jueves, 28 de julio de 2016

LA FLOR DE LA CONCIENCIA

Generaciones separadas por la edad y los cambios contraculturales pero con un trasfondo común que en definitiva permitirá que sus historias puedan narrarse, protagonizan América alucinada de Betina González. Una novela que, recurriendo a la fantasía y a las imágenes alucinadas, indaga en los conflictos más acuciantes de una sociedad amenazada por la falta de solidaridad y de sentido comunitario.

Por Sebastián Basualdo
Sucede en una ciudad de Estados Unidos pero bien podría ser en cualquier otra donde la ideología del capitalismo funcione a modo de puente quebrado entre las distintas generaciones, promoviendo el desinterés por el pasado, o acaso apelando al olvido como una única opción para poder construir un futuro hecho únicamente a la medida de los jóvenes, siempre engañados frente al descubrimiento de lo nuevo, la novedad como un valor en sí mismo, inextinguible. Para privarlos de la memoria es necesario primero desprestigiar la vejez, quitarle deliberadamente toda virtud -salvo que contenga algún rasgo de juventud- y postergarla todo lo posible, ridiculizarla si es necesario y hasta directamente callarla, no sea cosa que la experiencia de vida finalmente un día se convierta en relato capaz de impedir que la historia se repita como comedia y luego como farsa. La verdadera amenaza. “Ya sabemos en qué terminó. En la degradación total. En toda esta gente desorientada, prendida a sus computadoras y a sus teléfonos portátiles, en tipos sucios que vagan por la calle con sus perros, se dicen anarquistas, pero tiemblan ante la sola idea de compartir algo (una idea, una palabra) con sus próximos. En ese grupo en los bosques. En jóvenes que ni siquiera saben ser jóvenes. Tamaña esperanza para el mundo”, dice Beryl, una anciana que, internada en un geriátrico, acepta documentar su experiencia frente a una psiquiatra húngara interesada en conocer la intimidad de una comunidad hippie que existió en Bridgend, a finales de los años sesenta. Sólo que Beryl tiene un secreto a revelar que excede por completo aquella experiencia donde el sexo libre y el consumo de todo tipo de drogas eran parte de una filosofía de vida.
En la ciudad donde transcurre América Alucinada, la nueva novela de Betina González, dos hechos aparentemente sin conexión han conmocionado a la opinión pública: una gran cantidad de ciervos eufóricos atacan a las personas al tiempo que parejas jóvenes, denominados “los desadaptados”, abandonan a sus hijos en lugares públicos para refugiarse en los bosques. ¿Será posible establecer algún tipo de relación entre la comunidad hippie de los años sesenta y esta reacción de los jóvenes que cuarenta años más tarde cuestionan con sus actos todos los mandamientos sociales establecidos?
A la realidad le gustan las simetrías y los meros anacronismos. Sobre esta idea elabora Betina González una novela original, notablemente estructurada a partir de tres historias amalgamadas que van a confluir hacia el final en una única trama. Con un excelente ritmo en la prosa y un registro impecable frente a los cambios de narradores y perspectivas, América Alucinada comienza en el momento en que Brian Vikram, un extraño inmigrante proveniente de Coloma, obsesionado con la seguridad, instala en su casa un circuito cerrado de cámaras cuyas imágenes se proyectan en su teléfono celular. Un día descubre que hay una mujer escondida en su casa: se trata de una desadaptada cumpliendo una misión. “Nadie me encomendó nada. Cada uno elige su prueba. Yo elegí esta: primero en la calle, después en la casa de un hombre como usted. ¿Sabe que aquí podrían vivir y alimentarse cómodamente más de quince personas? Lo he calculado Y la cantidad de comida que usted desperdicia, por favor. Pero, bien mirado, todo en el mundo es desperdicio. No, lo que quise decir es que me intrigaba saber hasta dónde podíamos llegar usted y yo”, le dirá la joven a Vik una vez que se termine el misterio y se imponga lo verdaderamente importante: sus vidas son dos islas generacionales y sin embargo tienen más cosas en común de lo que se hubieran imaginado. Si es cierto que el saber es intransmisible por su incapacidad de reconstruir una experiencia, al menos queda la información y el conocimiento. Vik rememorará una parte de su historia y pronto saldrá a luz el tema de la Flor de la Conciencia, que otros conocieron con el nombre de La Salvia lundiana y luego como albaria o sueño sin mal, una flor alucinógena originaria del Caribe y América Central, “donde los nativos la utilizan en ritos religiosos desde hace más de mil doscientos años. Según la creencia popular, el consumo de sus hojas frescas, de olor penetrante, produce el encuentro con el animal interno y confiere al iniciado sus características”. Y tal vez este sea uno de los puntos centrales de América Alucinada: el modo en que tantas generaciones han estado ligadas a esa planta alucinógena mientras los paradigmas culturales fueron cambiando hasta desmoronarse por completo. Evadirse no es rebelarse. Y ahora habrá que volver a la anciana Beryl e intentar desentrañar qué hay detrás de aquella historia que le cuenta a la psiquiatra noruega, donde surge un plan de cacería a los ciervos y un secreto guardado durante años como un crimen en la conciencia: una joven de nombre Gabi se instala en el presente para resignificar el pasado, allá por el año 68 y la comunidad hippie y las drogas (sobre todo la albaria) culpables del temor a que el niño fuera un monstruo, “que naciera con malformaciones, que tantas drogas tenían que tener consecuencias y que quizás fuera ese su castigo por no saber ni siquiera quién era el padre. Era el niño de todos los hombres con se había acostado desde su llegada a Bridgend”.
