lunes, 8 de febrero de 2016

PINTA CON LÁGRIMAS

A diez años de su muerte, en 2012, se publicó la correspondencia que la pintora Emma Reyes había mantenido con el historiador y escritor también colombiano Germán Arciniegas. Por su expreso pedido hubo que esperar una década para acceder a un material sobrecogedor en el que Reyes reconstruyó su infancia de extrema pobreza y marginalidad, signada por castigos y episodios dignos de una novela de Dickens. Memoria por correspondencia excede el mero testimonio y se erige en un libro de un extraordinario valor literario por la capacidad que presenta Reyes para meterse en la piel y la voz de esa niña que fue.
Por Mariana Enriquez


En 1947, durante un acto de la Unesco en París, el diplomático e historiador colombiano Germán Arciniegas conoció a una de sus más peculiares compatriotas, la artista plástica Emma Reyes, que vivía en Francia hacía un tiempo y ayudaba a todos los pintores novatos que llegaban desorientados a Europa. Se hicieron amigos pero Arciniegas notó, pronto, que en las charlas con su amiga siempre faltaba un tema de conversación muy habitual: la infancia. Y también se dio cuenta, perspicaz, que a ella le costaba hablar de sus primeros años. Así le pidió que se los contara por carta. Y Emma Reyes, la pintora, lo hizo. Entre 1969 y 1997 le mandó 23 cartas a Arciniegas, las 23 que en 2012 (diez años después de muerta Reyes y a su pedido) se editaron en Colombia como Memoria por correspondencia –que ahora publicó Edhasa en Argentina–, un libro que sacudió al mundo editorial de su país, que se consideró el mejor del año y de la década y se convirtió en un verdadero fenómeno de crítica y de ventas.
¿Qué hay en Memoria por correspondencia para causar tanto revuelo? Hay un infierno. Una infancia en el infierno contada por una adulta que fue analfabeta hasta la adolescencia –son reveladoras las copias de las cartas originales incluidas en la edición del libro, con la letra manuscrita esforzada, las faltas de ortografía y algunas palabras francesas– que narra sin sentimentalismo pero sin frialdad, con una habilidad literaria insólita. En primer lugar, no se despega de la niña narradora: arma ese personaje en las cartas con enorme facilidad, como si ejerciera la mediumnidad, sin infantilizarse pero siendo totalmente Emma a los cinco años y en adelante. Luego, mantiene la distancia emocional justa para que esta infancia, que parece extraída del universo más peripatético de Perez Galdós o Dickens o los folletines sea en efecto terrible –y cause ese efecto de conmoción– pero nunca gracias a golpes bajos ni a autocompasión. Y finalmente entiende, como si cada carta fuera un capítulo –de hecho, lo son, pero las separan tantos años que el efecto compacto es asombroso– cuándo debe detener la acción, cómo cambiar de escenario, dar un golpe de trama, descansar en la descripción. Estas cartas son correspondencia privada de Emma Reyes a su amigo y son testimonio de una desdicha inimaginable y abusos perversos pero también y sobre todo son un texto literario. Arciniegas y los editores apenas retocaron las cartas, sólo pulieron cuestiones gramaticales, técnicas. Emma Reyes nunca había escrito antes y creía no saber hacerlo.

