miércoles, 25 de junio de 2014

“Yo también podría haber sido una de estas chicas”

La autora de Ladrilleros incursionó por primera vez en la no ficción. Su texto, de una potencia poco frecuente, aborda tres casos no esclarecidos de asesinatos de adolescentes en los ’80. Uno sucedió en San José, pueblo entrerriano vecino a Villa Elisa, donde nació la escritora.
Por Silvina Friera
Una puñalada en el corazón mató a Andrea Danne mientras dormía en su cama, el 16 de noviembre de 1986, en San José (Entre Ríos). Tenía 19 años, estaba de novia y estudiaba el profesorado de Psicología. La noticia de ese asesinato fue una “revelación” para Selva Almada, que entonces tenía 13 años: “Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. El horror podía vivir bajo el mismo techo”. El cuerpo violado y estrangulado de María Luisa Quevedo, que había desaparecido el 8 de diciembre de 1983, apareció tres días después en un baldío de Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco). Tenía 15 años y hacía poco que había empezado a trabajar como mucama. El último día que vieron a Sarita Mundín con vida en Villa María (Córdoba) fue el 12 de marzo de 1988. Tenía 20 años y un hijo, Germán, de 4 años. A fines de diciembre se encontraron los restos de un esqueleto humano, enganchados en las ramas de un árbol, a orillas del río Tcalamochita, que separa la ciudad de Villa María de la de Villa Nueva. No sólo nunca se pudo determinar de qué manera fue asesinada por el estado de los huesos, sino que luego se comprobaría que ni siquiera son de Sarita. Tres adolescentes de provincia asesinadas en los años ochenta, tres muertes impunes ocurridas cuando todavía se desconocía el término femicidio. En Chicas muertas (Literatura Random House), Almada construye una crónica de una potencia excepcional y poco frecuente, arrojando luz donde estaban las sombras del olvido. La cronista-escritora interpreta el papel de La Huesera –historia que le cuenta “La Señora”, una tarotista que consulta para intentar averiguar qué dicen las cartas de Andrea, María Luisa y Sarita– al “juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir”.
Chicas muertas comenzó por el asesinato de Andrea Danne, que Almada conoce desde el momento que sucedió en San José (Entre Ríos), un pueblo vecino a 20 kilómetros de Villa Elisa, donde nació y se crió la escritora, autora de las novelas El viento que arrasa y Ladrilleros. “Yo era adolescente en ese momento y me impactó muchísimo; conmovió a toda la región por las características –recuerda–. No sólo porque era una chica muy joven, sino porque la mataron en su casa, mientras ella dormía y los padres también dormían en la habitación de al lado. Tenía muchos ingredientes extraños; fue un caso del que se habló durante años y todavía la gente se acuerda. Yo pensaba que adentro de tu casa estaba todo bien, que el peligro siempre estaba afuera. El hecho de que haya sido en su propia casa, con los padres al lado, fue tremendo. Cuando empecé el libro, se lo comenté a dos amigas que tengo de la adolescencia y ellas me contaron que les había pasado lo mismo: que antes de irse a dormir revisaban debajo de la cama, adentro del ropero, porque el peligro podía estar en la habitación.”
La idea de escribir este libro merodeaba con persistencia allá por 2008. “Estaba en el Chaco, hojeando un diario, y me encontré con otro caso de la época sin resolver: el de María Luisa Quevedo. Ya tenía dos adolescentes asesinadas en los años ’80. Busqué el tercer caso porque me gustan los números impares. A través de un periodista amigo que me dio la dirección de otro amigo de él de Córdoba apareció la historia de Sarita Mundín. Entonces armé un proyecto y lo presenté al Fondo Nacional de las Artes y me dieron una beca para arrancar con el laburo de campo. Y lo hice en 2010. Después quedó todo el material ahí. Cada tanto intentaba entrarle, hacía borradores que no me convencían demasiado, hasta que el año pasado lo trabajé con Ana Laura Pérez, que fue mi editora, y fluyó mucho mejor. Me costaba por dónde y desde qué lugar contar. Me di cuenta de que era más interesante entrelazar los casos, relacionarlos, buscar coincidencias aunque fueran un poco caprichosas. Me costó mucho llegar al momento de decir: ‘Va por acá’”, repasa Almada en la entrevista con Página/12.
–Esta es la primera vez que se mueve en un territorio que no es ficcional, quizá por eso la dificultad sobre el cómo contar estas historias...