Tanto el destino de aquella joven como la relación que existe entre los hippies y la nueva comunidad de los llamados “desadaptados”, se completa del todo por medio de la tercera historia que tiene como personaje principal a Berenice, una niña aparentemente abandonada por su madre para huir a los bosques. Desde una muy lograda perspectiva de la infancia interrumpida, Betina González reconstruye toda una serie de circunstancias y encuentros por los que tendrá que pasar la niña para intentar acercarse lo más posible a la verdad sobre lo que ocurrió con Emma Lynn, su madre; historia que tiene una relación directa con la señora Beryl y que recién al final terminará por esclarecerse sin romper en absoluto la lógica de una trama inteligentemente construida: todos los personajes comparten un mismo plano de la realidad pero deambulan solos cargando con el peso muerto de sus historias.
América Alucinada es una novela intensa y conmovedora donde el suspenso indaga desde una mirada política a favor de la reconstrucción de los lazos sociales, la búsqueda de la identad y la preservación de una especie que nunca se salvará sola.



América Alucinada

Betina González

Tusquets

251 páginas


"Cada libro tiene su propio lenguaje"

Después de Las poseídas, Betina González publica América alucinada (Tusquets). "Un novelista siempre trabaja con estructuras, y eso es algo que hay que aprender haciéndolo", explica.
"Cada libro tiene su propio lenguaje"
Texto y foto Valeria Tentoni.
A Betina González (Buenos Aires, 1972) le llevó mucho tiempo encontrar un título para su nueva novela, uno que soportase la confluencia de las tres historias que se anudan en sus páginas. Animales suicidas, un club de matanza de ciervos, niños abandonados por sus padres en grandes caserones, okupas, rebeliones, huídas a los bosques, plantas alucinógenas creciendo entre lo verde como oraciones, como pases a unas “vacaciones contestatarias”. Preguntas alrededor de la maternidad, del lenguaje, de la civilización, de la desigualdad, del consumo y del consumismo: todo eso y mucho más tenía que caber en América alucinada.
La novela fue escrita “mitad allá y mitad acá”, explica su autora. “Allá” es Estados Unidos, donde vivió, en Texas y Pittsburgh, haciendo una maestría en escritura creativa y después un doctorado en literatura latinoamericana. “Acá” es Buenos Aires, a donde regresó en 2012. Un regreso que, entiende, tuvo mucho que ver con que pudiera terminar este libro que suspendió, en cierto momento, para escribir otra novela: Las poseídas. “Pensé que no la iba a terminar”, asegura sobre la que acaba de salir. 

—¿Apareció siempre como una posibilidad aparte, Las poseídasde América alucinada, o se te mezclaban?
—Siempre como una idea aparte, separadas. Lo que sí había ya en este libro, y en ese también, era un trabajo similar con el lenguaje. Cada libro tiene su propio lenguaje. Yo los siento conectados, aunque no son universos temáticos que lo estén. Pero sí comparten esta cuestión de trabajar el realismo desde otro lugar, de jugar más con los géneros. En Las poseídas eran más el gótico y el terror, en este va más hacia lo fantástico, hacia tomar ciertos códigos de la ciencia ficción, es una especie de distopía.
—La han catalogado como post apocalíptica.