LAS TUMBAS

SIN TITULO, 1947
Memoria por correspondencia es un texto claustrofóbico: comienza, en consencuencia, en un cuarto miserable de Bogotá donde Emma, de cinco años, vive con su hermana Helena, con una mujer llamada la “señora María” –no aclara si es su madre: la niña no lo sabe, en consecuencia la narradora tampoco; ciertamente no presenta ningún afecto que se parezca a lo convencionalmente maternal– y con un bebé de quien nunca se sabe el nombre, apodado Piojo. Esa primera carta es imprecisa pero brutal en sus detalles: la niña Emma es la encargada de vaciar cada mañana la bacinilla llena de orín y materia fecal y es amiga de un chico más grande, a quien llaman El Cojo porque le falta un pie, que cortó la rueda del tranvía. En este páramo, viven a pasos de un basural, y en todo el libro, como señala en el prólogo de la edición local Leila Guerriero, hay “niños que casi no comen, que casi no juegan... que desconocen el significado de las palabras ‘papá’ y ‘mamá’.” La señora María encierra a las niñas: una vez las deja varios días en la pieza, solamente visitadas por una vecina que les trae la comida –apenas una mazamorra– y, cuando regresa, ha abandonado en alguna parte al Piojo. Nunca más lo ven. ¿Es un hermanito? Las relaciones familiares son imprecisas, los vínculos están marcados por el terror y la violencia, las niñas parecen condenadas pero no está claro por qué. Los hombres de la vida de la señorita María son fantasmales, podrían ser poderosos o no, ella podría ser una amante oculta o no, entran y salen de esa pieza, sus rostros se ven como en sueños. Lo cierto es que la señorita María carga con Emma y Helena hasta Guateque, donde esta familia desgraciada vivirá en una finca conseguida por un hombre rico, Eduardo: quedan a cargo de una agencia de chocolate. Una mujer llamada Betzabé cuida de las chicas que nuevamente están encerradas la mayor parte del tiempo. Todo empeora cuando la señorita María es repudiada por el cura del pueblo y el desastre se desencadena. Nace otro niño. “La señorita María había prohibido terminantemente que lo sacáramos del cuarto, no quería que los vecinos lo vieran o lo sintieran llorar. Como no tomaba ni aire ni sol era cada día más blanco transparente, pero crecía y engordaba. (...) Como no tenía ni pañales, ni calzoncito, hacía caca y pipí sobre la cuna que estaba cubierta con un pedazo de caucho rojo. Betzabé me enseñó a limpiarle con hojas de lengua vaca que cogíamos en el solar, pero a la noche, como yo dormía, regularmente a la mañana lo encontraba untado de caca hasta el pelo”. Emma y Betzabé, eventualmente, serán las encargadas de abandonar al bebé, que nunca llega a tener un nombre. Emma no sabe que, cuando salen de la finca con el niño en un canasto, es para dejarlo en la puerta de una casa grande. Y se resiste al abandono, en vano: “Creo que ese día aprendí de un solo golpe lo que es injusticia y que un niño de cinco años puede ya sentir el deseo de no vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la Tierra”.
Antes, Emma y su hermana descubrirán, en un desfile político –una de sus pocas salidas– que el Gobernador es el mismo hombre que las visitaba en la miserable pieza de Bogotá y también el padre de Eduardo, el amante de la señorita María. Ante el descubrimiento de las chicas, que lo cuentan con inocencia, María reacciona como siempre: mal. “Nos agarró del brazo y nos tiró al piso, se quitó una de las botas y empezó a pegarnos por la cabeza, por la cara, por donde caía (...) cuando se cansó de darnos con la bota, nos agarró de las trenzas y empezó a darnos golpes contra la pared con la cabeza, la sangre nos escurría por las piernas y los brazos”. Así escribe/ recuerda Emma: en su reseña para El Cultural de España, el crítico Rafael Narbona decía: “Aunque no hay propósito estético, cada página desprende una helada y escabrosa belleza”. Es cierto y solamente por eso es posible avanzar en la lectura de estas cartas terribles: porque no son un espectáculo sino un intento de captar la sensibilidad de esa niña vejada y aislada por la mujer artista de hoy, sobreviviente y con una vida adulta libre y accidentada.
Después del tiempo terrible de Guateque, llega el tiempo terrible del final: las hermanas finalmente son abandonadas por la señorita María, que las deja en una estación de tren después de un regreso accidentado a Bogotá que incluye otros abusos –incluida la aparición de un hombre transtornado que ataca a Emma meándole encima–. De ahí son “rescatadas” por un cura y un soldado que las llevan a un convento. En ese momento las hermanas pactan nunca, nunca mencionar a la señorita María: “Y ese silencio duró veinte años, ni en público ni en privado volvimos nunca a pronunciar su nombre ni a hablar de los años pasados con ella, ni de Guateque, ni de Eduardo, ni del Niño, ni de Betzabé. Nuestra vida empezaba en el convento y ninguna de las dos traicionó jamás el secreto”.
