Es doctora en Psicología y trabajó en
penales como psicóloga clínica. La convivencia con las detenidas la llevó a
investigar cómo afecta particularmente a ellas la vida carcelaria. Producto de
ese trabajo es su libro Salud mental entre rejas. Una perspectiva psicosocial y
de género (JVE Ediciones). Aquí, sus conclusiones.
Por Oscar Ranzani
La experiencia adquirida por haber trabajado como
psicóloga clínica en el Servicio Penitenciario Bonaerense, básicamente en
cárceles de mujeres, motivó el interés de Valeria Wittner por investigar la
problemática de género en las prisiones. Para obtener su doctorado en
Psicología indagó desde la perspectiva psicosocial en las mujeres detenidas y
luego lo plasmó en el libro Salud mental entre rejas. Una perspectiva
psicosocial y de género (JVE Ediciones). También profesora a cargo de la
cátedra de Teoría y Técnica de la Clínica Sistémica (UBA) y profesora
asociada de la cátedra de Psicología de la personalidad (Universidad de
Palermo), Wittner recuerda todavía aquellos momentos en que ingresaba a la
Unidad 3 de Ezeiza: “Yo iba los miércoles. Ese era el día de visita y cuando
entraba a la Unidad 3, hasta la puerta de esa Unidad llegaba la cola de mujeres
que iban a visitar a los varones de la Unidad 1. La puerta de visita de la 3
estaba prácticamente vacía. Entonces, fueron imágenes que siempre me impactaron
un montón”, asegura. Como Wittner trabajaba en el penal como psicóloga clínica,
convivía con las mujeres y con sus preocupaciones. “Y siempre las
preocupaciones eran que no las iban a visitar, que no sabían dónde estaban sus
hijos. Siempre me impresionó un montón ver a mujeres que llegaban al penal y de
repente se cortaban o había que internarlas en el centro médico porque se
descompensaban al no saber dónde estaban sus hijos. Y se ponían muy mal”,
comenta la autora.
También le impactaba el tema de qué pasaría
con los hijos de esas mujeres, que sus propias familias no les atendieran más
los teléfonos e incluso que las trataran de “malas madres” y no les dejaran
hablar por teléfono con lo más preciado que tenían en la vida. “Todas esas
cosas me empezaron a conmover y en eso me ayudó mucho la perspectiva
psicosocial, que consiste en no creer que el problema sea exclusivamente
individual de la gente. No era que la señora se cortaba, lloraba, se angustiaba
o estaba deprimida porque algo le fallaba en la cabeza ni tampoco había que
creer que si estaba presa era porque estaba `fallada’ o porque merecía estar presa,
independientemente de que, por supuesto, en nuestro país hay reglas y si se
cometen ciertos delitos las leyes dicen cómo la gente paga. En realidad, lo que
más me impactaba era la sensación de que cuando volvía a casa yo también podría
estar presa. Y que si no lo estaba era por distintas condiciones psicosociales,
económicas, de clase social, de accesibilidad a derechos y posibilidades”,
relata Wittner.
El libro está dividido en dos partes. La primera de ellas
tiene los fundamentos teóricos y la segunda contiene la investigación empírica.
En la primera, Wittner aborda la institución carcelaria, sus particularidades y
su contexto histórico y social. También desarrolla algunas articulaciones entre
la situación de cárcel y las conceptualizaciones sobre la salud mental de los
detenidos. En la segunda parte, correspondiente a la investigación empírica, se
presentan preguntas, objetivos e hipótesis que guiaron el trabajo, como así
también algunas cuestiones metodológicas, de diseño del estudio e instrumentos utilizados
y la muestra sobre la cual trabajó. Luego, se presentan los resultados
alcanzados, la discusión con las conclusiones correspondientes.
–En vez de
decir: “Si estás presa es por algo” usted prefirió adoptar la perspectiva
“porque estás presa te pasa algo”.
–¿En la emocionalidad?
–Sí.
–Es así. Tuve la posibilidad de entrar en una línea de
investigación para trabajar el tema “personalidad en mujeres presas”. Pero no
quise, porque no quería que se utilizaran los datos para decir que la gente
está presa porque tiene cierta personalidad. Esa es una idea que tenemos fija.
Los modelos psicosociales no dicen eso. En general, la gente dice: “Bueno, ella
es así”.
–Es la
herencia lombrosiana.
–Tal cual. Entonces, no me metí en el tema “personalidad”
porque no quería que los datos se utilizaran en un sentido negativo. Yo quería
decir: “Paren. Independientemente del delito, hay gente que sufre”. Y uno, como
psicólogo, tiene el compromiso de mostrar que hay gente que sufre y tenemos el
compromiso de tratar de modificar ese sufrimiento.