—Eso que ahora llaman post apocalíptico ya era lo que se llamaban distopías en muchas novelas de ciencia ficción, entonces no sé si es una categoría, "post apocalíptica". Pero sí, en el momento de tomar las decisiones, tomé la de que no se corriera del todo del realismo. O sea, de no entrar del todo en la construcción de una sociedad paralela. Lo que pasa, en ambas novelas, no es imposible, pero no es un realismo mimético.
—Con ese realismo mimético estás, digamos, peleada.
—Pero esa es una pelea personal, una pelea con mis propios libros. Es un descubrimiento a partir de Arte menor, no es una pelea con otros escritores. Yo creo que un novelista no nace, se va haciendo de libro a libro, entonces cuando vas pasando por ese aprendizaje que es escribir novelas te das cuenta de cuántas cosas uno daba por sentadas o naturales y no lo son. Mi pelea es con Arte menor, con Juegos de playa menos, porque ahí ya me estaba corriendo. Con no haber sido más consciente de la capacidad que tenés como escritor de narrativa para crear tu propio mundo, y que eso implica crearse un propio lenguaje.
—Estás peleada con tu propia producción, entonces. En un sentido productivo, ¿no?
—Sí, y también fui eligiendo leer a escritores que tienen este corrimiento y una pregunta muy fuerte por la lengua, que tampoco la trabajan como algo dado. No esta cuestión de que para que un libro sea verosímil o para que el lector crea en ese mundo tenés que escribir "como la gente habla". Esta idea medio ingenua, ¿no? Entonces, es mi camino personal, que empezó con este libro, apareció en Las poseídas, y siguió en este. Tiene que ver con la producción personal, con haberte probado que podías escribir una novela mimética, y entonces después poder hacer otra cosa.
—¿La considerás como un ejercicio, a Arte menor?
—Claro, sí. Y también era mi primera novela. La escribí en la maestría de escritura, en Texas, y yo pensaba que iba a escribir otra cosa. Pero no lo podía hacer.
—¿Y qué creés que te faltaba todavía, por qué todavía no lo podías hacer?
—Un novelista siempre trabaja con estructuras, y eso es algo que hay que aprender haciéndolo. Es muy difícil que, desde la lectura nada más o desde la teoría, vos entiendas qué montajes funcionan en una novela y qué montajes no, para ciertos mundos y para ciertas historias. Cada novela tiene su propia estructura, además de su propio lenguaje. Y además siempre en el primer libro querés meter todo, querés probarte a vos misma un montón de cosas, querés conectar todo con todo, entonces yo a Arte menor le veo esas costuras de primer libro. Esas peleas con el realismo son más una pelea conmigo. Claro, después encuentro escritores como Esther Cross que vienen desde el primer libro haciendo algo genial decís ¡cómo no la leí antes!
—Además de Esther Cross, ¿de qué otros autores te sentís cerca?
—Siempre hablo mucho de ella porque para mí fue un impacto muy grande el laburo de Esther. También Beatriz Vignoli, en narrativa. Cosas que me pregunto todavía cómo hacer, Beatriz las viene resolviendo desde sus primeros libros de narrativa. No es casualidad, para mí, que ellas dos también sean traductoras. Me parece que hay algo ahí de percepción del lenguaje para lo que yo tardé mucho más. El efecto de haber estado viviendo en un lugar en el que se habla inglés, alejada de mi propia lengua, también tuvo un efecto positivo en cuanto a pensar todas estas cuestiones. Por distintas cuestiones tuve que traducir textos míos al inglés, y ahí el impacto es muy fuerte: te das cuenta, primero, de todo lo que sobra, pero también de todo lo que es dado como natural y no lo habías pensado, realmente. Empecé a sentir una especie de gran despojamiento, y también creo que por vivir con alguien que hablaba otro español y estar en contacto con un montón de latinoamericanos, la lengua empezó a ganar todas esas riquezas de los dialectos. Es correrse de tu lugar de enunciación de argentino y empezar a usar todo lo que podés. Empezó a pasarme con cierta naturalidad: ya no podía escribir como escribía en Arte menor. Y, cuando me di cuenta de que eso pasaba, y de que también el inglés era una interferencia, empecé a incentivarlo en vez de a tratar de quedarme haciendo lo que había estado haciendo en los otros libros. Eso me parece que también es lo que hace que el lenguaje del libro sea un poco raro, artificial, que entren estructuras que no son a las que un argentino está acostumbrado.
—En vez de manteca se lee "mantequilla", por ejemplo.