La vida en el convento, se intuye, es igual de aislada y si bien no tan brutal, muy dañina. Las niñas trabajan turnos de doce horas –no sólo ellas: todas–. Hay una chiquita, a quien llaman La Nueva, que se suicida. Es poco más de una década de opresión, de dolor psíquico reprimido, de bordar de noche –en el Taller María Auxiliadora que, entre otras cosas, se encargaba del bordado de la banda presidencial– de temerle al Diablo y escaparles a curas de intenciones sinuosas: las monjas nunca les enseñan a leer ni a escribir. Finalmente Emma escapa, en un final tan bien narrado que hace sudar las manos. Pero Reyes es seca también en este momento, el de su vertiginosa libertad: ella no conoce el mundo, sencillamente. Es como un ciego que ve por primera vez. Quizá por eso se convierta, después, en pintora. Su última carta, enviada desde Burdeos en 1997, finaliza la historia de su infancia diciendo: “En la calle no había nadie, solo dos perros flacos y uno le estaba oliendo el culo al otro”.

EL MUNDO ALUCINANTE

DIOS VEGETAL, 1959
Germán Arciniegas asegura que Gabriel García Márquez leyó estas cartas antes de que fuesen publicadas y fue uno de sus más entusiastas promotores antes de que lo venciera la enfermedad. Cuando finalmente se dieron a conocer, con el aval del Premio Nobel y con el impacto de la historia –traducida ya a diez idiomas: todas las regalías, por expreso pedido de Emma Reyes, van a la Fundación Hogar San Mauricio, que recibe y educa a chicos huérfanos en Colombia– surgieron dos enormes curiosidades: el intento de reconstrucción del recorrido de esta niña y qué le ocurrió después, ya fuera del convento. En 2012, después de quedar impactado con la lectura de las cartas, el editor general de la revista SoHo Diego Garzón ganó el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar por la crónica “¿Qué pasó con Emma Reyes?” que le pone nombres y geografía al derrotero, además de descubrir cantidades de piezas del rompecabezas de una vida absolutamente increíble. Emma aprende a leer cuando es empleada de un hotel: aparentemente la ayudan los empleadores y los huéspedes. Viaja haciendo dedo por América y recala en Argentina donde empezó a pintar en 1943, en Buenos Aires, y hasta colaboró con Antonio Berni. En Montevideo se casó con el escultor Guillermo Botero Gutiérrez (no confundir con Fernando) y aunque el matrimonio pronto entró en crisis, se fueron juntos a Caacupé, Paraguay. Ahí, aparentemente, Emma tuvo un hijo que murió durante una revuelta –son años convulsionados en Paraguay– cuando un grupo de hombres entró en la casa de la pareja. Pero en sus memorias, Guillermo Botero no menciona a este hijo, ni vivo ni muerto. Como sea, vuelven a Buenos Aires e insólitamente Emma se gana una beca para estudiar en París. Botero aprovecha para abandonarla: no se sube al barco que la lleva a Europa. Pero en el viaje Emma conocerá a Jean Perromat, un médico francés. Cuando llegaron a París ya estaban enamorados; se casaron en 1960 y vivieron juntos hasta la muerte.
En París, Emma se inscribió en la academia André Lothe y retomó su amistad con Atahualpa Yupanqui, a quien había conocido en Paraguay. Era los años 50 y Emma Reyes se convertía en una intelectual de su época: armó cartillas de alfabetización para la Unesco, en D.F. trabajó con Diego Rivera y por azar organizó la última muestra de Frida Kahlo, vivió y estudió en Italia, muy pobre pero amiga de Elsa Morante y de Alberto Moravia, que la ayudaban –Moravia incluso reseñó una de sus exposiciones en 1956 para el Corriere della Sera–, y hasta viajó a Israel. Siempre se las arreglaba para vender sus pinturas. En la crónica “¿Qué fue de Emma Reyes?”, Garzón recoge la opinión del crítico de arte Alvaro Medina: “El tema de ella fue la gente común y corriente. Si bien hizo muchos bodegones, algunos paisajes, el tema fundamental es la gente de la calle. Hizo un dibujo figurativo con algo de abstracción. Sus pinturas son como dibujos coloreados, es la estructura fundamental que, ella misma decía, derivó de su experiencia con las monjas haciendo bordados”. Y agrega: “Ramiro Castro publicó un libro que recoge varios textos críticos sobre su obra. Allí Luis Caballero escribió: ‘Hay pintores míticos, de leyenda. De los que se habla en torno a quienes se tejen y destejen anécdotas, pero cuya pintura se ignora. Emma es uno de ellos. Su enorme personalidad impide que se vea su obra para desventura de quienes aman la pintura. La leyenda de Emma se ha elaborado a partir de su propia vida a pesar de su obra; es por eso tal vez que su obra es ignorada’”. Germán Arciniegas decía: ‘Ella no pinta con aceite sino con lágrimas’”.