–Sí, nunca había trabajado con no ficción, excepto por un trabajo muy corto que hice el año pasado para la revista Anfibia sobre el crimen de Angeles Rawson. Si bien es un género que me gusta y leo mucho, nunca lo había probado del otro lado, del lado de la escritura. Me sentía muy insegura, hasta dónde suelto la cosa más literaria, cuándo tengo que ser más precisa...

–La tarotista consultada en Chicas muertas, ¿es un recurso literario para enlazar las historias o existe realmente?
–Existe. Cuando se terminó la beca, pasaron dos años hasta que empecé a escribir. Dos años medio muertos porque no tenía plata para seguir viajando y entrevistar gente. Por esa época leí una crónica, El empapado Riquelme, del chileno Francisco Mouat. Entre las personas que entrevista para conocer más a Riquelme, un tipo que hacía cuarenta años que había muerto, consulta a una vidente. Me pareció muy osado, muy original de parte de un periodista y cronista usar como fuente a la vidente y confesarlo. Como estaba acá y no podía hacer nada me dije: ¿por qué no voy a una tarotista? Un amigo mío me pasó el teléfono, la llamé y a ella, Silvia Promeslavsky, le encantó la idea porque además es muy lectora. Se enganchó enseguida. Además de tirar el tarot es astróloga. Ella dice que no es vidente, tampoco médium, pero percibe ciertas cosas. Le llevé fotos de las chicas y empezó a tirar las cartas. Me daba cuenta de que me servía mucho hablar con ella. Muchas de las relaciones que cuento entre los casos salieron de esas charlas, coincidencias que yo no veía y mientras charlábamos aparecían y ella me las iba marcando. Una vez que empecé a escribir el libro mi cuestión era dónde entraba yo, de qué manera, qué cronista construía. Ella también me ayudó bastante porque insistía en preguntarme por qué quería escribir de esos casos. Me importan tanto estos casos porque yo era adolescente cuando las mataron a ellas, que también eran adolescentes. Y llegué a una conclusión que es tremenda, pero no por eso deja de ser bastante realista: yo podría haber sido una de estas chicas; esa sensación de que las mujeres vivimos un peligro constante y que una está viva porque tuvo más suerte que otras que están muertas. Todo esto surgió a partir de las charlas con Silvia, así que en ese sentido fue muy eficaz. No pensaba ponerlo en el libro; cualquier editor me iba a mandar al diablo, si le traía algo con una tarotista. Pero mi editora me dijo que el personaje de la tarotista tenía que estar. Y me parece que por cómo se armó el libro funciona muy bien.
Almada revela que en un momento se preguntó si debía contar o no que Yogui Quevedo, hermano de María Luisa, la dejó plantada en la primera cita. “Después decidí que sí, que era parte del personaje. Me fui dando cuenta de que el testigo tenía que ser también un personaje. En la ficción hay personajes y tienen que funcionar y en este libro tenía que poner aquellos testimonios que funcionan; personas que generen empatía o no, pero que provoquen algo en el lector. Alguien que no aporta demasiado no sirve más que para acumular testimonios que no dicen nada novedoso. Hay gente que tiene ganas de participar, pero después no tiene realmente algo distinto que aportar que lo que uno ya sabe. Quevedo es absolutamente un personajón. La suegra de Andrea también es un personaje, un poco más secundario, pero el hecho de que ella esté todo el tiempo con su hijo durante la entrevista –que el hijo haya tenido un ACV que casi lo mata– me hizo ver que había en ellos dos una especie de personaje de dos cabezas que me pareció muy interesante mostrar.” En los tres asesinatos hubo sospechosos, pero no hay procesados. “Yo tenía bastante claro que no iba a descubrir a los asesinos; no era la dirección que le quería dar al libro, porque siento que me excedía –aclara–. Son casos en los que ha pasado mucho tiempo –en uno treinta años, en los otros veintipico de años– y era improbable que encontrara pistas nuevas. Aparecían algunas cuestiones en las cartas que tiró Silvia, pero muchas no las puse porque era señalar a gente sin pruebas.”
–En el caso de Andrea, las cartas señalan algo por el lado del padre.
–Sí, en las cartas aparece un tipo violento. Los padres fueron sospechosos, pero nunca hubo pruebas para culparlos.
