un recorrido por los libros que va publicando a lo largo de su vida, los rechazos y los elogios que le dirigen sus más cercanos (esos monstruitos), sus temas, sus variables, sus derivas: ahí están los niños y los viejos perversos, los sexos y los objetos que se transfunden o metamorfosean, las mujeres que enloquecen. Silvina Ocampo arrancó primero para el lado de la pintura, durante los años ‘20 pasó una temporada en París y tomó clases con maestros como Leger y De Chirico, y aunque luego se dedicaría más de lleno a escribir, nunca dejó de retratar a quienes le caían bien. Lo afectivo otra vez: la historia con Bioy es fuera de serie, de novela, de película. “Caséme con Adolfito”, decía el telegrama que Silvina mandó a dos de sus hermanas. Hay historias de entreveros amorosos que vibran ahora en lo mítico, que si la madre de Bioy fue amante de Silvina, que si una sobrina de ella, Genca, fue amante de ambos, los múltiples amoríos que él tuvo y se ocupó de ventilar, los rumores sobre los de ella, mucho más discreta. “The only thing I love, A.B.C. ‘the rest is lies”, escribió Silvina. Enriquez airea versiones, marca alguna contradicción, coteja con textos y declaraciones, y parece disfrutar de que no haya una versión definitiva: acaso como prefirió su retratada. Hay unas noches desesperadas de Silvina, que espera que él vuelva de sus correrías; después, unos días en los que ella, postrada, decide no hablarle más (pero sí a otros), y Adolfo ruega por sus palabras. Para entonces, en el departamento palaciego de la calle Posadas crecían las manchas de humedad y las cucarachas recorrían todos los ambientes, las antenas captando, resistentes. Llegó la despedida de los gatos en el cementerio de la Recoleta. Acá siguen sus libros, sus historias, su figura, capaces de echar raíces y flores, sombras, filos, espinas, para ser ella misma y para ser otra en algún otro libro, en éste que escribió Enriquez.
Página 12
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