Desarmar la casa luego de que los padres murieron
La autora –hija única, además de escritora y editora– da nuevos significados a su historia a medida que enfrenta los recuerdos del hogar familiar. Cómo continúa la vida al quedarnos sin el resguardo y el afecto de nuestros mayores. Una nueva entrega del coleccionable que sale junto con Ñ cada semana.
Mis padres tuvieron la deferencia, o la desfachatez, de morirse en el
mismo año, con cinco semanas de diferencia. Me tocó a mí desarmar el
departamento, abrir esos cajones que nadie parecía haber abierto desde
hacía treinta años. Pensé que nunca podría hacerlo, hay que tener mucha
cintura para encontrarse con las pertenencias de los seres queridos
cuando ya no están.
Un papelito con números de teléfono, una
agenda con listas de compras del supermercado, un juego de naipes o una
boleta vieja del gas pueden convertirse en armas de destrucción masiva
cuando no se está preparado para encontrarlas. Cada objeto tiene el
poder brutal de hacernos asomar, por última vez, al empecinamiento, la
soledad, la obsesión, la pertinacia o la meticulosidad de la persona que
se fue; una ráfaga implacable que la trae de vuelta de cuerpo entero:
allí sigue estando cuando ya no está.
Yo no podía evadirme, mi
condición de hija única me condenaba irremediablemente a encontrarme
con esas nimiedades que son el testimonio más feroz de la impiedad del
paso del tiempo. Finalmente a punto de claudicar después de abrir el
primer cajón, recordé un cuento de John Berger.
La idea de la
muerte de mis padres empezó a preocuparme a la edad de cinco o seis
años. Habíamos viajado a Alemania, donde mi padre tenía la intención de
perfeccionar sus estudios de filosofía . Aquella era una Alemania
anterior al milagro económico, sin vidrieras con marcas conocidas, cuyo
paisaje urbano era interrumpido por grandes baldíos de los que en voz
baja se decía: “Allí cayó una bomba” . La asociación entre bomba y
terreno baldío prevaleció hasta mucho tiempo después de que regresáramos
a la Argentina; será por eso que hasta hoy para mí los baldíos tienen
algo de siniestro.
En esa Alemania todavía predominaban usanzas
anteriores a la Guerra o directamente provocadas por ella. Todo el mundo
vivía con lo puesto y contaba el centavo. Una lata de Nescafé era un
lujo asiático y a nosotros –mi padre se había comprado un Opel Olimpia
usado– se nos veía como a potentados un poco salvajes, malcriados y
dispendiosos. Durante las primeras semanas en Murnau, donde mis padres
aprendían alemán en el Instituto Goethe, yo pasaba las mañanas en el
aula de un colegio ubicado entre la iglesia del pueblo y el cementerio.
No entendía nada de lo que se decía.
Mis compañeros no usaban
cuadernos, sino una pequeña pizarra sobre la que escribían con un
puntero de tiza; no llevaban sus útiles en una valija, sino en una
mochila de cuero que mi madre se negó a comprarme por considerar que me
podía dañar la espalda. Antes de comenzar las clases se rezaba en la
iglesia y yo, criada en una familia estrictamente agnóstica, no sabía
cómo juntar las manos.
Todas las mañanas mi madre me acompañaba
hasta la escuela. No me dejaba en la puerta, sino allí donde, en un
recodo, se abría el primer peldaño de una empinada escalera de piedra
por la que se ascendía unos 200 metros entre arbustos de bellotas
coloradas hasta el patio de la iglesia. Una mañana me encontré con las
puertas cerradas. Di unas vueltas por el jardín del cementerio; el
terror de no saber qué hacer me hacía volver siempre al rellano de la
puerta. Tal vez grité, porque apareció una mujer por cuyas enfáticas
señas interpreté que por alguna razón era feriado.
Podría haberme
quedado allí a esperar que me vinieran a buscar, pero la idea de
permanecer bajo el frío gélido de esa mañana de diciembre me espantaba.
De modo que corrí escaleras abajo y empecé a remontar, sin aliento, la
calle por la que mi madre se había alejado. No sabía hacia dónde corría,
pero detrás de ese túnel de árboles raquíticos, detrás de la acechanza
de una intemperie sólo entrevista en la inquietud de aquellas primeras
noches de insomnio , suponía yo, encontraría a mi madre. Y así fue. Como
si me hubiera escuchado de lejos, ella también corría hacia mí.
Con
el tiempo, el miedo a quedarme sola cedió o se asordinó detrás de las
palabras extranjeras que iba haciendo propias y me abrían un sentido y
un mundo plasmados en los recovecos de mi memoria como un tiempo tan
verde como el del edén.
El miedo a la orfandad renació durante la
pubertad y, con él, una tendencia a la tartamudez que ya había asomado
incipientemente en la época en la que aprendía a hablar. Será que
frente a los miedos una se queda sin palabras; o bien, que las palabras
dan miedo porque siempre terminan por esconder su verdadero sentido. Por
eso, crecer fue siempre aprender a hablar y, luego, aprender a que se
me entendiera más allá de los endogámicos gestos y sobreentendidos
establecidos entre la trinidad familiar en mis épocas de persona adulta.
Me fui de la casa de mis padres cuando terminé los estudios,
bien lejos, expulsada por el país que, como tantas veces, no daba para
más. Pero los hijos únicos nunca se van realmente. Entre ellos y los
padres hay un lazo indisoluble, casi atávico, la mágica atracción del
número tres, fuera de él nada está completo, nada se cierra ni es
definitivo. Todo vuelve al número tres por más que el tiempo pase y se
simule vivir la vida.
