"La mujer que escribió Frankestein" de Esther Cross es un libro que relata la época en que Mary Shelley creó a uno de los monstruos más famosos.
El mundo ya era completamente redondo y todo podía,
potencialmente, circular, trazar sus derroteros por el globo; al
capitalismo no le quedaba mucho territorio por descubrir pero sí mucha
materia: se expandía y crecía hasta conquistar lo intocable, aquello que
hubiera sido difícil de imaginar hasta apenas unas décadas antes del
principio del siglo XIX. Lo sagrado: los cuerpos, los restos, los
nuestros, los de nuestros muertos, “los restos mortales” como dice la
letra ¿muerta? de los avisos fúnebres, haciéndose cargo de la hipótesis
que eso supone, una cuenta que no da cero, un saldo con la forma de algo
que no es resto ni es mortal .
La cosa es que el capitalismo había llegado a los cementerios. La razón, una de las más razonables: el desarrollo de la Anatomía devoraba carne y había florecido en un muy vital mercado que en un extremo tenía a los “resurreccionistas” –los ladrones de cadáveres– y en el otro a los cirujanos y a los profesores y estudiantes. Este, el aspecto menos morboso del negocio que tenía su otras pata en el espectáculo.
Por ejemplo, “Las Danzas de las Convulsiones Tónicas”: tomábase un cuerpo, posábaselo sobre una mesa y sometíaselo a descargas eléctricas y entonces, quienes hubieran pagado su entrada, veían como el cuerpo “danzaba”; los músculos se contraían, hacían muecas, se estiraban cuando aflojaba la corriente, en fin, parecían resucitar para el show –repugnante, sí, pero más inofensivo al fin que el mismo procedimiento pero aplicado sobre cuerpos vivos, método extendido en el siglo XX y, ay, tan frecuente en estas orillas– y algo de esa ilusión, de la posibilidad de hacer la vida, de hacer resucitar, daba vueltas en el imaginario de la época como daba vueltas el miedo al robo de los cuerpos de los seres queridos –los velorios podían durar cinco días.
Seguramente esto no pasaba sólo en Londres, pero la historia que nos ocupa empezó ahí, en el centro del Imperio, en 1797, cuando nació Mary Shelley, la mujer que escribiría Frankenstein, porque “el sueño de la razón engendra monstruos” y a veces son los escritores los que pueden darle forma, voz, a las pesadillas de sus épocas. Hace pocos meses, una escritora argentina, Esther Cross, publicó La mujer que escribió Frankenstein, un libro hermoso y fuera de serie –es difícil de calificar, no es novela ni ensayo ni biografía y es las tres cosas a la vez– sobre la escritora inglesa, su vida, el mundo en el que vivió y su criatura, ese monstruo hecho a escala gigante –en tamaño normal, explica el Dr. Frankenstein, no hubiera podido ensamblar la compleja red de nervios, músculos, tendones, venas y arterias; de los huesos no dice nada, se ve que era lo más fácil–, hecho de partes de cuerpos extraídos de una misma cantera, los cementerios.
Esa criatura le depararía la fama con la que Mary Shelley mantendría a su familia hasta su propia muerte, que quién sabe cómo habrá experimentado, ella, cuyo nacimiento fue causa de la muerte de su madre, que aprendió a leer mirando las lápidas del cementerio materno, que se enamoró del poeta Shelley a los 16 paseando entre esas mismas tumbas, que guardó una reliquia de cada uno de sus muertos –enviudó a los 25, sólo la sobrevivió una de sus cuatro hijos tanto que, cuenta Cross: “En el cementerio Protestante de Roma, en la tumba de Percy B. Shelley, hay una lápida que dice ‘Corazón de Corazones’, pero falta el corazón. El corazón de Shelley está enterrado con Mary Shelley, su mujer, a cientos de kilómetros, en la ciudad costera de Bornemouth, Inglaterra. Así que en una tumba hay una urna con cenizas incompletas y en la otra hay un corazón de más”.
La escena famosa, Mary, Shelley, Lord Byron, su médico, Polidori, y la hermanastra de Mary, Claire Clairmont, amante de Byron y tal vez también del mismo Shelley, charlando de cómo escribir una historia terrorífica, la charla que le daría origen a Frankenstein, casi no es tema en el libro de Cross, que se dedica a relatar todo lo otro, lo que cuentan los dos primeros párrafos de esta nota y mucho más, algo parecido al terreno que dio por fruto al monstruo del siglo XIX, el monstruo anatómico, y a la escritora que supo relatarlo.