–Aunque no
estudió el tema de los hombres en la cárcel, ¿qué diferencias sustanciales, a
grandes rasgos, puede mencionar sobre la penosa experiencia de vivir entre
rejas para las mujeres respecto de los hombres?
–No quiero dar por hecho algo que no investigué y del que
tampoco hay tanto investigado. Las cosas que, a grandes rasgos, puedo decir son
básicamente porque las he visto o porque las he leído de gente que hizo
estudios más sociológicos en cárceles. En general, los varones son más
visitados. Les resulta más fácil mantener los vínculos sociales. Las mujeres
visitan a sus hombres.
–¿Qué
aspectos psicosociales influyen en la entrada de las mujeres en el delito?
–Hay investigaciones que le ponen una fuerte carga al
género. El género aparece como un factor de vulnerabilidad específica para la
entrada a prisión. También la clase social baja se menciona, al igual que las
pocas herramientas de educación y de acceso a la educación. Una cosa que me
parece bueno pensar es que el problema de que alguien vaya preso no es lineal,
que alguien falló y va preso. Uno puede pensarlo en tiempos, pero son tiempos
de vulnerabilidad psicosocial. En una época trabajé con mujeres homicidas.
Habitualmente, la mujer que comete homicidio es alguien que, en general, mata a
gente cercana. Hay algunas que no, pero en general es así. Y, en general,
muchas de esas mujeres son víctimas de violencia. En un informe del 2013 se
señalaba que casi el 40 por ciento de las entrevistadas decía haber sufrido
algún tipo de abuso. En mi investigación es eso o más. En cuanto a los procesos
psicosociales que hacen a la vulnerabilidad de la entrada a prisión puedo
señalar también las crianzas violentas, la violencia de género o el abuso que
sufren las mujeres que cometen delitos. Por supuesto, no es para establecer una
línea causal. No es que diga: “Delinquió porque le pegaron”. No es así, pero
son factores que aumentan el riesgo de vulnerabilidad psicosocial.
–¿Cómo
describiría desde la psicología social el funcionamiento de una unidad
carcelaria y su impacto en las mujeres detenidas?
–Un sociólogo que ya falleció, Erving Goffman, definió el
concepto de institución total. La característica central de las instituciones
totales es que las personas, entre otras cosas, tienen que compartir un tiempo
y un espacio que está muy reglado por la institución, no por ellas, y toda la
vida cotidiana de la gente está absolutamente reglamentada. Uno no va al baño
cuando quiere, ni se baña cuando quiere, tampoco puede llamar por teléfono
cuando se le ocurre ni ve a la gente cuando quiere. Todo depende de las reglas
institucionales. El problema de las instituciones totales es que siempre aíslan
al sujeto. Yo lo articulé de la siguiente manera: si el ser humano es un ser
social por naturaleza, querer aislar a un ser social para reinsertarlo es
paradojal. Suena loco. Las instituciones totales generan esa paradoja de
intentar aislar al que no funciona de la manera en que la sociedad espera que
funcione, porque no deja de ser también una expectativa social. Cuando uno ve
cómo es una cárcel por dentro cuando camina el penal y cuando le agarra la
noche le provoca una angustia porque es el olor, el lugar, la humedad, el baño
que no es el de uno, son los no recursos.
–¿Qué
consecuencias provoca en la salud mental de las mujeres el estar presas?
–Por lo menos, el síntoma psicopatológico central que yo
encontré es la depresión, pero con una diferencia ampliamente significativa.
Hay una cosa extraña: el pico de sintomatología es a los dos primeros años de
que una mujer cae presa. Y después empieza a bajar.
–¿Por una
cuestión de acostumbramiento de la persona?
–Una forma de interpretarlo es a través del concepto de
prisionización. La gente se empieza a acostumbrar a la cultura carcelaria. Es
obvio que empieza a acostumbrarse y es necesario porque es un lugar donde corre
riesgo su vida; entonces, necesariamente tiene que acostumbrarse a la cárcel.
Es muy loco porque cuando una detecta a las mujeres que llevan más de cinco
años presas prácticamente no tienen síntomas psicopatológicos.
–¿Qué
otros síntomas se producen?
–El más fuerte es la depresión porque contrasta mucho con
otros síntomas.
–Ahora, la
depresión se trata psicológicamente pero también desde la psiquiatría con la
administración de psicofármacos. ¿Cómo es ese tema en la población que usted
investigó?
–Hay un tema que hay que pensar antes. Uno puede darles
psicofármacos y hay psiquiatras en las unidades, pero el punto es “dónde” uno
cree que está el origen de la depresión. Mi intención con la tesis fue mostrar
que la cárcel enferma, no que la gente está depresiva o está loca. Por
supuesto, si yo como psicóloga atiendo a una persona que está depresiva y que
puede estar en riesgo de vida, bueno, voy a tomar las medidas que tomo en mi
consultorio. Pero el punto es qué está pasando en cierta institución o en
cierto contexto social que la gente se enferma mucho más que en otros contextos.