Murieron en el 2008, año en el que publiqué
mi primera novela que ninguno de los dos pudo leer . Mi madre, porque
un tumor en el lóbulo frontal la había convertido en una criatura
desvalida que buscaba enhebrar palabras detrás de una sonrisa que partía
el alma. Mi padre, porque un hastío de décadas le inhibió las ganas de
seguir viviendo y había comenzado a deslizarse por una pendiente de
progresiva debilidad de la que sólo salía para pedir, siempre con el
mismo gesto de cabeza, que lo dejaran en paz.
Durante meses yo
había entrado como un fantasma en ese departamento penumbroso, sin dejar
rastros, sin que se notaran mis ganas de salir corriendo, sin moverme
demasiado por temor a deshacer la superficie quebradiza que tiene la
vida cuando los que una quiere se están muriendo. Los hechos, mientras
se viven y aparecen sin prevención, no parecen tan dramáticos; a veces
pienso que son más terribles en la mirada retrospectiva o al darles
forma en palabras, porque cada minuto de pena trae su alivio, cada dolor
su paliativo y cada tragedia su farsa. Por ejemplo, aprendí que lugares
comunes como “no somos nada” o “mañana será otro día” revelan, detrás
de su cuota de banalidad, la fruición de un súbito consuelo porque
pertenecen a esos pequeños rituales que logran suspender el tiempo y
señalar una pertenencia.
De sus varias estancias en el exterior
mis padres habían acumulado muchos más objetos de los que cabían en los
117 metros cuadrados del departamento de la plaza Vicente López. Siempre
habían querido mudarse, pero el momento nunca llegó, de modo que
roperos y placares rebalsaban de seis décadas de matrimonio a los que
se agregaba, luego lo descubrí, mi propia infancia.
Me tocó
levantarlo, deshacer sus vidas y parte de la mía; la que fue y la que
podría haber sido. El hecho de abrir cajones llenos de objetos que
acaban de perder su razón de ser es una de las experiencias más
radicales de la devastación ; peor cuando se es hija única. Los objetos
que un muerto guardaba en un ropero, un botiquín, una biblioteca o una
alacena acaparan, uno a uno, la perfecta representación de su vida
cotidiana más íntima y más entrañable. Nos convierten en testigos
únicos, tristemente privilegiados, dueños caritativos de la decisión de
hacerlos desaparecer o donarlos, regalarlos, evitar a toda costa que se
conviertan para otros en un incordio.
Durante meses me dediqué a
desfragmentar capas geológicas de fotografías, telares a medio hacer,
relojes pulsera y despertadores, juegos de porcelana sin usar, agendas,
vajilla, ropa, costureros, abrecartas, mi primer cuaderno, mi primer
diente de leche , mis primeros aritos, mis cartas de Alemania y demás
intrascendencias. Los 6.500 libros de mi padre fueron a parar a la
Universidad de Tucumán, armé 24 cajas con sus manuscritos y sus clases
de historia de las religiones que ahora guarda una amiga piadosa, regalé
los muebles y doné el resto. Me quedé con algunas cartas, algunas fotos
dedicadas y un juego de porcelana belga . Algún día habrá que decidir
qué hacer con ese resto. Intuyo que ese día no va a llegar muy pronto.
Lo
llamativo de ese pasado, que ahora sobrevive en casa de primos, amigos,
conocidos y personas que no conozco, no hacía que yo sintiera lo que se
siente en el hecho de dar, sino más bien lo contrario, una secreta
gratitud, un alivio recóndito : la felicidad de que los objetos
permanezcan en la vida de otros.
Y aquí viene a cuento el relato
de John Berger cuyo tema era, si se quiere, el adiós ya no a los
muertos, sino a sus pertenencias, a las huellas domésticas de su paso
por la vida. El narrador visita a un amigo a quien acaba de morírsele la
mujer. Por toda la casa hay rastros de ella, el color del marco del
espejo que pintó , la disposición de la cama del dormitorio, los
rododendros en flor del pequeño jardín. El amigo ha donado todo lo que
le pertenecía con mucho empeño, ocupándose de que, ya por necesidad o
por cariño, cada elemento fuera recibido por alguien capaz de darle un
uso específico. Sin embargo, no ha podido desprenderse de unos dibujos
de plantas que la muerta realizó a lo largo de los años. No les veía el
valor que podrían tener para un tercero. Entendiendo su desolación, el
narrador le dice que los clasifique. Nada más que eso: que los
clasifique.
Yo leí ese relato mientras deshacía el departamento de
mis padres. Ahora no sé si mi interpretación da con el sentido que
quiso darle Berger, pero en aquel momento comprendí que esa
clasificación, que implicaba preparar los dibujos de la muerta para un
destino eventual, era la manera más humilde de poner en orden la vida
que se fue y la vida propia. Eso me ayudó a aceptar lo que con creces se
resiste a ser aceptado: la finitud. La nuestra y la de los otros.
Gabriela Massuh es escritora argentina. Directora de la editorial Mardulce. Es autora de las novelas "La intemperie" (Interzona) y "La omisión" (Adriana Hidalgo)
Estos textos fueron publicados en la sección "Mundos íntimos" de Clarín, durante 2012.
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