Memoria por correspondencia. Emma Reyes Edhasa 216 páginas
De a poco, la pintura de Emma Reyes va siendo redescubierta y valorada; pero estas cartas, el poder evocativo y terrible de Memoria por correspondencia son quizá su obra más potente, un libro inesperado que evita cualquier tono aleccionador o esperanzador, que prefiere la contención, la apariencia de normalidad: casi lo contrario a un folletín clásico de vidas infantiles miserables, tan verdadero y sincero que resulta creíble en cada línea, incluso en las increíbles.
Más información sobre la artista en http://www.emmareyes.com/


La comandante de las mariposas

“En un mundo de gusanos capitalistas, hay que tener coraje para ser mariposa”, era la frase que seguía a la firma de Lohana Berkins en sus comunicaciones. Así se presentaba, con tanta ideología como poesía; con garra y humor. El viernes pasado, cuando la líder travesti dejó de respirar, dejó huérfana a una comunidad entera que, aunque lo intentó siguiendo su deseo, no logró que las lágrimas fueran menos que la música en un velorio que ella misma organizó igual que lo hizo para sus amigas más queridas.

Por Luciana Peker

Decir Lohana es nombrarla a ella. Ella. Lohana. La Berkins. Sinónimo de la lucha por la identidad de género, de un feminismo diverso, de una batalla con garra y garganta. Lohana es una revolución en sí misma.
No hay duda de que las marchas y contramarchas no serán iguales sin ella.
La alegría o la furia que regalaba cuando exigía derechos fue tan potente como un cuerpo multiplicado por muchas muchedumbres, muchas.
Cuando iba a entrevistarla para el proyecto de investigación –todavía inédito– impulsado por Diana Maffía, junto a Claudia Korol, sobre Feministas Fundamentales, en el Centro Cultural Tierra Violeta, creí que iba a divertirme con ese humor tan suyo. Y sin embargo en su relato hubo amor y duelos. Duelos de amor. Y velorios. Al menos tres fundamentales. Su vida estuvo signada por todo lo que amó y por devolverle a las que la amaron una digna despedida.
En esta entrevista aparece no sólo la Lohana dirigente travesti y presidenta de la Cooperativa Nadia Echazú, la que gritaba, pedía, se plantaba, construía. Es la Lohana que transitó por la vida esperando el día de su cumpleaños –el 15 de junio– al lado del teléfono para que todos y todas la llamen porque no quería perderse ningún saludo. No quería perderse nada. Ni a nadie más.
Pero eso sí, el año de su nacimiento, “eso no te lo diría jamás”. “Es coquetería”, se ufanó. Aunque no necesitaba purpurina, su coquetería se desprendía de su cuerpo sin maquillaje ni exageraciones, su belleza o su postura naturalmente de barricada glamorosa. Pero, como una diva en la que le gustaba reencarnar por talento propio, ella ponía sus condiciones. Así que el año de nacimiento, no.
Es la Lohana que se encontró a sí misma en su Salta la que se muestra, a través de sus despedidas, en sus propios encuentros. En su tía Florita, primero, y en La Pocha, después, encontró a dos madres sustitutas.
