sábado, 6 de agosto de 2016

LUCRECIA MARTEL: UN POZO SIN FONDO





     Me aferré a un malentendido porque es bonito viajar un día entero por un encuentro que pende de un hilo, sobre todo si es con Lucrecia Martel, a quien quise conocer una tarde de hace quince años, cuando al apagarse las luces del cine oí unas sillas arañando el suelo y el ruido de unos hielos. Yo estaba sola y me quedé pasmada. Me ha sucedido otras veces, con otros directores pero no de la misma manera. Pienso en Enduring Love (Roger Mitchell), de cuyo arranque no se recuperan ni los personajes como si la historia se contaminara de lo que está narrando y al soltar amarras fuera cada vez menos interesante. O en la brutal apertura de Armonías de Werckmeister (Béla Tarr) en la que unos borrachos gravitan en torno a otros replicando el orden del universo. Detenido el baile, se me hizo un plomo, si no fuera porque alguien me invitó a verla como una gran película de zombis. Fue pensarlo y empezar a reírme.
En La ciénaga, en cambio, me tragó la pantalla y la boca se me llenó de moscas. Luego vi La niña santa, que era como estar en casa y me encantó La mujer sin cabeza, quizás la más elíptica de todas, pese los detalles que hay en cada plano. No soy de las que cree que Lucrecia Martel tenga una sola película. Tras hablar con ella, incluso dudo de que sea una directora de cine. Para mí es una pensadora, alguien que me da claves para interpretar el presente y me abre otros interrogantes. No en vano, accedió a conversar conmigo siempre que no fuera de Zama, su cuarta película, ahora en posproducción. “No puedo decirte nada. No por mala voluntad, es que todavía no sé lo que es. Por lo demás, conversar me encanta, sobre todo si no es de cine”, me contesta en un primer mail.
Tras cenar en Salta y dar un largo paseo en coche, acordamos seguir charlando por escrito.
Lucrecia, para romper el hielo: yo estudié en la misma ciudad en la que nací así que me fijo mucho cuando otros visitan sus pueblos o ciudades de origen, donde los dormitorios ya hacen de trastero y ellos están sin estar. La mayoría se ahogan rápido y quieren irse, pero tú no me diste esa sensación cuando nos vimos en Salta y eso que, por lo que decías al volante, ha cambiado mucho. Quería saber qué te atrae de ella como para que aparezca en todas tus películas y ahora quieras instalarte definitivamente ahí.
LUCRECIA MARTEL: Desde que he decidido mi regreso a Salta, alguien que lea esto y descubra que es un movimiento de sólo 1700 km puede que no se tome esta nota en serio, pero para mí regresar ha sido un pensamiento diario. Desde 1989 hasta el 2016, siempre por razones distintas. Entre 1989 y 1996, los motivos se basaban en cierta sensación de traición a estar en la periferia. Colaborar con un diseño de país que hasta en el manual más conservador de historia se veía como una desgracia. Y yo del conservadurismo andaba huyendo. Entre 1997 y el 2000, fue un sentimiento de claridad meridiana.  Si intento explicar sólo digo cosas difusas. Fue así:  yo andaba buscando locaciones para algo que quería filmar en Salta. Me fui por la ruta 68 hasta el pueblo de Guachipas. Me parecía que podía servir. Una noche de ésas, sentada en una galería que se elevaba como 60 centímetros por encima de la calle, donde la gente solía ir a tomar cerveza negra, alguien dijo algo que no recuerdo. Había un fondo de radio modesto. La chiquita sentada en el borde de la galería trataba de hacer coincidir una cosa de plástico diminuta en una hendija de los adobes de la columna. Una camioneta pasó despacio. Desde el lugar del acompañante, la chica miró de reojo a los que estábamos sentados, buscando a alguien, me imagino. En ese momento un chico de unos nueve años cruzó a toda velocidad en una bicicleta que le quedaba enorme y lo obligaba a un pedaleo raro, porque para hacer bajar el pedal que se iba para arriba, tenía que dar un pequeño salto. Subió la vereda de la plaza y se perdió en esa oscuridad. Todo lo