—“Mantequilla” a propósito, está. Porque también está "manteca" en la novela, no en ese lugar. Y también está "heladera" y está "refrigerador". Me di cuenta después, cuando la estaba corrigiendo, de que aparecía esto de la doble posibilidad, y lo que estoy diciendo de los otros dialectos del español. Este fue un libro que tardé mucho en escribir. Hay una frase de Pound que me encanta, de cuando él traducía del italiano. Decía que lo que lo frustraba no era su poco italiano si no darse cuenta de esos sedimentos que había en su inglés, que eran como costras de las que no era consciente y estaban en su propio lenguaje. Y dice una cosa: que un escritor tarda ocho, o nueve años en educarse en su propio arte, y le lleva otros ocho o nueve años más deseducarse de eso. 
—Tomás la decisión de que se llame América alucinada, con todo lo que eso implica.  
—Cuando decidí que todo iba a ser ficcional, que los nombres iban a ser algunos sajones, otros latinos, otros de la india, entonces ya pensé bueno: excede. Más allá de que el primer disparador de la novela fue mi vivencia en Pittsburgh, que hubiera una ciudad en decadencia en medio de la gran nación más desarrollada, después la novela se fue yendo hacia otros lados. Me llevó mucho tiempo encontrarlo, al título, fue difícil encontrar uno que uniera las tres historias; me gustaba la idea de América porque sonaba muy lindo, primero, y me gustaba la idea de poder incorporar otras cosas sobre los mitos de origen, preguntas que son muy argentinas también, y norteamericanas. Son muy de toda América. Yo le decía “la novela de los ciervos”, porque no tenía título. Pensé, en este momento del imperialismo, por qué no apropiarse de esos mitos que atraviesan, por qué no hacerlo, por qué no jugar con esos imaginarios. Reivindicar esta apropiación de todas las tradiciones.
—Estudiaste Comunicación antes de irte a Estados Unidos, ¿no?
—Sí.
—¿Letras también?
—No, Letras la dejé. Empecé las dos a la vez y me decidí por Comunicación. No me gustaba mucho la forma en que leían en Letras en esa época y tampoco me veía trabajando en ese ámbito. En sociales había escritura, entonces fue mucho incentivo para mí. Antes de irme, que me fui a los treinta, ya tenía por lo menos quince a los de escribir sola.
—¿Y qué tenías escrito?
—Casi siempre intentaba narrativa. Nunca fui cuentista, yo. Las ideas que se me ocurren son largas.
—Pero sí tenés cuentos.
—Tengo, pero no considero que sean lo que más me representa. Pienso que si fui aprendiendo a hacer algo, es en la novela, en el largo aliento. Son las cosas que yo más disfruto. También es un dolor de cabeza, porque te lleva mucho tiempo y hay que aprender a vivir con la ansiedad. Sobre todo lo que tenía escrito desde chica era una especie de archivo, un diario íntimo, donde había prosa poética, pedacitos de historias. Eso lo sigo teniendo, sigo teniendo ese hábito de escribir. Desde muy chica me di cuenta de que si quería escribir tenía que ser diaria la práctica con el lenguaje. Era un diario más bien de lecturas.
—¿En tu casa, de chica, había biblioteca?
—No. Vengo de una familia grande, seis hermanos. Soy la tercera. En casa no había biblioteca, pero a mis viejos sí siempre les preocupó que leyéramos. Mis abuelos no habían terminado la primaria y mis viejos no pudieron ir a la universidad, aunque sí fueron siempre de tratar de que nosotros sí. Yo tenía una abuela genial que empezó a leer de grande y leía todo lo que le caía en las manos, y eso me lo contagió: leí desde Corín Tellado hasta las historias de los santos a los diez. Cuando ella se dio cuenta de que me gusaba leer, en vez de seguir comprando en el kiosquito de diarios se inscribió en una biblioteca popular y me llevaba. Fue el paraíso. Leía a Verne, mucha ciencia ficción, y me llevé una vez Ficciones que tenía una portada muy vistosa, sin saber ni qué era. Me acuerdo de la sensación física de estar leyendo eso y no entenderlo pero saber que ahí había algo más que lo que yo leía siempre. Y lo que tiene Borges de bueno es que por él llegás a todo. 
—¿Te viniste a vivir a Buenos Aires para estudiar Comunicación?
—No, viajaba todos los días. Dos horas ida, dos horas vuelta. Lo tomaba como algo natural, leía un montón en los viajes. Era un re sacrificio porque también trabajaba.
—¿De qué trabajabas por entonces?