Lohana no conocía la pobreza antes de conocerse a ella y por decidir ser ella la conoció muy pronto. No podía traicionarse y enfilarse en otra vida y otro cuerpo. Pero el costo fue alto. También lo pagó con el cuerpo. Por eso, una de sus posturas más fuertes es la crítica a nombrar la prostitución como trabajo. Ella estuvo en situación de expropiación. Habla desde su propia piel ajada y despide de sus recuerdos la noción de elección. “La prostitución destruye la autoestima, recuperar el dominio del cuerpo es un acto de libertad. Y teniendo en cuenta que es un trabajo que ejercen compañeras que no saben leer ni escribir y están más allá de estos debates, esa denominación significa abrir la puerta sencillamente a las más perversas de las explotaciones”, le dijo Lohana a la periodista Sonia Tessa en una nota en el suplemento Las 12, de este diario, aunque nunca cerraba la puerta al debate: “Si bien creo que hay que aggiornar el abolicionismo, soy absolutamente abolicionista. La recuperación del cuerpo es uno de los actos más fuertes de libertad”, se posicionó.
No llegó a verse incluida en ese libro que se estaba preparando, del que esta entrevista formaba parte, cuyo título la hubiera enorgullecido: Feministas fundamentales, pero la gran mayoría de esas fundamentales la rodearon en su propio velorio, que también se dedicó a organizar, casi como último acto.
–¿Cómo fue tu infancia?
–Hay dos etapas en mi vida: yo de muy chiquitita creía que era mujer, que había un error y que ese error iba a ser solucionado. Era muy delicada, no me gustaban los juegos bruscos. Creía que era mujer, jugaba con mis hermanas, jugaba a la mamá, a mi hermana menor (Gloria) la hacía hacer de papá y yo de mamá sino no había juego posible. Éramos trece, tenía un montón de hermanos pero yo dormía con mis hermanas. Recién a los 13 años tuve claro que no era mujer y que sí era travesti.
–¿Entonces la verdad se volvió crueldad?
–El hito muy doloroso fue el ingreso a la escuela. En primer grado tuve un maestro (Roberto) del que me enamoré perdidamente porque era bello. Pero hacían filas separadas y me ponían en la de los varones y yo me volvía a la de las mujeres. Ahí empezó el primer atisbo de que mi identidad era independiente de la genitalidad y del género que me imponían. Yo me ponía al medio. Esas cuestiones yo las iba marcando. A los 13 años dije “mujer no soy”. En el campo se estila mucho ir a orinar todos, yo iba con ellas sin hacer distinciones. A los 13 años ya me daba cuenta de la diferencia de los cuerpos. No sé de dónde saqué la información, nunca había visto una travesti. Quería tener tetas y sabía que no me iban a crecer como a mis hermanas. Yo decía que quería las tetas más que cambiarme de sexo. No sé de dónde saque eso ni por qué quería las tetas ni cómo sabía que se podían operar.
–¿Te fuiste de tu casa?
–A lo de mi tía. Eso fue muy doloroso. En el Norte las familias son muy socializadas. Aunque no sean pobres, porque yo nunca fui pobre. La pobreza la conocí después, cuando me echaron de mi casa. Cuando me di cuenta de que frente a la comida me tenía que apropiar rápido de mi porción porque me quedaba sin nada fue muy duro.
–¿Por qué te echaron?
–Mi papá me dijo que me hacía bien hombre o me iba.
–¿No dudaste?
–Yo me fui. Me fui como un juego. Nunca pensé que no me iban a buscar. Después me fui a lo de otra tía y a lo de otra tía en Salta capital. Yo pensé que un día me iban a buscar si era su hijo. Los volví a ver cuando tenía 22 años. Mi mamá se estaba muriendo y fue una historia redura. Eso hizo que mis hermanos cambiaran su postura con respecto a mí.
–¿Cómo fue el choque con la vida ya sin la protección de tu casa y tu familia?
–Cuando me llevaron presa yo casi me desmayo. No podía entender. Cuando salí la primera vez fui a la casa de una hermana. Le pedí que me ayudara. Me acuerdo de que tenía hambre. Me dijo que no volviera a su casa, que ella sentía vergüenza y que sus hijos no tenían por qué verme. Ninguno de mis hermanos intentó buscarme.