que yo hiciera ahí, tenía sentido, sentí o pensé o vaya a saber qué proceso físico mental es ése, pero era tan preciso como cada centímetro de lo que me rodeaba. Del 2001 al 2008 filmé tres películas en Salta, pero seguía viviendo en Buenos Aires. El cine me hizo viajar bastante por el mundo, más bien por ciudades y tuve oportunidad de radicarme en algunas de las importantes para el cine, pero me sentía pobre, y desistía. En el 2010 aguanté una tormenta en el río Paraná, en un barquito y entendí la frase de la Biblia: Dios habló en la tormenta. No me habló Dios, pero entendí la frase, y no tuve miedo. Leí en ese viaje la novela Zama. Desde el 2010 al 2016, estuve tratando de hacer Zama y diciendo, como Zama, que ya faltaba poco para irme. Pero no volvía. Me enfermé. Me curé, creo. Vine a Salta a recuperarme. Un día caminando por la calle Córdoba, me dio hambre y paré a tomar un café con leche en una panadería que tenía dos mesas. La dueña me hizo señas que espere un poquito, estaba hablando por celular. Por la ventana se veía un pedazo de una pared pintada de rosa, unos cables de luz en total contradicción con cualquier norma de seguridad, y el techo de los autos estacionados. Todo lo que yo hiciera ahí, tendría sentido. Ahí empecé la mudanza.
Yo siempre pensé que mi sentido de culpa era efecto de crecer en un país católico pero empiezo a tener dudas de si no me viene de un best-seller de cuentos infantiles de Gianni Rodari donde cada vez que un niño hacía algo mal debía pegar dos bofetadas a un policía. Ésa era la multa, pegar al otro. ¿Recuerdas la primera vez que leíste algo que te marcase? Me refiero a esos momentos de ruptura que suceden en la infancia, aunque igual contigo no estaba en los libros.
LM: Recuerdo con total precisión cuál fue esa primera lectura. Pongo ese evento como fundador del Antes y Después en el tiempo de mi vida. De la misma manera que algunos con seguridad meridiana marcan el inicio de la Historia con la aparición de la escritura. Tendría unos 6 años. Estaba aprendiendo a leer. Ya conocía todas las letras, sería el final del invierno. Pero no podía fluir en la lectura porque chocaba con terrible frecuencia en una letra. La letra e. Terrible frecuencia como se ve. Y tuve una iluminación: tenía que acordarme para toda la vida de ese momento. El momento en el que memorizada la letra e. El fin de una pesadilla. Pasaría a integrar un mundo vastísimo: el mundo de los que leen. A partir de ahí ejercí esa voluntad de recordar. Sin duda la experiencia iría generando una memoria involuntaria, pero en ese momento no lo sabía, o era despreciable, y todo lo que me rodeaba me pertenecería para siempre. 
¿Dirías que la literatura influye en tu modo de filmar?
LM: Los cuentos, los fragmentos de diálogos, la narración oral en general son el inicio de la escritura de un guión.
En la cena del otro día me diste a entender que te cansaste de Borges. Me gustaría que ahondaras más en esto...
LM: Más bien de los imitadores de Borges.  A fines de los 80, era una moda muy extendida entre los varones veinteañeros hacer elucubraciones laberínticas, ir detrás del otro que es uno, inventar poetas, seudónimos, enloquecerse con los cuchillos, con los objetos infinitos, en fin. Quizás venía de antes esa tendencia. Pondría la responsabilidad del inicio de mi atracción lésbica a la huida del borgianismo masculino. Y así fui a dar con Silvina Ocampo. Y hago responsable a las imitadoras de Alejandra Pizarnik de mis dudas sobre la atracción lésbica. Y sin duda nombro responsables absolutos del inicio de mi libertad sexual y en general libertad, a Marosa di Giorgio recitada por Batato Barea, a Alfonsina Storni recitada por Humberto Tortonese y a cualquier cosa que recitara Alejandro Urdapilleta. La poesía recitada, y en líneas generales la voz, ha sido mi debilidad siempre. Alguien me hizo notar un cierto fetichismo por el pelo en mis películas, también puede ser, no sabría a quién responsabilizar por eso.