–Otra dificultad para resolver el crimen de Andrea es que se limpió la escena del crimen y por lo tanto se borraron pruebas.
–Creo que fue por inexperiencia. El policía que estaba esa noche de guardia y que fue a la escena del crimen era muy joven y acababa de entrar en la policía. Empezó a llegar gente porque justo había un baile donde estaba la hermana de Andrea y la fueron a buscar. Se enteraron en el baile y empezaron a caer a la escena del crimen, con el cuerpo todavía ahí. Llovía. Todos entraban con barro, iban y venían. En un momento el policía se sintió excedido. Ni siquiera esperó al fotógrafo de la policía y dijo: “Levantemos todo y llevemos el cuerpo de acá”. La hermana preguntó si podía limpiar porque había sangre y barro por todas partes y el policía le dijo que sí. Suena curioso... igual creo que ahora todos tenemos información por las series policiales de televisión que se han puesto de moda y sabemos que no hay que tocar nada. Cualquier prueba que podría haber habido en esa escena se borró cuando se limpió.
–¿Por qué María Fabiana, la hermana de Andrea, no quiso hablar?
–Es el único caso en que no pude hablar con un familiar directo. Ella me contestó algunas preguntas por mail, en un primer acercamiento que hice, pero después no quiso. Incluso hasta el año pasado, cuando estaba cerrando el libro, le escribí para comentarle que había entrevistado al novio de Andrea y a la suegra, que estaría bueno poder entrevistarla a ella –porque los padres están muertos–, y nunca me respondió estos últimos mails. En 2010 me contó que la familia quedó muy devastada por las sospechas que recayeron sobre ellos. Yo sabía que era complicado porque un periodista había hecho un programa especial sobre el caso y con la única persona que no pudo hablar fue con la hermana. Es lógico que uno piense que hubiese estado bueno que diese un testimonio para que ese manto de sospecha sobre la familia se corriera. También entiendo que debe ser muy doloroso revivir todo eso, que no quiere abrir esas heridas, más allá de que hubiera sido interesante, para el libro, que ella hablara.
–Todo lo contrario al testimonio que da la madre de Sarita, que es muy conmovedor.
–Sí, la mamá sigue siendo una persona con muchas dificultades económicas y con muy poca educación formal. Hasta el día de hoy continúa luchando para que se esclarezca el caso de su hija.
–De hecho, los huesos que le entregaron como el cuerpo de su hija ni siquiera son de Sarita. El ADN dio negativo...
–Y repitieron el ADN y volvió a dar negativo. Esos huesos son de alguna otra mujer que no se sabe quién es. La pregunta que ella se hace es: ¿dónde está mi hija? A raíz de un llamado que recibió un tío de Sarita hace varios años, la madre cree que la tiene una red de trata, y le habían dicho que estaba en un prostíbulo en España. Pero sin recursos económicos, nunca pudo seguir esa pista. Ella cree que su hija está viva, la hermana de Sarita cree que no. Que más allá de que esos no sean sus restos, Sarita está muerta. Además de la violencia de género, porque la hermana cuenta que el amante que Sarita tenía la golpeaba y el ex marido la había obligado a prostituirse, no está su cuerpo. Sarita, en realidad, es una desaparecida. El hecho es que hay una mujer muerta en su lugar que no sabemos quién es.
–Dos de las mujeres asesinadas, Sarita y María Luisa, eran chicas muy pobres. ¿Los crímenes de mujeres pobres se olvidan más fácilmente que el asesinato de una joven de clase media?
–Sí, a una mujer pobre asesinada se le da menos importancia. María Luisa había empezado a trabajar de mucama. Estuvo desaparecida tres días y cuando los hermanos fueron a hacer la denuncia de su desaparición les dijeron que seguramente se fue con un “noviecito”, como restándole importancia. Esto fue en 1983. O sea que todavía era la misma policía de la dictadura, algo que seguramente contribuyó a que no se le diera demasiada importancia al caso. Sarita, además, era prostituta, otra característica por la cual –además de ser mujer y pobre– la policía le dio menos relevancia. El caso de María Soledad Morales marcó un antes y un después en el tratamiento de estos casos. Si no hubiese intervenido la monja (Martha) Pelloni, no se habría esclarecido el crimen, porque se empezaba a decir que María Soledad andaba con un tipo casado. En la mayoría de estos casos termina siendo cuestionada la forma de vida de la víctima y no la manera en que es impunemente asesinada.




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