—De todo. Moza, administrativa, de todo. En una empresa, de supervisora de telemarketers. Era horrible. Era peor que ser telemarketer, porque tenía una jefa que me insistía en cosas como “la sonrisa telefónica”. Quería que yo fuera y me fijara si las chicas se reían cuando hablaban, y se le ocurrían cosas terribles, como ponerle un espejo en el cubículo para que se vieran reflejadas y se acordaran de sonreír. Me parecía terrible. Fue una de las etapas más tristes de mi vida, yo tenía que laburar y eran los noventa, que fueron un horror. Para mi generación era todo un gran esfuerzo, hasta creer que podías hacer algo era un esfuerzo. Todo el mundo era cínico, había pocos lugares y tenías que aceptar los trabajos que había. Que eran estos, los que te ofrecía el menemismo con la flexibilización laboral. Era una tortura. Me ponía el reloj a las seis de la mañana para poder escribir aunque sea un ratito y no sentir que había vendido el día completo a “la sonrisa telefónica”.  
—Publicaste tu primera novela ganando un concurso, esta sale también por un gran sello.
—Yo siempre pensé que no iba a publicar. Escribí pensando que me iba a ser muy difícil. Que no tenía los contactos, que me llamaba Betina González y vivía en el conurbano y era una chica más que quería escribir. Entonces los premios, para mí, eran la única forma. Pero, bueno, hubo momentos de prejuicio en torno a eso. Sobre todo con el Clarín. 
—¿No tenías confianza en esa idea de que el material, si es bueno, llega a donde tiene que llegar?
—Sí, eventualmente sí, y uno sigue escribiendo igual, pero nada te garantiza nada. Alguien tiene un editor hoy y mañana no. Y yo hago mucho hincapié en eso cuando me preguntan, también porque enseño y se me acerca gente que está escribiendo, y a veces de afuera parece que porque te ganaste premios o publicaste en editoriales grandes ya está, nadie te va a decir nunca que no. Y no es así. Aprendés que eso es parte del camino. No quiero apostar a esa especie de glamour del escritor que está en algún lugar medio mítico, que logró las cosas de una vez y para siempre. El camino del escritor es personal, de búsqueda, y a veces no coincide con el de los editores.

“El cuerpo debe ser nuestro. Ni del estado, ni del mercado”: Silvia Federici

Silvia Federici estuvo la semana pasada en Barcelona. Ella cree que hace falta un nuevo movimiento feminista, no necesariamente compuesto sólo por mujeres, que vuelva a poner en el centro los trabajos reproductivos. Tras Calibán y la bruja, la obra que la catapultó a la fama internacional, ahora publica Revolución en punto cero.
Miércoles 7 de mayo. Una larga cola sale del Ateneu Cooperativo La Base en Barcelona: la gente espera a escuchar una charla. Al día siguiente, el aula de la Universitat Autónoma de Barcelona en la que se realiza la misma conferencia se queda pequeña. Hay asistentes sentados en el pasillo, sobre las mesas, asomados a la puerta. A lo largo de toda su gira, se prevé la misma asistencia.
Hablamos de Silvia Federici, la feminista de moda que, a sus 72 años, obtiene un reconocimiento del que nunca antes había gozado. Está de gira, invitada por la Fundación de Los Comunes presentando su nuevo libro Revolución en punto cero. Reproducción, trabajo doméstico y luchas feministas, que edita la editorial Traficantes de Sueños. Es la misma editorial que publicó en castellano la obra que hizo a Federici mundialmente conocida: Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación primitiva.

Federici nace en Parma, Italia, en 1942. Allí da sus primeros pasos en el activismo. En 1967 se traslada a Estados Unidos, donde participa activamente en el movimiento estudiantil, las movilizaciones contra la guerra de Vietnam, el movimiento por los derechos civiles y, sobre todo, el movimiento feminista. En los ochenta vive en Nigeria, dando clases en la Universidad de Port Harcourt y participando en organizaciones de mujeres en lucha contra las políticas de ajuste estructural. Hoy es profesora de Filosofía Política en la Universidad Hofstra de Long Island, Nueva York.Su pensamiento está poderosamente influido por el marxismo operaísta, si bien siempre ha sido crítica con los autores más relevantes del mismo como, por ejemplo, Toni Negri o Paolo Virno. Mientras ellos consideraban central la transformación tecnológica y el trabajo inmaterial, ella ha desarrollado su obra en torno al mecanismo de acumulación por desposesión desde una perspectiva de género.