Se olvidan de ti y te dejan 10 horas en la biblioteca de Bioy Casares y la citada Silvina Ocampo. ¿Qué te retuvo tanto tiempo?  (¿O escuché mal y fueron dos horas?)
LM: Quisiera aclarar con auténtica vergüenza que no soy una lectora respetable, y que mi cultura literaria es bastante limitada.  Sé ver las oportunidades, a veces, muy pocas veces. Estaba haciendo un documental por encargo sobre Silvina Ocampo, yo no era responsable del guión, justamente por esa ignorancia que ya he declarado. Nos permitieron entrar al estudio de Silvina, que estaba con evidencias claras de un intento de embalaje abortado prematuramente. Con certeza no muy revisado. En una repisa, sobre la estufa a leña encontramos unas cintas de Geloso, con grabaciones muy descaradas de Borges y Bioy, con Silvina Ocampo recitando poemas y cantando canciones de cuna. Pero un día fui sola, llegué a las 11 de la mañana, me dejaron pasar como tantas veces. La autoridad por ese entonces de la casa era una enfermera de un rubio sospechoso, alta y fuerte. Capaz sin duda de bañar a alguien en su propia cama sin mojar el colchón o empujar sillas de ruedas cuesta arriba por el pasaje Schiaffino, donde quedaba el edificio. Muy enérgica pero de mala memoria. Porque me encerraron en el estudio de Silvina y estuve ahí unas 10 horas olvidada. Entre las muchas cosas, en una caja encontré un cuaderno donde Silvina recortaba y pegaba notas policiales de corte sexual, avisos picarescos, en fin, cosas en las que todos nos detenemos antes de olvidarlas.
Se ha discutido mucho sobre el fin de la novela y Ricardo Piglia llegó a decir que el cine era su sustituto natural. ¿Qué piensas al respecto?
LM: Con envidia insana, asisto a las conversaciones de los fanáticos de las series norteamericanas. Es claro que ese formato es el que más se adecua a la administración del tiempo de los espectadores. Y observo en la maestría indiscutible de esas series, una debilidad que no sé en qué radica exactamente. Pero cuando la gente habla de las series dice mucho primera temporada, cuarto capítulo, segunda temporada, ya vi la sexta temporada, viene la octava temporada, y la conversación la mayoría de las veces no va más allá de tenés que ver ésta o esta otra y el asunto de en qué temporada está. Agradezco, porque soy agradecida, todo lo que nos hace conversar. ¿Si esas conversaciones eran más arriesgadas con el cine y aún más con la literatura? No sé. Pero sí creo que hay un consumo furtivo, tan extendido tan compartido, que a veces todos tenemos nostalgias de una marca de chocolate que nunca comimos. Quiero decir que hay que estar atentos a lo que nos une. Las narraciones sean de la naturaleza que sean, van tejiendo esa membrana que metamorfosea al individuo en una alimaña mayor, llamémosla comunidad. El apetito por la narración es un apetito por el tiempo, por ordenarlo, darle un sentido. No creo que el cine, ni la literatura ni las series tan famosas sean el único lugar para esa práctica de crear el tiempo. Los videos de YouTube, quizás estén ocupando más ese lugar y ahí los géneros se multiplican geométricamente, la humanidad revela su monstruosidad maravillosamente.
Pasan años entre tus películas.  ¿Te lo piensas mucho o es que estás en otras cosas?
LM: Los intervalos siempre son mayores al tiempo en que surgen los deseos de filmar y logro concretar una película. No sé bien a qué se debe. Soy lenta o distraída.