–Y volviste cuando estaba muriendo tu mamá.
–Yo de muy chiquita estuve muy relacionada con la muerte. Se murió mi abuela y yo estuve ahí. Se empezaron a morir amigas. Vi morir muchas travestis. Se murió mi mamá. Y después se murió mi tía Florita que entre mi mamá y mi tía elijo a mi tía Flora. Ella siempre me dijo: “Si vos querés hacer eso, tenés que hacer eso. Y si vos querés ser mujer tenés que aprender a coser, a tejer, a cocinar”. También escondía la llave para que no me vaya a mariconear. La vi toda mi vida. Ella siempre, siempre me buscaba. ¿Viste ese lugar en el que te sentís celebrada, querida? Ella me decía “menos mal que viniste”. Me daba tareas para que no me vaya. Si yo tenía que terminar un pullover ella me lo alargaba. Pensaba que cuanto más tarea, menos tiempos tenía para irme. Pero yo, después, saltaba la ventana y me iba. Yo ya tenía noviecitos, me prostituía, a pesar de que ella me daba dinero. Nunca la sentí juzgar o hablar mal de nadie. Ni mal de mi propia madre cuando yo le decía: “¿Cómo no me buscó? entonces no me quiere”. De nadie ella hablaba mal. Nunca la sentí decir una blasfemia, un insulto, una crítica
–¿Cómo aceptaba tu tía tu otro mundo?
–Las travas éramos súper salvajes. Ella se sentaba y tomaba mate. Nunca preguntaba. Hasta que se murió me iba a buscar a la casa de la Pocha, que era mi madre travesti, aunque nos teníamos que vivir mudando. Los Caballeros de la Noche era un corso de travas. Yo estaba espléndida en el corso y siempre la encontraba a ella, iba todas las noches a verme. Me saludaba y me tiraba besos. Todas las noches iba a verme. Los días de corso estábamos eufóricas. Y después me quedaba con ella. Y ella siempre me tenía un regalito. Mi primer conjuntito tímido me lo regalo ella. Siempre estuve muy rodeada de personas que eran pilares afectivos muy fuertes en mi vida. La Pocha me escribía durante toda la vida y si seguís esas cartas son las cartas de la madre y una hija. Las cartas de ella te van contando todo: sus amoríos, sus logros, sus angustias. Y siempre empezaba “querida hija” y siempre “cuidate mucho, tu madre”.
–¿Lo hacía con todas o con vos?
–Con todas, pero conmigo en especial. Porque a mí, a pesar de todo el desprecio y las humillaciones que sufrí, nunca pudieron quebrarme en el afecto y en mi autoestima. Yo lloro cuando veo una noticia en la televisión. Nunca lograron generarme un resentimiento ante la vida. A pesar de que viví en carne propia violaciones, golpes, la violencia en todas sus formas, yo establecí una relación amorosa con la gorda (la Pocha) que me rescataba: había solo una cama grande donde dormía ella y el resto eran un montón de colchones. En el corso podíamos ser cincuenta travas salteñas, allá se dice maricas. No permitía que tuviéramos camas porque ¿donde iba a meter tantas camas? Se armaban los colchones. Pero cuando veía que la gorda se iba a dormir me metía en la cama y como se dormía rápido yo me dormía con ella y al otro día me hacía un escándalo. Yo ya vivía en Buenos Aires e iba y venia. Entonces me dejó comprar un sillón cama porque si no me metía en la suya. Me decía que era una marica abusiva que tenía un montón de cosas. Pero yo le decía que era para ella. Teníamos esa relación afectiva con la gorda. Cuando todas llegábamos le dábamos todo el dinero y ella tenía un cuaderno donde anotaba cuánto le dábamos cada una y te iba haciendo la contaduría. Nosotras teníamos que poner diez pesos para la comida. Y cuando nos veníamos, después del corso, te decía para la luz, para la garrafa y lo que nos sobraba nos lo daba. No se quedaba con nada. Igual, durante el año, todas le hacíamos giro de dinero. Nunca te pedía. Yo todos los meses le enviaba dinero. Éramos cuatro o cinco que siempre le mandábamos. No te lo agarraba fácilmente; “no hijita”, te