Hablamos con ella mientras tomamos un café que, para su desgracia, no es un verdadero capuccino.
En Nigeria te das cuenta de la importancia de la deuda, un tema que ahora es central para el sur de Europa.Es fundamental entender la importancia de una economía de la deuda. La deuda es tan antigua como el capitalismo; de hecho, es anterior. Pero como relación de clase ha sufrido muchas transformaciones. Marx habla de la deuda nacional como un instrumento de acumulación primitiva, pero además es importante entender qué función juega hoy la deuda.En el sentido de que se ha convertido en un instrumento de disciplina, ¿verdad?
Sí, la deuda es un instrumento de gobierno, un instrumento de disciplina  y un instrumento que instituye relaciones de clase disgregantes. Yo creo que este tercer aspecto de la economía de la deuda no ha sido suficientemente subrayado. Por ejemplo, Maurizio Lazzarato, en su trabajo La Fábrica del Hombre Endeudado, no destaca este aspecto. A lo que me refiero es a que, cada vez más, la deuda es una relación de clase en la que desaparece el trabajo, parece desaparecer la explotación (si bien la deuda es en sí un tremendo método de explotación) y desaparece la propia relación de clase porque instituye una relación individual con el capital, con la banca, en vez de una relación colectiva. Desaparece la cara reconocible del patrón, que ahora es el banco. Es un mecanismo que crea sentido de culpa en vez de empoderamiento.
Para mí ha sido muy importante entender cómo se pasa de una primera fase ligada a los planes de ajuste estructural, en la que la explotación se organiza a través de la deuda externa nacional, a una segunda etapa en la que el estado es sobrepasado y la deuda se convierte en una relación directa con la banca a través de la financiarización de la economía. La financiarización significa la crisis del modelo de estado del bienestar y supone que todo momento de reproducción es ya un momento de acumulación.
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Es decir, la explotación se traslada a todos los ámbitos de la vida a través de las tasas para estudiar, el copago sanitario, la hipotecas de por vida…Eso es. En todos estos momentos reproductivos el Estado intervenía antaño como subvencionador, y ahora hace de recaudador. Es un intermediario de las finanzas. Una de las luchas que ha surgido a raíz del movimiento Occupy es la lucha contra la deuda. Una organización que se llama Strike Debt ha editado el libro The Debt Resisters que aborda cómo organizarse contra la deuda por la vivienda, los estudios, la salud, etc. Uno de los problemas de la deuda es que a la gente le da vergüenza reconocer que está endeudada porque lo vive como un fracaso personal: cree que han empleado mal el dinero del préstamo, que han hecho una mala inversión, que han vivido por encima de sus posibilidades… Esto hace que la deuda sea muy eficaz como modelo de explotación. Si, por ejemplo, pides un crédito para estudiar, ya estás atrapada: no vas a poder elegir el tipo de trabajo; tal vez necesites dos empleos, no te atreverás a reclamar derechos para no quedarte en paro porque tienes deudas, etc.¿Conoces la Plataforma de Afectados por las Hipotecas? Ellas han conseguido entender que su situación no es un fracaso personal y convertirlo colectivamente en un problema de primer orden político.
Las he conocido estos días. He podido ir a sus asambleas y me parece una experiencia muy interesante. Igual que la PAH no sólo lucha sólo contra la deuda hipotecaria sino también por el acceso a una vivienda digna, no basta estar contra la deuda. Liberarse de la deuda necesita un complemento: el acceso a los bienes comunes. Si eliminamos la deuda pero no se crean relaciones sociales diferentes, la deuda vuelve a aparecer. Luchar contra la deuda requiere luchar a favor de una sociedad no mercantilizada.
Lo público no es común, lo público es una forma de privatización en la que el propietario es el estado
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La cuestión de los bienes comunes en tu obra es central. Sin embargo, era un tema al que no se le daba importancia cuando empezaste a ser activista.En realidad, no hemos visto la importancia de los bienes comunes hasta que no hemos sentido que los perdíamos. Cuando la re-estructuración de la economía global se ha propuesto eliminarlos. Yo lo vi muy claramente en Nigeria. En África, México, los países andinos, La India… aún hay formas de propiedad comunitaria que están siendo cada vez más atacadas por una nueva oleada de cercamientos, de acumulación primitiva a través, precisamente, de la deuda. En Estados Unidos, el discurso sobre los commonsfue relanzado desde los años 90 gracias a los zapatistas, que pudieron la cuestión en la agenda internacional de los movimientos sociales.Pero cuando hablamos de los bienes comunes no hablamos sólo de las tierras comunales.
