Por Mariana Carbajal
Adriana García enfrentó el dolor más profundo que
puede tener una madre: el 17 de octubre de 2000, su ex esposo degolló
con un cuchillo de cocina a los dos hijos de ambos, Sebastián, de cuatro
años, y Valentina, de dos. Adriana lo venía denunciando por sucesivos
hechos de violencia y amenazas, y reclamaba con desesperación que la
Justicia le impidiera ver a los chicos, porque temía por sus vidas. Pero
nadie quiso oírla en los tribunales marplatenses y el caso tuvo el peor
desenlace. Después del juicio, en el que Ariel Rodolfo Bualo fue
condenado a prisión perpetua, Adriana no quiso hablar más de aquel
episodio atroz, por fuera de su entorno familiar, porque sentía que la
miraban como si estuviera loca y la culpabilizaban por no haber cuidado a
sus hijos lo suficiente. Pasaron ya más de diez años y esta mujer, que
es terapista ocupacional especializada en niños y dirige una carrera
universitaria, aceptó romper ese silencio, al pensar que su historia
pueda servir a otras mujeres que viven situaciones de violencia
machista. “Ojalá la gente tomara conciencia de cómo son estos
desgraciados. Entre los mitos y prejuicios que hay sobre el problema, se
arma un combo que hace que una se sienta más sola”, dice, en una
extensa entrevista con Página/12. Adriana sigue apostando a la vida:
volvió a formar una pareja y con su marido adoptó un niño de cuatro
años, que hoy tiene once. “Hay gente que piensa que una reemplaza a los
hijos. Pero es imposible. Un hijo no se reemplaza. No hay un día que no
me despierte pensando en Sebi y Valentina. El dolor siempre está en el
fondo”, describe, con los ojos nublados por la emoción del recuerdo.
Aquí, una historia de resiliencia.
El caso tuvo amplia repercusión periodística en su momento, por su
dramatismo. Pero también porque Adriana había denunciado varias veces a
su ex marido, pidiendo que no la obligaran a entregarle a sus hijos o
que, al menos, las visitas fueran supervisadas. Pero todo fue
infructuoso. El 15 de noviembre de 2000, un mes después del doble
homicidio de sus hijos, recibió una notificación judicial que la hizo
temblar de indignación y bronca. La Fiscalía Nº 4 de Mar del Plata le
informaba que las actuaciones iniciadas a partir de sus denuncias por
amenazas y lesiones contra ella y sus dos hijos habían sido archivadas
por falta de pruebas. Hasta para darle la espalda la Justicia llegaba
muy tarde. Hubo marchas y recolección de firmas en su apoyo. “El primer
año me lo pasé esperando el juicio. Fue todo muy perverso. El fiscal que
investigaba el caso sostenía que si yo había hecho tantas denuncias y
tenía tanto miedo de que a mis hijos les pasara algo, por qué se los
había dejado llevar. Me culpabilizaba”, cuenta Adriana.Recuerda que la Justicia la obligaba a que Bualo viera a los chicos aplicando la Ley 24.270 (conocida como ley Apadeshi, por la entidad de padres alejados de sus hijos que la impulsó, muchos de ellos con denuncias por abuso sexual en su contra) de “Impedimento de contacto de los hijos menores con sus padres no convivientes”. “Si no se los dejaba ver me multaban, tenía que pagar como si fueran hoy mil pesos por día. Yo no tenía ese dinero. No sabía qué hacer. Hacía las denuncias y la Justicia no me escuchaba. No tomaban conciencia del riesgo en el que estaban. Nadie me asesoraba”, apunta Adriana. El encuentro es en un café en Palermo, cerca de su consultorio privado –repleto de juguetes coloridos y atractivos para sus pacientes, y hasta una tirolesa– y del departamento en el que vive con su esposo y su hijo. Tiene los cabellos largos, lacios, rubios. Se la ve elegante. Su caso es emblemático: por la sordera de la Justicia frente a un caso de violencia de género, por no advertir que una denuncia por “lesiones leves”, o “amenazas” puede decir mucho más que lo que aparentan esos hechos aislados, por no entender que en esas situaciones puede haber una espiral de violencia.