Mencionaste que lees ensayos científicos. ¿Qué buscas ahí, en lo científico? Me llama la atención ese interés en relación a cómo sitúas a tus personajes en el entorno, que para mí está muy presente.
LM: Hay una petulancia en muchos textos científicos que me conmueve. La gente que cree que el mundo es de una sola manera y que hay que descubrirla. Esa agonía me interesa mucho. Tengo un tomo suelto de Oftalmología del siglo XIX. No tiene ni una sola imagen. Todo es descrito con minuciosidad. Es un libro enloquecedor. Por supuesto que la física del último siglo, tan vibrante, ha ido modificando su estilo narrativo y hoy está más cerca de otros géneros literarios: la ciencia ficción, el haiku, en fin.  Mi favorito, no es exactamente científico pero es rigurosísimo, es un manual de tintorería francés: Manual del Tintorero. Un gran título, donde el tintorero explica su arte. Y uno de los pasajes más emocionantes es el orden a seguir antes de limpiar la pieza, el detalle de sacar los botones, desarmar algunas costuras, el tipo de manchas, cómo sacar las manchas de sangre. En el libro abundan las palabras mordiente y mucílago, cosa que agradezco. Me interesa mucho la ciencia y ese incesto tan raro con la tecnología que a veces es la madre y otras la hija.
En un ensayo sobre Copi, César Aira cita una teoría de George Berkeley (¡las cadenas son cada vez más largas!) que dice que lo único fiable es el tacto. “La visión nos engaña a menudo, sirve para calcular el espacio que nos separa de las cosas, es decir, para calcular el tiempo que tardamos en tocarlas y confirmarlas.” Su conclusión es que no vemos otra cosa que tiempo. Es bonito aunque me desconcierta. ¿Qué opinas?
LM: Creo que cada uno de nosotros inventamos algo que nos permita dudar de la realidad, tan contundente, en la que nos han educado. Encontrar las grietas. Y en general lo afirmamos sobre alguno de los sentidos. Yo creo que la visión nos engaña, porque no sé cuándo, pero hemos dirigido la mirada hacia el futuro y la espalda hacia el pasado. La flecha del tiempo partiendo desde los ojos. Entonces el presente es el cuerpo, este es lo único atractivo de esa teoría pero no se detienen en eso. Para mí, mi muleta, mi silla de rueda, es el sonido. Te obliga a un esquema de tiempo donde la flecha deja de tener un sentido. El objeto que emite sonido lo hace en todas direcciones y el sujeto lo recibe con todo su cuerpo, no sólo con los oídos. Obliga a pensar en un sujeto más atento que el que se impone sobre los objetos con su mirada. En un esquema de una persona mirando, la flecha va del sujeto al objeto, en cambio cuando el esquema intenta representar la escucha, la flecha va del objeto al sujeto. Me gusta ese sujeto más sumiso, en un tiempo más ajustado a su memoria, a sus deseos de futuro, pero sin el maligno orden de la línea, del sentido unívoco.
Stanislaw Lem se enfadó un poco con Tarkovski porque dijo que su Solaris era un drama ruso que no tenía nada que ver con la novela. ¿De qué crees que depende una buena adaptación?
LM: De no intentar adaptar. De entender la experiencia del lector que ha quedado atrapado por una novela y transmitir eso, no la novela.
¿Y por qué adaptar Zama?
LM: Pese a estar ambientada en el siglo XVIII, la novela pone al tiempo presente, que es el único tiempo del cuerpo humano por encima de todas las apreciaciones del tiempo.
