Conocí a Aurora Bernárdez y a Julio Cortázar en 1958, en París. Siempre me impresionó su inteligencia y cultura literarias. Era una verdadera maravilla oírlos hablar cuando estaban casados. Expresaban una inteligencia como si la hubieran ensayado, casi teatral. La cultura literaria y personal de Aurora era tan rica como la de Julio. Siempre creí que en ella había una escritora que no se manifestaba, pero que en un gesto de generosidad y heroísmo decidió que en su familia solo hubiera un escritor. La mejor época literaria de Cortázar fue a su lado.
Fue una traductora espléndida de varios idiomas y de autores importantes
como Sartre, Durrell y Calvino. Ayudó a Cortázar cuando tradujo Memorias
de Adriano, de
Yourcenar.
Era una persona extraordinariamente delicada, con un tacto exquisito en
la conversación. Quienes los conocimos pensábamos que formaban la pareja
perfecta, que nunca se iban a separar. Se volvieron a juntar cuando él estaba
enfermo. Fue muy buena idea que Julio la dejara como albacea literaria porque
hizo ediciones póstumas excelentes.
Se pierde a alguien muy valioso, no sólo por la enorme ayuda y
colaboración que prestó a Julio en su mejor época como escritor, sino por ella
misma, porque a través de sus traducciones dio un enorme apoyo a la cultura y a
nuestra lengua. Era de esas amistades que enriquecen.
El verano del año pasado tuve un diálogo con ella muy bonito, en El
Escorial, por los homenajes a Cortázar con motivo de los 50 años deRayuela. Me emocionó verla, después de tanto
tiempo, y comprobar que estaba bien y seguían intactas su energía y su
curiosidad. Era genuinamente modesta, y a lo largo de toda su vida procuró ser
invisible. Quienes los conocimos sabemos que fue la persona con quien Cortázar
compartió su preocupación intelectual y su trabajo sin ninguna duda, con una
inteligencia y complicidad envidiables.
Por Mario Vargas Llosa
El Pais
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