Once meses después de asesinar a sus hijos, Bualo fue condenado a prisión perpetua. Pero Adriana durante mucho tiempo siguió con miedo. “Todavía tengo que reafirmar que está adentro”, dice, en referencia a la prisión donde cumple su condena. Una de sus hermanas, que es fiscal, la ayuda cada tanto a rastrear su ubicación. Bualo está alojado en el penal de Melchor Romero, para presos psiquiátricos, puntualmente en el pabellón evangélico. Qué paradoja: mientras la Justicia no llegó a proteger a sus hijos, sí se ocupó de proteger a Bualo, cambiándole el nombre al ingresar a la unidad penitenciaria. “Cuando quise hacer el divorcio no lo encontraba. Al final descubrimos que estaba inscripto con el segundo nombre y apellido materno.” Le dijeron en el penal que era así para evitar que fuera agredido por otros internos al enterarse el motivo de su pena.
Sin nombre
“Al principio tenía miedo de volverme loca. No comía. Estaba destruida”, cuenta. Inmediatamente después de la muerte de sus hijos, comenzó a hacer terapia. Fue una ayuda fundamental. “Desde 2002 estoy con el mismo terapeuta. El me ayudó a salir adelante. Es especialista en estrés postraumático. Con él se atienden muchos ex combatientes de Malvinas. Es una terapia muy positivista. Me abraza cuando me tiene que abrazar”, describe Adriana.Hubo momentos en los que sintió que no quería vivir más. Muchas veces. “Si no hubiera sido por el juicio... El juicio me mantuvo. Pero nunca me sentí en el lugar de víctima. Las únicas víctimas fueron mis hijos. Todos los demás somos afectados”, dice. Por momentos, los ojos se le vuelven a inundar de lágrimas. “Cuando terminó el juicio, ya tenía pasajes comprados y al día siguiente me fui a Estados Unidos, tenía previsto ir a Miami y Nueva York, donde tenía amigos, para alejarme de toda esta pesadilla”, recuerda. Pero justo ocurrió el ataque a las Torres Gemelas, así que no llegó a Nueva York.
Adriana no puede pronunciar el nombre de su ex marido. Nunca más lo pudo nombrar. Cuenta que ni siquiera en prisión dejó de hostigarla: durante un tiempo la llamaba desde un celular que “le prestaban adentro”, hasta que supieron en la cárcel de su conducta, por intermedio de su hermana fiscal, y los llamados cesaron. El infierno comenzó cuando supo de boca del propio Bualo que él era “un acosador sexual compulsivo” y se estaba tratando con un psiquiatra. Y se enteró de que acosaba a su hermana y a ella también, en forma anónima, telefónicamente desde hacía tiempo. En ese momento decidió separarse. “Cuando decidí separarme fue peor, se puso violento”, recordó. Cinco meses después, Bualo, un empleado de una agencia de seguros de 35 años, terminaba con la vida de los hijos de ambos.
La primera denuncia por las agresiones y amenazas que estaba sufriendo de parte de él, Adriana la realizó en mayo de 2000, en la Comisaría 7ª de Mar del Plata, días después de pedirle a Bualo que abandonara el hogar conyugal. Llevaban ocho años de casados. Las actuaciones por su denuncia pasaron a la Fiscalía Temática de Conflictos Sociales y Familiares Nº 4, a cargo de María de los Angeles Lorenzo. Del nombre de la fiscal, Adriana no se olvidó nunca más. “La pongo a la altura del asesino por no haber hecho nada”, dice. Esas actuaciones no prosperaron. Ni otras denuncias que hizo. Por la inacción judicial, inició una demanda civil contra el Estado por daños y perjuicios, que fue rechazada en primera y segunda instancia –curiosamente, en la sentencia de la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo los jueces reconocieron deficiencias en las actuaciones judiciales, frente a sus denuncias, pero consideran que no revestirían entidad suficiente como para responsabilizar al Estado por la muerte de los chicos– y ahora el expediente está en la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires, que debe pronunciarse.