Esta insistencia en el presente más absoluto, la relaciono con lo que me dijo Rosi Braidotti en otra entrevista, cuando hablábamos de que en el capitalismo avanzado, escapar de la velocidad ya era un asunto político. Según ella, los iPhones y coches de última generación nos roban el tiempo porque la función de la mercancía es asegurarse de que nunca coincides con el presente, de que estés siempre detrás, pendiente de lo próximo.  Sabiéndolo ¿cómo creamos tiempo, en vista de que no lo tenemos? Ella dice que la única forma es convertir en positivo todo lo negativo, como hizo Virginia Woolf, que siendo una mujer tan vulnerable y cíclica, estaba muy abierta a la intensidad de la vida y a su violencia. Me habló de su paseo por Oxford Street en 1930, rodeada de autobuses, gente y ruido. Con la escritura, ella consigue transformar ese caos metálico en un conjunto de sonidos que son colores, impresiones, escaba en ese espacio y lo reorganiza de modo que en la velocidad encuentra la quietud. Pienso que esta idea suya aplicada a este ejemplo es una visión interesante.
LM: Coincido. Soy lenta por incapacidad de renunciar a ese placer. Pero me gusta la velocidad también de ciertas cosas. Me gusta la tecnología que inevitablemente es velocidad en aumento. Creo que hay que elegir la velocidad que sea más elegante para cada asunto. En enero de 2010 navegamos destino Asunción, no pudimos llegar. Dejé el barco a 1200km río arriba. En Corrientes. Lo traje de vuelta en el 2013. En ese viaje por el Paraná íbamos a la velocidad de una persona caminando. No era la velocidad correcta, nos costaba la elegancia. Éramos tres mujeres, parecíamos un barco de trata. Hicimos en un mes y medio lo que a un auto le lleva 11 horas. Sin embargo, llegando a las ciudades por el río, lentamente, las convertía en joyas inexplicables. Lo comprobé cuando fui en auto por la ruta que unía a esas mismas ciudades. No las puede reconocer.
Entonces sabes navegar. ¿Conoces la obra de Bas Jan Ader? Me fascina el vídeo de él bañado en lágrimas y en el que lee esa noticia en la que un niño se extravía por acercarse demasiado a las cataras del Niágara, mientras se interrumpe dándole sorbos a un vaso, y que finalmente todo acabe en un naufragio por querer revertir el orden de la conquista yendo del nuevo mundo al viejo, que es el otro regreso...
LM: Sí lo conozco y tuve la fantasía del barco a la deriva para morir, pero no como una obra sino como una fuga de las salas de terapia intensiva y sus ruidos de respiradores y monitores cardíacos, aunque adoro las enfermeras. El año pasado vendí mi barco, y el tiempo me ha vuelto a una idea de los trece años: el desierto de la puna. Morir caminando, como los burros de la puna, caer deshidratados, mirando un cielo difícil de ver en otras partes, comprendiendo con humildad que estamos en la cubierta de un planeta que navega un universo inmenso, incomprensible. Ah, pero qué noche, qué silencioso el viento.
 La ilustración de portada es de Luis Paadin.
Fotograma de Zama , estreno previsto en 2017.  Foto de Verónica Souto por cortesía de Rei Cine.
A propósito de Calvino, dice Lucrecia Martel: “Antes regalaba mucho Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Después regalé mucho La historia de los animales de Claudio Eliano. Últimamente he regalado libros que no he leído”.
Flyer anunciando In Search Of The Miraculous, 1975, de Bas Jan Ader.


