“Leer a las mujeres fue un modo de transformar nuestras
homéricas cargas de dolor, odio y violencia contenida en una fuerza
productiva alternativa y nueva”, dice el autor de Inglaterra. una fábula y de Una misma noche.
Por Leopoldo Brizuela.
Desde que empecé a escribir, y sobre todo, desde que empecé a publicar y a hablar públicamente sobre mis lecturas, amigos, colegas, periodistas, críticos, me han hecho la misma pregunta: ¿por qué leés tantas mujeres? Una pregunta que siempre me perturbó tanto como para contestarla, apenas, con evasivas o subterfugios. Como si decir la verdad –una verdad de la que yo mismo era apenas consciente, a fuerza de no discutirla- pudiera exponerme al peor peligro.
Yo balbuceaba: “Bueno, no te mencioné tantas”. Y era verdad: la
recriminación ocurría a la segunda o tercera escritora citada, pero ya
eran más de las que el propio interlocutor conocía o juzgaba prudente
conocer. Otras veces yo fingía recoger el guante de un duelo del que
sabía que desertaría: “Si yo hubiera mencionado sólo escritores varones,
¿vos me lo habrías hecho notar?” Porque era obvio que no. Y ni aun a
las autoras mujeres que sólo nombran escritores varones, ni siquiera a
las críticas o profesoras que sólo incluyen libros de escritores varones
en sus programas, antologías, ensayos, este interlocutor les habría
objetado ningún tipo de ignorancia.
Pero yo no respondía, y el otro, envalentonado, como si hubiera
desenmascarado una artimaña o una conspiración, remataba: “te pregunto
simplemente porque es raro”. Se erigía, en fin, como representante o
árbitro de la normalidad, y todo parecía volver a ella. Me había
recordado, y era su victoria, la ley que rige para todos, varones y
mujeres: sólo el que se disimula sobrevive.
Dos vías
Primera salvedad. Quizá yo no me haya atrevido hasta hoy a contestar
claramente esa pregunta, por carecer de otra ayuda que los libros de las
mismas escritoras. Porque formular en términos teóricos lo que me
habían revelado la inercia de las protagonistas de Jean Rhys y la
lucidez de las heroínas de Doris Lessing; demostrar por qué las
reflexiones que Simone de Beuvoir o de Adrienne Rich sobre el “segundo
sexo” podían también aplicarse a mi experiencia, era una tarea que iba
más allá de mis capacidades. Hoy, en cambio, contamos con las teorías
sobre la construcción de la masculinidad; y esas teorías pueden ayudarme
a explicar cómo la violencia y el terror que corrían soterrados bajo
esa escena repetida, echan raíces en la infancia.
Dicen los especialistas que en sociedades como la nuestra se “hace
varón” el que se aleja de la madre; se echa al varón de la casa, a la
escuela o a la calle, para que otro aprendizaje mucho más importante que
el que declaran los colegios: la masculinidad, esa condición que es un
valor en sí y que le permitirá ocupar, durante el resto de su vida, los
espacios de poder del patriarcado. Como lo explica Ariel Sánchez en Marcar la cancha
este aprendizaje se da por dos vías. Por un lado, el varón busca un
grupo de varones en el que pueda adquirir y desarrollar fuerza,
entendida ésta como la capacidad de ejercer violencia sobre los demás. A
través del mecanismo básico de la competencia, y de la medición de
fuerzas que ésta posibilita, se establecen las jerarquías dentro del
grupo; y la lealtad a éste y a sus jerarquías se entenderá como una
verdadera condición de existencia.
Y por otro lado, la construcción de la masculinidad depende del
hallazgo de un varón a quien calificar de “maricón”; mediante su
hostigamiento permanente, el varón pretenderá demostrar su rechazo de
todo lo femenino, es decir, su ya definitivo alejamiento de la madre.
Como recordará cualquier persona de mi edad, para los niños de los años
sesenta el mote de “maricón” no tenía que ver con la homosexualidad –la
mera idea de “sexualidad” era ajena a nuestro mundo – sino con una u
otra característica de personalidad que los demás varones identificaban
como “femenina”. Eran características sorprendentemente variadas -podían
ir de una manera de moverse o de hablar, a un rasgo físico o,
precisamente, según me cuentan amigos mayores, a la afición a la
lectura-; pero todas parecían vincularse con una carencia de fuerza
física, o con una disidencia respecto del uso de la fuerza.
Ahora bien. Lo perverso del mecanismo de hostigamiento al “maricón”
reside en que, como es demasiado fácil ejercer violencia sobre el débil
-tanto más cuanto que el propio grupo le ha impedido desarrollar su
fuerza-, quien lo agrede demuestra menos su masculinidad que la íntima,
infinita vileza del entramado social. Y por eso la violencia contra el
maricón se reitera cotidiana, incesantemente, en pos de esa demostración
imposible; causando en sus víctimas daños de por vida sobre los que la
sociedad de hoy, al fin, parece al fin abrir los ojos. Daños para los
que, durante siglos, casi no ha habido otra salida que la lectura.