Entonces, el tema es el contexto, independientemente de las variables
personales, pero yo no me creo que todas tengan variables personales y que
justo encarcelaron a las depresivas. Por eso mi intención era trabajar sobre
los síntomas psicopatológicos, pero con una intención de mirarlos dentro de un
contexto.
–¿Cuáles
son esos síntomas psicopatológicos que genera la cárcel?
–Usé un instrumento para medir síntomas psicopatológicos
que se llama SCL-90-R. Es una escala de evaluación de grupos sintomatológicos.
No es una escala que uno pueda utilizar para decir: “La gente tiene tal
trastorno psiquiátrico”, sino que se habla de complejos sintomáticos. Los
complejos sintomáticos que aparecen con mayor frecuencia son, en primer lugar,
la depresión; en segundo lugar, lo que se conoce como somatizaciones; en tercer
lugar, obsesiones y compulsiones, y en cuarto lugar, las ideas paranoides. Lo
que me resulta muy interesante es cuando uno va al análisis de los ítems de
cada uno. O sea, cuando hablamos de ideas paranoides, por ejemplo, puede medir
si pienso que la gente quiere hacerme daño. Pero eso en la unidad carcelaria no
es una idea paranoide: es una realidad. Cuando la gente entra al pabellón de
ingreso no quiere dormir porque sabe que le pueden hacer daño. De repente, uno
encuentra gente que pasa un montón de días sin dormir porque están en un
pabellón colectivo, porque tienen que cuidar sus pocas pertenencias. Hago esta
salvedad porque no quiero que queden como síntomas que ocurren dentro de la
cabeza sino que son fenómenos interaccionales del contexto en el que están,
independientemente de que hay gente que tiene su estilo personal.
–¿Dónde
nota psicosocialmente que la prisión afecta a las mujeres?
–En la angustia. Es hiperangustiante. Es un ambiente que
genera mucha incertidumbre. Genera síntomas de tristeza y de desesperanza
porque es una institución que se impone en su funcionamiento y el sujeto no
tiene capacidad de controlar el entorno. No tener capacidad de controlar el
entorno es la vía regia para la depresión, que es lo que Martin Seligman
llamaba la indefensión aprendida: uno aprende a estar indefenso. Esa es la base
de la depresión. El funcionamiento institucional promueve patología mental, no
porque la gente esté mal en su salud mental antes de ir presa. Puede estarlo
previamente, pero no era el objetivo de mi investigación. El efecto psicológico
es que la gente se enferma porque uno no puede no enfermarse en una cárcel.
–Aun así,
¿es posible establecer vínculos en las instituciones carcelarias que usted estudió?
Si es así, ¿de qué tipo?
–Hay vínculos. Unos muy importantes son los que se
construyen entre las mismas mujeres, que son vínculos de afecto; a veces, son
vínculos de pareja. Yo empecé a trabajar en cárceles cuando tenía 25 años y,
entonces, iba con todos mis prejuicios. Uno ve muchas, entre comillas,
“relaciones homosexuales”. Después, esas mujeres cuando salían de la Unidad,
volvían con sus maridos, por ejemplo, o establecían parejas con hombres. Es muy
interesante, porque los vínculos que se genera en la unidad, en general, cuando
se establecen son altamente intensos. Y son de mucha protección, de mucha
lealtad.
–¿Cree que
es posible la reinserción social de una mujer que estuvo detenida o qué
factores encuentra que juegan en contra para que esto se concrete?
–Es muy difícil, pero no por un problema de las mujeres
sino porque la sociedad no ofrece alternativas. Hicimos una investigación
cualitativa que se cerró en el 2016. Realizamos entrevistas en profundidad a
mujeres que habían estado presas. Fue un poco la continuación de esta
investigación. Nos encontramos con una realidad tremenda: la gente sale de la
cárcel y quiere volver porque no sabe adónde ir cuando sale. Cuando uno a esto
le agrega todos los prejuicios de género, entonces las mujeres realmente no
tienen a dónde volver cuando salen del penal. Opción 1: no tienen dónde volver
cuando salen del penal. Opción 2: nadie le da trabajo a alguien que estuvo
preso. Lo primero que piden para un empleo es el certificado de reincidencia.
Entonces, una persona tiene que conseguir su sustento por vías, que no son las
vías laborales que, si no estuvo presa, puede acceder. Se facilita mucho el
camino a la reincidencia o a quedar marginado. Lo que sí hemos visto en esa
investigación fue que las mujeres que han tenido mejores resultados de
reinserción han comprometido su vida en la ayuda a otras mujeres. Eso es
maravilloso porque ahí se ven las redes sociales y el impacto que tienen. Pero
cuentan que el primer período después de la cárcel es terrible por el alto
nivel de emocionalidad.
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