Un verso se escurre entre los dedos del presente: “Son los seres que fui los que me aguardan”. La hechicera asombra. La luz de su mirada, tan intensa y magnética, parece de otro mundo. Enmascarada en los pliegues de otras horas, la alquimista que nació en Toay, La Pampa, con el sol en Piscis y ascendente en Acuario, regresa bajo las encarnaciones de esos seres que fue: “la niña clara y cruel de la alegría”, “la niña de los sueños”, “la niña de la soledad”, “la niña de la pena”, “la niña del olvido”, “la niña eterna”, “la niña del espanto”, “las fugitivas niñas de la sombra”. Todas estas niñas y algo más, mucho más. Como la poesía, Olga Orozco es “un organismo vivo, rebelde, en permanente revolución”. En las mil y unas caras de Orozco, perduran memorables piezas periodísticas de su labor en la revista femenina Claudia, donde se probó el ropaje de ocho seudónimos. Así fue la desopilante Valeria Guzmán del consultorio sentimental con las lectoras; Martín Yanez para sus agudas críticas literarias, Sergio Medina para las notas sobre avances técnicos o sobre estrellas de Hollywood como Marilyn Monroe; Richard Reiner para los artículos esotéricos; Elena Prado o Carlota Ezcurra para crónicas de la vida social; Valentine Charpentier para escritos biográficos y de viajes, y hasta el desafortunado Jorge Videla para algunos textos sobre tango o temas considerados “masculinos”. Dos esperadísimos libros permiten explorar el mosaico orozquiano: su Poesía Completa (Adriana Hidalgo), edición cuidada por Ana Becciú con excepcional prólogo de Tamara Kamenszain; y Yo.Claudia (Ediciones en Danza), compilación de su obra periodística (1964-1974) en la revista homónima, con investigación y prólogo de Marisa Negri.
Copiosos frutos se despliegan de la mano de la hechicera. La Poesía Completa recoge los once poemarios que publicó Orozco; empieza con Desde lejos (1946), el primero, y para dicha de los lectores se incorpora a este inventario esencial un libro póstumo, reunido bajo el título Ultimos poemas, además de tres ensayos en los que expresa sus ideas sobre la literatura y la creación poética, y evoca su vida. Resulta imposible leer “Anotaciones para una autobiografía” sin esbozar, por momentos, una sonrisa. “Cuando chica era enana y era ciega en la oscuridad. Ansiaba ser sonámbula con cofia de puntillas, pero mi voluntad fue débil, como está señalado en la primera falange de mi pulgar, y desistí después de algunas caídas sin fondo. Desde muy pequeña me acosaron las gitanas, los emisarios de otros mundos que dejaban mensajes cifrados debajo de mi almohada, el basilisco, las fiebres persistentes y los ladrones de niños, que a veces llegaban sin haberse ido.” En el preciso instante en que se parpadea para saltar hacia la próxima línea, la poeta desecha el registro juguetón por una emoción contenida. “No tengo descendientes –se lee hacia el final–. Mi historia está tatuada en mis manos y en las manos con que otros me tatuaron. Mi heredad son algunas posesiones subterráneas que desembocan en las nubes. Circulo por ellas en berlina con algún abuelo enmascarado entre manadas de caballos blancos y paisajes giratorios como biombos. Algunas veces un tren atraviesa mi cuarto y debo levantarme a deshoras para dejarlo pasar. En la última ventanilla está mi madre y me arroja un ramito de nomeolvides.”
Olga se marchó presintiendo que no regresaría. Eso recuerda Ana Becciú. Antes de internarse en una clínica, en mayo de 1999, para someterse a una delicada intervención quirúrgica, la poeta dejó sobre su mesa de trabajo, en el cuartito más retirado de su departamento de la calle Arenales, que le servía de escritorio, dos carpetas caratuladas “A” y “B”, y siete hojas con poemas mecanografiados y rubricados, abrochadas en una cartulina en cuyo dorso, escrita de su puño y letra, había una lista de doce títulos de poemas. Esos poemas estaban bien a la vista, como inmensos retazos del porvenir. La carpeta “A” contenía todos los poemas de la lista en proceso de escritura. La carpeta “B”, en cambio, los agrupaba mecanografiados y firmados por ella, como dándolos por terminado. En la hoja que abría la carpeta “A” había escrito, a modo de título, Ultimos poemas (ver aparte). El mal presagio se cumplió cuando los ojos de Orozco se cerraron el domingo 15 de agosto de 1999. “Reunir una obra poética supone que un hilo invisible la fue encuadernando durante años y que sólo queda hacerlo evidente –postula Kamenszain en el prólogo–. Es el identikit de una voz que desde lejos nos convoca a actualizar todos los libros en uno nuevo.”