Vida y literatura
Segunda salvedad. Quizá la pregunta ¿por qué leés tantas mujeres? me
habría perturbado menos si yo hubiera empezado a hacerlo por algún tipo
de estrategia política o deliberación. No. Empezamos a leer escritoras,
digamos, “espontáneamente”, como un animal perseguido que descubre de
pronto el único lugar del mundo que se parece a su primer cubil; pero
fue allí, también casi por sorpresa, donde encontramos permiso para ser
lo que se nos había prohibido, y armas para lograrlo.
Para horror de quienes sostienen que lo único importante es el texto,
nunca buscamos solamente libros: buscábamos autores cuya experiencia
pudiéramos adivinar detrás del enigma de sus obras. ¿Y cómo podía dejar
de interesarnos un nombre de mujer en la tapa de un libro, si era la
prueba de que alguien, en sociedades aun más opresivas que la nuestra,
había hecho algo que los demás no esperaban de ella, y había pagado
precios altísimos por hablar, ya que sus contemporáneos no podían
comprenderla, con algún “hermano del futuro”, es decir, con nosotros
mismos? Si una película nos había iniciado en la compasión por Anna
Frank y su muerte trágica, lo que nos cautivó para siempre de su Diario
fue su decisión de sostener, ante la asfixia del confinamiento político y
familiar, el deseo de dialogar consigo misma, y convertirse, así, en
una escritora. Si una canción compuesta por dos varones nos había
hablado del suicidio de Alfonsina Storni; la solapa del primer libro de
ella que pedimos que nos compraran nos llevó a leer cada uno de sus
poemas como otra creación no deseada por los hombres y salvada de su
vigilancia omnímoda.
Por supuesto, detrás de aquella pregunta “pero ¿por qué leés tantas
mujeres?” uno creía entender: “no son tan buenas” Pero ya nos dábamos
cuenta de que la literatura escrita por mujeres poseía valores que pocos
varones podían apreciar. Básicamente, esa capacidad de invención y
manejo de herramientas que representaban, más o menos disimuladamente,
una experiencia de incomodidad y rebeldía; produciendo esa experiencia
única que llamamos arte y que implica no sólo goce estético, sino
transformación profunda de la percepción de la realidad. Así, aunque
pocos varones pudieran comprenderlo, una sola frase de Carson McCullers,
apenas la primera de su primera novela: “En el pueblo había dos mudos y
estaban siempre juntos” podía generar una experiencia estética
infinitamente más rica que todos los cuentos de Ernest Hemingway, con
sus alardes de macho que se foguea entre soldados, mafiosos, cazadores y
toreros.
Y si escribir literatura, como dice Gilles Deleuze, es inventar una
lengua extranjera dentro de la lengua; y si la tarea de las mujeres ha
sido subvertir por la poesía la convención masculina, ¿quién nos lo
reveló mejor que Sara Gallardo, con ese Eisejuaz mataco santo o loco que
es su alter ego -ese personaje insólito capaz de sugerir, en un
lenguaje nuevo, todo aquello que la cultura argentina no había podido
nombrar nunca?
Una fuerza secreta
Creo que ya puedo empezar a responder. Leer a las mujeres fue un modo
de transformar nuestras homéricas cargas de dolor, odio y violencia
contenida en una fuerza productiva alternativa y nueva. Y quizá llegó el
momento de describirla, para no sobrevalorarla y exponerse a un daño
mayor. ¿En que consiste, hoy por hoy? En principio, creo que todo
maricón que sobrevive a la infancia consigue distanciarse y comprender,
no sólo el por qué de las violencias que se ejercían sobre él, sino los
terrores e impotencias que también torturan, secretamente, a los
violentos.
En este sentido, desde muy temprano he visto a mis compañeros
escritores como los niños que fueron, empeñados en la agotadora tarea de
demostrar su poder ejerciéndolo de aquellas mismas dos maneras.
Mírenlos en cualquier congreso de literatura: cómo se camuflan, como
compiten, cómo intentan seducir: sobreactúan su masculinidad, acaso
porque la poesía, convengamos, no es la habilidad que un coronel de
caballería quisiera para su primogénito. Escúchenlos hablar –quizá sería
excesivo pedirles que dialoguen con ellos-. Formateados por el fútbol,
su primera preocupación ha sido integrarse a “un equipo” bajo el ala de
un “director técnico” que les dijera qué y cómo escribir de modo que
cada frase, cada palabra, diera testimonio de sus atributos viriles. Y
hablan del “campo literario” como de la cancha en donde han salido a
jugar un campeonato permanente; y de ganar premios como de “hacer un
centro”, y de “meter” libros en una editorial importante, o un artículo
en un medio masivo, como quien habla de goles. Y es cierto que cada
tanto nombran a escritoras, cómo no; pero son siempre aquellas que,
alegres convictas de la parcela que la cultura les asignó, le sirven
para ejemplificar viejas categorías, aquellas que hasta los vivan y
alientan como las porristas más sofisticadas de la historia.