Tocar fondo y salir
A pesar de tanto dolor en su corazón, en su cuerpo, Adriana volvió a enamorarse. Después del juicio se mudó a Buenos Aires. Huyó de Mar del Plata. “Sabía que de esa casa me tenía que ir. Me dolía esa casa”, dice en referencia al chalet en el que vivió con Sebi y Valentina. Al principio, su refugio fue el trabajo. Fue maestra en una escuela de la villa La Cava, hasta que una madre de uno de sus alumnos se enteró de “mi historia” y planteó a las autoridades que temía que ella le raptara a su hijo, para reemplazar a los suyos. No se sintió apoyada por los directivos frente a ese planteo. Y decidió renunciar. Ese mismo día la convocaron para dirigir la carrera de especialista en Terapia Ocupacional de una universidad privada, cargo que sigue desempeñando. Además, es docente en la Universidad Nacional de Villa María, Córdoba, y también da clases en otra facultad de Rosario. “Me encanta la docencia”, dice. Además, tiene su propio consultorio, donde atiende a niños autistas, y a otros con distintas problemáticas.Conoció a su actual esposo por Internet. Le da cierto pudor contar que fue así. “Es una persona que me rescató. Me salvó”, dice Adriana. Estadounidense, hijo de padres argentinos, separado, padre de dos hijas grandes, vivía entonces en Estados Unidos. Ella lo fue a visitar varias veces. Y después él se mudó a Buenos Aires con ella. “Me vino muy bien que no supiera nada de mí cuando nos conocimos. Acá creo que no hubiera podido armar una pareja con nadie. La gente se acerca con prejuicios. Te mira con lástima o con cara de ‘algo habrás hecho’”, dice. Luego de un tiempo de convivencia, en 2006 se casaron. “Yo quería tener hijos, mi proyecto de vida era ése. Nunca dejé de sentirme madre”, cuenta. Por entonces tenía 40 años. Y decidieron la vía de la adopción. Como el papá de Adriana es adoptado y ella tiene un hermano adoptivo, ese camino le resultaba familiar. Empezó a leer los libros de Eva Giberti sobre el tema. Y siguió los trámites respectivos. La respuesta llegó bastante rápido: a los dos meses de entregar “la carpeta” –que se les exige a quienes quieren adoptar–, llegó el llamado de un juzgado para darles la noticia de que los esperaba F., de cuatro años. “F. me cambió la vida. Tengo caídas. He tenido una muy fuerte cuando se cumplieron diez años (de la muerte de Sebi y Valentina), tuve que pedir ayuda a un psiquiatra, lo que no me pude permitir antes. Pero después de esa recaída sentí que cambió todo, que ya no tenía que salir a la calle con el apto médico. En un trabajo me lo llegaron a pedir, cuando no se lo pedían a nadie, tenía que estar demostrando que no estaba loca”, dice. Con la llegada de F. a su vida siente que tiene la obligación de estar bien, aunque el dolor, aclara, siempre está ahí, en el fondo. No hay un día que no se despierte o no se acueste sin pensar en los chicos. “Hay fechas que me destruyen. El año pasado pensaba que Sebi tenía que hacer el viaje de egresados, o la fiesta de 15 de Valentina”, recuerda.
Adriana apuesta a la vida. Cuenta que se comunican con ella mujeres que viven situaciones de violencia para pedirle algún tipo de consejo o ayuda. Y ella piensa: “A mí me contactan, que me salió todo para el culo”. Les dice que tienen que hacer “todas las denuncias, aunque no les den bolilla”. Y buscar apoyo familiar y un grupo que las contenga. “Cuanto más lo cuenten, mejor. Y después queda ir a los medios, si no hay respuestas en la Justicia. A veces me pasaba que iba a denunciar y me decían que volviera otro día para constatar los golpes: con el esfuerzo que es ir, tenés que volver. Muchas veces, la violencia es acoso moral, psicológico ¿cómo lo demostrás? A mí me llamaron de la Justicia seis meses después de hacer una denuncia, para constatar los golpes. Me duele que siga habiendo casos”, dice.
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