martes, 2 de agosto de 2016

Trabajo sucio

Encarnación Gutiérrez Rodríguez es socióloga, migrante española en Alemania, y estudia las relaciones entre las empleadas domésticas y sus empleadoras en contextos urbanos y profesionales. La dimensión del afecto y la corporalidad puesta en juego en las tareas de la casa, ponen de manifiesto la cadena de cuidados que siempre queda en manos de las mujeres y replica una lógica social donde la feminización del trabajo llegó para instalarse.
Por Flor Monfort

Encarnación habla en un español fluido pero algo extraño; si bien nació en Alemania vivió en España durante su primera infancia y escolarización, allí donde la lengua se graba a fuego en la mente y el pensamiento define su matriz esencial. A los ocho años su familia se instaló en Frankfurt y desde entonces vive allí, ahora como doctora en Sociología y profesora de Sociología teórica de la Universidad Justus-Liebig. Siempre investigó temas relacionados con género y trabajo pero tal vez el más interesante es el que intenta desentrañar el vínculo entre empleadas domésticas y sus empleadoras en el contexto alemán, donde la mayoría de las trabajadoras además son inmigrantes y no siempre tienen documentos. Además fundó el Feminisation of Labour Research Network y habla de la feminización del contexto laboral como fenómeno global. “Mis padres son andaluces y llegaron a Alemania en los `60, cuando existían políticas de reclutamiento de mano de obra que se denominaba “poco calificado”. Empezaron después de la Segunda Guerra Mundial, y con la demanda fuerte de posguerra se empezó a reclutar trabajadores de los países mediterráneos. Ellos llegaron cada uno por su cuenta, se conocieron en Alemania y se casaron allí. Mi madre era modista y mi padre era albañil. Nací en un pueblito muy chiquito cerca de la frontera con lo que era Checoslovaquia, y cuando era bebé volvimos a España y pasamos allí los primeros ocho años de mi vida para luego volver a quedarnos. Afortunadamente, la comunidad de españoles en Alemania estaba muy bien organizada, es la inmigración a nivel obrero más grande y más politizada que se produce. Las organizaciones que se forman en ese momento tienen mucho que ver con el movimiento antifranquista que encontraron un espacio donde desarrollarse”, cuenta sobre sus orígenes y las discusiones que se daban en su casa, siempre sobre ese juego de espejos que se desdoblan cuando la identidad tiene influencias tan diferentes y crecer es un poco hacerse un lugar donde no está planificado que lo tengas. Como mujer y como migrante. Sin embargo, reconoce Encarnación que la suya es una situación de privilegio en el contexto cada vez más apremiante del neoliberalismo y las políticas migratorias de Europa. Ella misma trabajó primero como maestra de idiomas y después de mucho tiempo tuvo la oportunidad de hacer su doctorado dentro de un programa subvencionado por la Asociación de Investigación Alemana llamado “Cambio social y operaciones de género”. Allí estudió a las mujeres migrantes profesionales que se organizan en grupos interculturales no en base a la nacionalidad sino a su estatus político y que asumen cargos líderes dentro de organizaciones culturales políticas, lo que denomina “Mujeres inmigrantes intelectuales sobre subjetividades en la época de la globalización”. “Se publicó en el `99, no está en español pero sería bonito traducirlo porque son historias de vida: planteo allí que estas mujeres se han entrenado para ejercer posiciones profesionales pero viven dentro de la sociedad alemana un no reconocimiento de su educación y de su capacitación, es decir que son percibidas como extranjeras. El término que se utiliza mucho es Ausländerin, que es “fuera del país” y se utiliza para los no alemanes. Estas mujeres intelectuales orgánicas, pensando en Gramsci, son mujeres que tienen esa trayectoria migratoria, que tienen posiciones profesionales y a la vez pertenecen a un grupo social que vive una discriminación, y ellas enfrentan esa discriminación como portavoces de ese grupo.

¿Cómo son esas discriminaciones?

-Existen estudios que problematizan el sujeto de la inmigración y muchos específicamente sobre las mujeres migrantes, pero siempre dentro de una perspectiva de sus nacionalidades: turcas, italianas, etcétera, pero no existe uno que trascienda esas afiliaciones étnicas-nacionales y que se base en el hecho de ser inmigrantes. Y lo cierto es que estas mujeres ya trabajan en un ámbito intercultural o transcultural, y es lo que planteo con ese trabajo. Hablo de la autonomía de esas mujeres, cómo manejan sus vidas, y planteo la noción de subjetividad, marcada en el sentido en que ellas se definen como “fuera de” estando dentro, y mi trabajo las plantea como sujetos de su vida, sujetos de historia. También indago en cómo esas políticas las ve como extranjeras y como mujeres, lo cual tiene una especificidad a nivel social. Me parece importante decir que ellas no son víctimas, hay situaciones de violencia estructural que las hace sufrir discriminación pero también se organizan. Las políticas migratoras persiguen a estas mujeres aún siendo ellas parte de las naciones a las que migraron.

¿Quienes participaron de su estudio?

-Había mujeres turcas, marroquíes, españolas, griegas e italianas. Todas profesionales de diferentes ámbitos: periodismo, académicas, estudiantes de medicina y derecho. Todas habían participado de niveles altos de educación, no todas eran de familia obrera, algunas eran de clase media. El género y la migración siempre está visto de un modo estructural pero no de cómo se organizan esas vidas y sus propias micropolíticas contra la discriminación del Estado, que las percibe como extrañas. Yo intento tematizar eso en un momento en que fue realmente innovador hacerlo, jamás se había hecho de esta manera. Entonces volviendo a tu pregunta, la discriminación es a nivel de la representación: personas preparadas terminan jerarquizadas como alguien que no tiene estudios, prácticamente obligadas a hacer trabajos mal remunerados.

Ahí es donde investiga la situación de mujeres latinoamericanas, aquellas que han migrado buscando oportunidades y tienen que terminar trabajando como empleadas domésticas.