Y en segundo lugar, guiados por aquellos “directores técnicos” que
son siempre grandes humilladores, los muchachos se aplican a señalar a
“los maricones de la literatura”-ésos que no se debe ser- ; y a la
literatura “maricona” – aquello que no se debe escribir. Hoy como ayer,
lo “maricón” no tiene que ver necesariamente la elección sexual de un
escritor, sino con aquellas características que se corresponden los
estereotipos de lo femenino; características tan asombrosamente variadas
como para pertenecer a campos tan distintos y vastos de la cultura que,
a fuerza de rechazarlos, la mayoría de los varones destaca por una
ignorancia sobrecogedora. Pero volviendo a nuestro tema. Los muchachos
se burlan, por ejemplo de la admiración de los “maricones” por las
mujeres escritoras, como si no fuera más que una variación del amor
delictual por la madre; no ven que, como señala Wayne Koesterbaum, lo
que el “maricón” celebra de las “divas” es un exceso de voz sólo
comparable a la magnitud de su propia imposibilidad de decir, y a la
tradición perdida que esa voz de diva devuelve, por sorpresa, con
vitalidad arrasadora. Los muchachos se ríen de los “maricones” por la
franqueza con que éstos quieren expresar sentimientos, asimilándolos
mecánicamente al kitsch, que tanto maricón celebra; enfermos de “pudor”
(ese mecanismo parecido a la vergüenza pero que va más allá: porque es
el castigo autoinflingido a su parte “femenina”) los varones niegan así
su propia incapacidad para lidiar con lo que sienten, y esa risa es lo
poco que pueden hacer con su desesperación. Porque están desesperados,
es evidente: habiendo “naturalizado” su ignorancia hasta sentirla como
un rasgo de su propia identidad; en cada cosa desconocida con que se
confrontan no ven una posibilidad de enriquecerse, sino el peligro de su
propia disolución… Prueba de que todavía hay que ir con mucha
prudencia: porque no hay nada más violento que un negador acorralado.
Una necesidad y un derecho
En fin, ¿por qué leemos a las mujeres? Porque es una necesidad, quizá
nuestra necesidad más profunda, y donde hay una necesidad hay un
derecho. Porque ese derecho es el de toda una tradición que sobrevive,
fortalece y se libera cuando leemos y respondemos a la lectura con
nuestras propias obras Y porque, por mucho que intenten convencernos de
que todo cambió, como si la utopía del viejo feminismo hubiera sido la
única alcanzada, el cambio sólo afecta a la superficie de lo social, no
al sustrato de las costumbres y al estrato profundo de las mentes.
¿Cómo se explica que, en una época en que ya nada dificulta el libre
intercambio sexual entre dos personas adultas, los varones sigan
haciendo florecer, en secreto, como tratantes pero también como
clientes, la explotación sexual? No menos misteriosa resulta otra
evidencia: aunque muchos de los grandes libros de todas las literaturas
hayan sido escrito por mujeres, y aunque las mujeres sean mayoría en las
carreras de letras, las editoriales, los talleres literarios, etc. la
presencia de mujer en la literatura aun sigue considerándose una
anomalía?
¿Qué hacer con esta ceguera de los varones? Hay quien piensa que el
cambio es imposible, o sólo posible en el caso de una remotísima
mutación genética, y que nuestra tarea es combatir, aunque la manera de
hacerlo resulte bastante inconcebible y, como sea, la disparidad de
fuerzas todavía nos asegure una derrota inmediata. Otros sostienen que
el camino es persuadir, olvidando que la persuasión, como señala Hanna
Arendt, sólo es posible entre dos seres humanos en pie de igualdad, sin
otra arma que la excelencia de sus argumentos. Incapaz de arriesgar un
sólo consejo, me limito a señalar una comprobación: el varón con poder
sólo cambia cuando aquellos de cuya explotación depende consiguen
escapar o al menos correrse un poco de lugar, y los dejan sin base. Es
decir, cuando cambiar se vuelve, para ellos, una cuestión de vida o
muerte, y por fin ven la necesidad de cargo, a solas, de su destino.
Mi propósito personal es éste: hablar, escribir para nosotros.
Estaremos más cerca de una liberación verdadera si, en lugar de atender
al enemigo, de entrar en su juego de constante competencia y
aniquilación, optamos, como las grandes escritoras, por propagar entre
nosotros un saber que tienda puentes más allá del tiempo y el espacio y
de los muros antiguos y nuevos. Si nos atrevemos a revivir, comprender, y
consolar al niño que fuimos; si comprendemos a literatura como el
vehículo más poderoso de ese amor y esa fraternidad, y tratamos de
escribirla para los que aun hoy, todavía, los necesitan como el agua y
el pan.
Eterna Cadencia
Te agradezco Claudia, por ayudarme a que mis hijos no sean olvidados, que s mantengan vivos en la memoria. Yo me comprometo.
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