Eso es. A partir del movimiento antiglobalización hemos extendido el discurso sobre los bienes comunes como discurso antagonista al desmantelamiento del estado de bienestar. Entendimos que la lucha no debe limitarse a defender el mantenimiento de los actuales servicios públicos. El sistema del welfare de las décadas pasadas es profundamente discriminatorio. Fue pensado para reforzar la ética del trabajo, la ética de la explotación. Por ejemplo, el trabajo doméstico queda excluido del tipo de garantías que ofrecía el estado del bienestar. Ha sido ideado como complemento de la explotación salarial, no como garantía de derechos independientes del empleo. Las luchas contra la privatización tienen que ir más allá de la simple defensa de los servicios públicos: deben defender lo común. Porque lo público no es común, lo público es una forma de privatización en la que el propietario es el estado, que nosotros no controlamos.
El cuerpo de las mujeres ha sido uno de los primeros territorios que ha intentado privatizar el estado
En tu pensamiento resulta fundamental la cuestión del control del cuerpo de las mujeres.El cuerpo de las mujeres ha sido uno de los primeros territorios que ha intentado privatizar el estado. La reapropiación de nuestro cuerpo debe encuadrarse dentro de esta óptica de reapropiación de los bienes comunales. El cuerpo debe ser nuestro. Ni del estado, ni del mercado.Tú criticas que Marx no tuviera en cuenta la apropiación del cuerpo de las mujeres como hecho constitutivo del capitalismo.
Todo el discurso de Marx sobre la reproducción de la clase obrera es completamente naturalista. No ve la procreación como un terreno de lucha. No se da cuenta de que, en la sociedad capitalista, hombres y mujeres tienen intereses diferentes. Las mujeres tienen intereses específicos, existe una relación específica de explotación entre las mujeres y el estado, entre las mujeres y el capital. Marx afirma que el capital “deja en manos de la naturaleza” la reproducción. Naturaliza un proceso que, en realidad, siempre ha estado en el centro.
¿No es un proceso natural, sino una relación de clase?
Sí. Una relación de clase porque el capital trata de apropiarse del cuerpo de las mujeres y transformarlo en una máquina para producir las nuevas generaciones de trabajadores. Por eso los que mandan tienen tanto interés en regular la natalidad. ¿Por qué, si no, tienen tanto interés en condicionar la capacidad de las mujeres para decidir cuándo quieren parir? No estamos hablando del pasado, basta ver la reforma de la ley de aborto del PP. Las reformas de la ley del aborto se acompañan de procesos de esterilización forzosa en otras partes del mundo, gestionadas por el Banco Mundial, las agencias internacionales… Existe un interés internacional para impedir que las mujeres puedan decidir. Lo último es la obsesión por encontrar medios reproductivos de laboratorio; intentos que parecen de ciencia ficción de hacer nacer in vitro a personas sin necesidad de una madre. El cuerpo de las mujeres es la gran barrera que el capital no ha sido capaz de superar.
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La primera parte de tu libro Revolución Punto Cero está basada en tu activismo en pos de un salario para las trabajadoras domésticas. Sin embargo, la segunda parte se aleja un poco de esto cuando analizas la figura de las campesinas que trabajan las tierras comunales, que son millones en el mundo.Sí, porque la segunda parte está escrita tras mi paso por Nigeria, al comprobar la importancia de las mujeres en la agricultura de subsistencia, que es parte del proceso de reproducción cotidiano en amplias zonas del planeta. Esto plantea nuevas preguntas a la estrategia de lograr un salario para el trabajo doméstico. Es la evolución de mi pensamiento desde los años 70 a mi activismo en el movimiento por otra globalización desde la década de los 90 hasta hoy. No niego la importancia de lograr reivindicaciones como el salario doméstico, pero le añado la cuestión de los bienes comunes. También es fruto de comprobar lo poco fiable que es el salario como garantía de derechos.