–Sí, muchas llegan a Alemania con proyectos de estudio, de sacar un posgrado y hacer una trayectoria profesional y se ven con una situación en la cual sus estudios no son reconocidos. Llegan al país con un sistema de permiso de tres meses pensando en quedarse más tiempo a través de un trabajo y no lo consiguen por las trabas que se le presentan, y se vuelven indocumentadas. Al no tener papeles se te estrecha mucho el acceso al mercado laboral. Los hogares privados que emplean a trabajadoras domésticas son uno de los pocos sectores donde quienes están sin papeles consiguen trabajo. Hay algunos países que ahora han cambiado el visado pero es muy difícil. Cuando trabajas en un hogar privado, no existe ninguna posibilidad de registrar a las trabajadoras domésticas, entonces los que se benefician son ellos. Ahora han creado una manera de formalizar ese sector de trabajo generando una especie de subvención, pero benefician a los empleadores, no a las empleadas.

¿Y cómo es la modalidad del trabajo?

–En Alemania se emplea a la gente por hora y determinados días. Hay muy pocos hogares que tengan una empleada todos los días como aquí. Hay mujeres que hacen limpieza y están las cuidadoras, que tienen un sistema un poco más formalizado con trabajadoras de países del este de Europa. Pero en ambos casos, la mayoría son mujeres migrantes. Hay alemanas pobres que han hecho estos trabajos pero son las menos. Yo me ocupé de las migrantes indocumentadas, que ha subido en los últimos diez años y tiene que ver con las restricciones de las políticas migratorias en Europa. Estas restricciones crean un mercado de trabajo no regularizado que afecta principalmente a las mujeres. Este entramado entre migración y género hace que las mujeres migrantes cuando no son del norte, en el momento en que llegan a estos países la experiencia que tienen es de una desclasificación de sus conocimientos, una desvalorización total.

¿Qué hacen ante ese panorama desolador?

–Muchos no vuelven, no pueden volver. Se quedan en ese sector menos valorado socialmente, con trabajos precarios en el sector de limpieza, gastronomía, cuidados. Una profesional de la medicina puede terminar trabajando de camarera. También están quienes dan clase, por ejemplo, de español, pero son trabajos muy mal pagos.

Es lo que usted llama la feminización de la precariedad.

–Sí. En una reflexión conjunta con otras compañeras como Amaia Orozco, el grupo Precarias a la deriva, que plantean la precariedad como estructura fundamental en base a la cual se está organizando el trabajo en estos momentos. Guiándome por este análisis también planteo que además hay una feminización del trabajo no remunerado, sin ningún sustento a nivel de cobertura de beneficios sociales. Son personas que se vuelven responsables de cotizar para su vejez, sus vacaciones, para cuando estén desempleadas. Dentro de la literatura feminista ese análisis indica que el trabajo feminizado y racializado (la jerarquía social que se plasma en el mercado laboral no solo está marcado por las relaciones de género como dice Federici sino por la racialización del trabajo esclavizado y de nuevos regímenes en los cuales el color de piel y los rasgos fenotípicos te sustraen a un sector donde tu trabajo es peor pago) se caracteriza por desvalorar la productividad y el aporte que se hace en ese trabajo. Sobre el feminismo negro y descolonial, Rita Segato y Yuderkys Espinosa vienen hablando y es muy importante seguirlas. La racialización del trabajo o cómo la matriz de lo que Anibal Quijano ha denominado “la colonialidad del poder” está funcionando. Viéndolo desde la perspectiva europea esto se refleja en las políticas migratorias que terminan organizando el mercado laboral. Y dentro de la organización del mercado laboral entran otros legados históricos que están presentes, como el sistema patriarcal que sigue percibiendo el trabajo femenino como menos valorado.

¿No ha habido avances?

–Sí. La inserción de mujeres al mercado laboral habla de un avance pero no dejan de ser mujeres de sectores medios, blancas, que apoyan su cadena de cuidados en mujeres pobres y migrantes.