Tal vez cada época tenga su monstruo. Anatómico el del XIX, mecánicos, radioactivos o extraterrestres algunos de los del XX y el nuestro está por hacerse.
¿Quién lo hará?, ¿una chica de 18, como Mary cuando escribió Frankenstein?, ¿Cómo será?, ¿Un fruto de la manipulación genética –no la soja, que ya está creada fuera de la ficción, sino de nuestro ADN, esa nueva materia de mercado– el monstruo del XXI?
Por Gabriela Cabezón Cámara
La cosa es que el capitalismo había llegado a los cementerios. La razón, una de las más razonables: el desarrollo de la Anatomía devoraba carne y había florecido en un muy vital mercado que en un extremo tenía a los “resurreccionistas” –los ladrones de cadáveres– y en el otro a los cirujanos y a los profesores y estudiantes. Este, el aspecto menos morboso del negocio que tenía su otras pata en el espectáculo.
Por ejemplo, “Las Danzas de las Convulsiones Tónicas”: tomábase un cuerpo, posábaselo sobre una mesa y sometíaselo a descargas eléctricas y entonces, quienes hubieran pagado su entrada, veían como el cuerpo “danzaba”; los músculos se contraían, hacían muecas, se estiraban cuando aflojaba la corriente, en fin, parecían resucitar para el show –repugnante, sí, pero más inofensivo al fin que el mismo procedimiento pero aplicado sobre cuerpos vivos, método extendido en el siglo XX y, ay, tan frecuente en estas orillas– y algo de esa ilusión, de la posibilidad de hacer la vida, de hacer resucitar, daba vueltas en el imaginario de la época como daba vueltas el miedo al robo de los cuerpos de los seres queridos –los velorios podían durar cinco días.
Seguramente esto no pasaba sólo en Londres, pero la historia que nos ocupa empezó ahí, en el centro del Imperio, en 1797, cuando nació Mary Shelley, la mujer que escribiría Frankenstein, porque “el sueño de la razón engendra monstruos” y a veces son los escritores los que pueden darle forma, voz, a las pesadillas de sus épocas. Hace pocos meses, una escritora argentina, Esther Cross, publicó La mujer que escribió Frankenstein, un libro hermoso y fuera de serie –es difícil de calificar, no es novela ni ensayo ni biografía y es las tres cosas a la vez– sobre la escritora inglesa, su vida, el mundo en el que vivió y su criatura, ese monstruo hecho a escala gigante –en tamaño normal, explica el Dr. Frankenstein, no hubiera podido ensamblar la compleja red de nervios, músculos, tendones, venas y arterias; de los huesos no dice nada, se ve que era lo más fácil–, hecho de partes de cuerpos extraídos de una misma cantera, los cementerios.
Esa criatura le depararía la fama con la que Mary Shelley mantendría a su familia hasta su propia muerte, que quién sabe cómo habrá experimentado, ella, cuyo nacimiento fue causa de la muerte de su madre, que aprendió a leer mirando las lápidas del cementerio materno, que se enamoró del poeta Shelley a los 16 paseando entre esas mismas tumbas, que guardó una reliquia de cada uno de sus muertos –enviudó a los 25, sólo la sobrevivió una de sus cuatro hijos tanto que, cuenta Cross: “En el cementerio Protestante de Roma, en la tumba de Percy B. Shelley, hay una lápida que dice ‘Corazón de Corazones’, pero falta el corazón. El corazón de Shelley está enterrado con Mary Shelley, su mujer, a cientos de kilómetros, en la ciudad costera de Bornemouth, Inglaterra. Así que en una tumba hay una urna con cenizas incompletas y en la otra hay un corazón de más”.
La escena famosa, Mary, Shelley, Lord Byron, su médico, Polidori, y la hermanastra de Mary, Claire Clairmont, amante de Byron y tal vez también del mismo Shelley, charlando de cómo escribir una historia terrorífica, la charla que le daría origen a Frankenstein, casi no es tema en el libro de Cross, que se dedica a relatar todo lo otro, lo que cuentan los dos primeros párrafos de esta nota y mucho más, algo parecido al terreno que dio por fruto al monstruo del siglo XIX, el monstruo anatómico, y a la escritora que supo relatarlo.
Tal vez cada época tenga su monstruo. Anatómico el del XIX, mecánicos, radioactivos o extraterrestres algunos de los del XX y el nuestro está por hacerse.
¿Quién lo hará?, ¿una chica de 18, como Mary cuando escribió Frankenstein?, ¿Cómo será?, ¿Un fruto de la manipulación genética –no la soja, que ya está creada fuera de la ficción, sino de nuestro ADN, esa nueva materia de mercado– el monstruo del XXI?
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