Hay una parte de la derecha neoliberal que plantean la renta básica como sustitución de los derechos sociales. Te dan las migajas de la riqueza social y al mismo tiempo te excluyen de cualquier derecho que pueda suponer un mecanismo de reapropiación de la riqueza social
En este sentido, ¿qué opinas sobre la renta básica?Antes que nada, estoy en contra de una “renta de ciudadanía”. Porque ciudadanía excluye automáticamente a todas las personas migrantes que no son reconocidas como ciudadanos. En todo caso, renta básica… Pero es un concepto muy problemático por diferentes razones. Hay una parte importante de la derecha neoliberal que plantea ya la renta básica  —el propio Milton Fridman estaba a favor—. Se dan cuenta de que en el mundo hay una situación insostenible y plantean la renta básica como sustitución de los derechos sociales. Te dan las migajas de la riqueza social y al mismo tiempo te excluyen de cualquier derecho que pueda suponer un mecanismo de reapropiación de la riqueza social. Es una especie de caridad institucionalizada con la intención de taponar las luchas por los bienes comunes. Otro problema es que cualquier reivindicación es útil en la medida en que suponga formas de organización efectivas, y la renta básica es difícilmente organizable. No tiene la capacidad, como sí tenía la reivindicación del salario doméstico, de crear nuevas alianzas porque no tiene la capacidad de desvelar nuevas formas de explotación.Otro riesgo es que, una vez más, esta reivindicación generalista oculte la especificidad de las reivindicaciones de las mujeres, en este caso del salario doméstico.
Exacto, pedir “renta para todos” desdibuja el derecho a una renta por el trabajo doméstico. Extiende un velo y dice “todos somos iguales”, relegando la reivindicación específica de las mujeres.
Cuando hablamos de las luchas ligadas a la reproducción nos encontramos con el problema de que no hay un instrumento equivalente a lo que para el movimiento obrero ha sido la huelga.
Este es un tema crucial que, sin embargo, apenas ha sido desarrollado por el feminismo. Ha habido voces, sobre todo en Italia y España desde los años 70, que han dicho “no hay huelga general si las mujeres ese día deben trabajar igual” o “si el trabajo reproductivo se para, toda la sociedad se detiene”. Pero no ha ido más allá de las declaraciones. Sí que ha habido luchas en sectores de trabajo feminizados que han planteado esto, por ejemplo las enfermeras. No se pueden aplicar a los trabajos de cuidados los mismos eslóganes que al trabajo productivo. Cuando nos dicen “si rechazas los trabajos reproductivos te niegas a cuidar de tus seres queridos” en realidad nos dicen que tenemos que aceptar nuestra explotación y la del resto.
El punto de partida es constatar que en el trabajo reproductivo contiene dos planos: la reproducción de la vida y la reproducción del capital. Estos dos procesos imbricados entre sí deben ser separados. La lucha empieza por separar ambos aspectos, comprobar que no se puede hablar del rechazo total del trabajo reproductivo. Hay que aprender a separar la reproducción para el mercado de trabajo de la reproducción fuera del mercado de trabajo o, incluso, contra el mercado de trabajo. El capitalismo ha subsumido estos dos aspectos y yo creo que es fundamental desgajarlos.
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La alternativa que ofrece el mercado a las mujeres de clase media o alta que rechazan los trabajos reproductivos es que otras mujeres, normalmente migrantes, los hagan por ellas.
Esto tiene relación con un tipo de feminismo creado en los años 80 para desactivar los aspectos subversivos que contenía el feminismo. Lo han domesticado y parte de esta domesticación ha sido equiparar la emancipación de la mujer al éxito laboral, siendo para ello necesaria la reorganización de los trabajos reproductivos, que recaen en las mujeres expropiadas de África, América Latina, etc. Aunque ciertamente, en estas nuevas dinámicas se han creado movimientos muy interesantes como las organizaciones internacionales de trabajadoras domésticas asalariadas que han dado continuidad a la reivindicación de un salario digno para las trabajadoras domésticas. Es decir, han continuado aquellas luchas que las feministas europeas habían abandonado. Esa nueva realidad de millones de mujeres que hacen trabajo doméstico asalariado plantea nuevas formas de organización y nuevos retos. El mayor de todos pasa por unir en una misma lucha a quien realiza labores domésticas pagadas y a quien las realiza sin cobrar por ello.
Las conclusiones de todo ello son varias. Uno: que el capitalismo es un sistema que debe ser abolido porque es un sistema que debe desvalorizar los trabajos reproductivos. Dos: que el proceso de lucha debe ser ante todo un proceso de reorganización de estas tareas en el sentido de eliminar el sentido capitalista de la reproducción. Debemos crear una nueva forma de cooperar, de habitar, de urbanizar, de cocinar, de compartir el barrio… Y tres: yo hablo siempre de la revolución feminista inacabada. Hace falta un nuevo movimiento feminista, no necesariamente sólo de mujeres, que vuelva a poner en el centro los trabajos reproductivos.