Pero lo que está claro es que en la cadena de cuidados las que quedamos atrapadas siempre somos mujeres…

–Sí, esto es aquí y es allá también, por eso hay mujeres que optan por no tener hijos. Yo también hice un estudio sobre la relación de las trabajadoras domésticas y las empleadoras, porque otra cosa que hay que decir es que la responsable de manejar la relación con la trabajadora doméstica es la mujer de la casa, si hablamos de un contexto heteronormativo. Hablar con la empleada, pagarle, controlarla. Y los desafíos que hay es cómo se conceptualiza lo femenino, porque el hogar sigue siendo de esta manera el lugar de lo femenino. En cuanto a los hogares de parejas del mismo sexo, lo que he visto es que se termina haciendo una división entre lo femenino y lo masculino, por lo cual parece ser una cosa estructural. Incluso en comunidades de estudiantes por ejemplo, las que se terminan ocupando de la comida o la limpieza son las mujeres. Traté siempre de que sean hogares urbanos, de clase media, que tengan más bien una concepción liberal de la sociedad, asumiendo el hecho de que viven en sociedades multiculturales que tienen muchas ambivalencias alrededor de tener empleadas domésticas pero que daban cuenta, también, de un conflicto interno muy fuerte en relación a quién se ocupa de las tareas y que el hecho de tener una trabajadora doméstica resuelve ese malestar. Lo que está claro es que la división sexual del trabajo no se resuelve cuando una mujer le traspasa sus tareas a otra mujer. Y en una casa termina reflejándose la organización social: los ciudadanos y los no ciudadanos, y en el caso de estos últimos se aplican otros ajustes, otras políticas que hacen también posibles que hogares que no pueden emplear a una trabajadora doméstica lo puedan hacer porque ese trabajo termina estando tan abaratado.

¿Cómo son las relaciones entre las alemanas que emplean y las migrantes que trabajan en sus casas?

–Yo lo que vi en Alemania es que hay una implicación afectiva, un espacio íntimo que se comparte, hay muchas películas sobre este tema, aquí está Cama adentro, Réimon. Es muy complejo porque las trabajadoras son partícipes de las dinámicas familiares, de las afectividades que se ponen en juego, no solo entre los miembros de una familia sino con ellas, y hay cosas positivas y negativas. Y yo planteo el tema de los afectos pensado como algo que tiene que ver con las relaciones sociales y qué afectos y emociones y sentimientos se hacen sentir. Lo que vi mucho en esta relación es, por una parte, una intimidad, también por el hecho de ser mujeres y de compartir un espacio feminizado que es el doméstico y, por otro, toda la desvalorización que tiene ese trabajo no solo por el trabajo mismo sino por quienes lo realizan, y además que incluso para las profesionales cuando vuelven a su casa después de sus trabajos, esas tareas domésticas no son percibidas como trabajos y no tienen incluso dentro del hogar un reconocimiento. Son más bien minimizadas. Y lo cierto es que gracias a ese trabajo es que el resto puede seguir adelante con otras cosas. Esto se ha planteado dentro de la economía feminista y del marxismo feminista en cómo el trabajo reproductivo es constitutivo de la reproducción social.

Usted habla de la dimensión corporal del trabajo domestico. ¿Cuál es?

–Sí, porque esto se plasma en los cuerpos y empieza a crear una autodesvalorización que hace que ni vos misma creas plenamente que eso que estás haciendo es trabajo. Y el trabajo se percibe como sucio, repetitivo, rutinario, sin creatividad. Esa percepción, que es una percepción histórica de ese trabajo, tiene una dimensión emocional muy fuerte. Se relaciona con el asco, con la repulsión, crea descontento y desazón, incluso depresión. Las empleadas hablan mucho de limpiar los baños, y lo viven como una inferiorización. Muchos de nosotros no pensamos cuando vamos a un baño en un lugar público que eso lo limpia alguien. Ellas me decían “no hace falta mucho para dejar limpio un baño una vez que se ha utilizado y sin embargo la gente no lo hace”; es el epítome de la invisivilización del trabajo, del trabajo reproductivo, de la limpieza, del cuidado. Esas emociones impactan en nosotras y cómo lo pasamos a otros sin pensarlo intencionalmente sino como una textura de lo social, que tiene que ver con las relaciones interpersonales muchas veces a nivel inconsciente. Hay también una afinidad entre estas mujeres a nivel afectos, se las percibe como amigas o gente de la familia, pero ellas me decían “en realidad no lo somos”. El terreno de las emociones me hace tematizar cómo los sentimientos en general marcan el espacio de lo social. Ahora estoy investigando cómo las emociones y afectos marcan las relaciones sociales, sobre todo en temas de racismo institucional. Gestos y actitudes que excluyen y estigmatizan.