Con esta boca, en este mundo
La impronta surrealista que se apodera de la poesía de Orozco, plantea Kamenszain, se inscribe sobre lo que retorna en forma compulsiva –“son los seres que fui los que me aguardan”–, dando cuenta de los avatares de una subjetividad. “Lo que Orozco comparte con el surrealismo es un asombro en relación con el descubrimiento del inconsciente. Ese que Breton, diferenciándose de Freud, definió como campo magnético de asociaciones cuyo registro se logra a través de medios automáticos”, subraya la prologuista. “Imbuida de ese asombro que multiplica la que fui en una diversidad de seres –todos en uno repitiendo los mismos llantos, los mismos deseos, los mismos ademanes– estaría lanzando a rodar, a partir de 1946, una pregunta poética con relación al tiempo de la subjetividad que ya de entrada alude a la muerte. Siguiendo ese hilo investigativo que abre la pregunta, se puede ir viendo cómo la cualidad de las alusiones a la muerte va cambiando a través de los diferentes libros, al mismo tiempo que cambia el modo en que la hablante se concibe a sí misma –explica Kamenszain–. Si empieza aferrada a la díada yo-tú para dar cuenta del otro mundo a través de una boca que se sitúa lejos, después se irá acercando a éste para adueñarse definitivamente del presente (“con esta boca, en este mundo”). Un presente donde la muerte de los otros entendida como recuerdo deviene la marca de una experiencia actualizada con los otros.”
Volver sobre los poemas de Olga Orozco es como acariciar un talismán. Hay unos versos, los primeros de “Si me puedes mirar”, en Los juegos peligrosos (1962), que marcarían el principio de un acercamiento entre el otro reino (lo que “no puede ser mirado”) y este mundo. “Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,/ quien derriba la noche como un grito y la tira a tus pies como/ un telón caído”. “Ahora el tú es madre y el yo es hija, nada más cercano a este mundo aunque entre ambas medie la muerte (o justamente por eso) –analiza Kamenszain–. Porque se trata de una muerte inscripta en la experiencia, no en la idea. La hija atestigua con su cuerpo la experiencia de la muerte materna. Por eso se atreve a llamarla, aunque no esté (...). La madre que no está, está sin embargo cosiendo en tiempo presente la lastimadura del corazón de la hija. Una tarea que no puede no ser exitosa. Cuarenta y dos años después del primer llamado, los últimos versos de Con esta boca, en este mundo retoman la repetición. Y esta vez la insistencia traumática alude a la vida: “Madre, madre,/ vuelve a erigir la casa y bordemos la historia./ Vuelve a contar mi vida...”. En el ensayo “Alrededor de la creación poética” –que Orozco leyó cuando recibió el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes en 1980–, arroja una definición, cuyo desencanto está en consonancia con el poder restringido del lenguaje y todo el precario sistema de la condición humana. “El poema: un instrumento inútil, una proyección del acto creador que fue descubrimiento, un pálido mapa el territorio de fuego que se atravesó”. Y, sin embargo, nunca desertó de la tentativa “perversa y malsana” de la poesía. Confiaba en que al lector le corresponde instalarse frente al poema, para “rehacer a través de ese mapa su propio territorio de fuego, retomar el camino de su revelación”.
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http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-24439-2012-02-24.html
Me gusta mucho la literatura de Orozco y no tenía ese dato de sus seudónimos.
ResponderEliminarGracias.
:)
Es muy linda su poesía! :)
ResponderEliminarGracias por pasar Emilia!
beso grande!