decía. Era una persona muy grandota y la última vez que la vi en Salta estaba muy chiquitita. Estaba en un Encuentro de Mujeres y, aunque tenía el hotel pago, me fui y dormí con ella. Cuando la vi muy chiquitita casi me muero. Le dije porque no venía a Buenos Aires. Hablé con Valeria, otra trava que también se murió y que éramos las hijas predilectas de la gorda. Yo le dije que se quede un tiempo en mi casa. La sacamos a todos lados. Por lo menos le brindamos eso. Ella no decía que estaba enferma. Se quedó dos meses. La gorda no te levantaba una cuchara, le tenías que poner hasta los zapatos, tenías que atenderla. Estuvo en las dos casas. Le dimos el oro y el moro, ropa, tela que ella quería para el carnaval. Se fue en mayo. Un día me llamo la Marilú, presentí algo. Mi fantasía era que escuchar que estaba mal, pero no. En cambio me dijo: “Mirá, Lohanita, la gorda falleció”. La llame a Valeria, ella también se largo a llorar. Empezamos a llamar a todas las salteñas. Hicimos una colecta para afrontar los gastos. Las maricas pobres, las maricas que venían del campo, las travestis que se prostituían, todas pusieron algo. Contratamos micros, organizamos todo el velorio. Fue una escena muy fuerte que viví otras veces con amigas. El lío se armó cuando apareció una hermana.
–¿Por qué?
–Porque las travas la escucharon decir que se iba a llevar todo de la casa de la Pocha. Me fui hecha una furia porque nunca tuve perfil bajo, ni lo pienso tener y le dije a la hermana que la había echado a la Gorda como veinte veces: “No se les ocurra decir si las velas van a ser blancas o negras porque ustedes no son nadie. Las únicas que vamos a decidir sobre la Pocha somos nosotras porque la que hemos vivido toda la vida con ellas somos nosotras”. Volví y le dije a las maricas “Llévense cosas, pero sólo lo que necesitan”. Yo no me traje un alfiler porque una señora católica y religiosa como yo no se lo hubiera permitido. Todo esto se lo dimos nosotras y tiene que quedar en una compañera trava que lo necesite. En el cementerio despedí a mi amiga, pedí un aplauso, estaba terriblemente conmovida. Señoras bien religiosas cumplimos con todo. Cerramos con llave y se las dimos a la hermana de la Pocha que no podía creer tanta prolijidad. Después hice mi duelo por mi amiga. Y esa historia la viví tres veces con tres amigas. Tuve que poner dureza en resolver las cosas con mi amiga Catiluz que también fue una madraza que me cuidó, otra chica de la que guardo cartas, una era más delincuente que la otra, pero a mí siempre me protegieron. Murió, me avisaron, yo fui. Todo el mundo sabía que su única amiga que sabía lo que tenía o dejaba de tener era yo y había pelea por lo que dejaba entre dos bandos. Las hice rezar a todas varias veces. No quería que en vez de un velorio hubiera cinco. Empezaron a caer otras que en vez de antecedentes tenían prontuario. Cuando fuimos más el otro bando desistió. La enterramos a mi amiga. Todos esperaban que me quedara con la casa. Yo dije que las que se tienen que quedar son Adriana y Martina, que eran las que habían estado a su lado. Era una casa a la que no le faltaba nada. Me quede ahí, mire todo lo de mi amiga, entregué la llave y le dije “buenas tardes, mucho gusto”. No me atrevo ni a pasar, no tengo el valor de que me abran esa puerta y que mi amiga no esté. Y la tercera vez fue con mi amiga Valeria.
–Con la que fuiste a enterrar a la Pocha...
–Ella estaba en el Ramos Mejía. Salí y me largue a llorar. “Mi amiga se va a morir”, dije. Yo prefiero llorarla ahora y después acompañarla con fortaleza. Ya tuve experiencia en ver amigas morir de sida. Pero ella lo negaba a cuatro manos. Armó una historia novelesca para decirme. A la única persona que se lo quería decir era a mí. Ella tenía un auto descapotado y un pelo rubio que parecía de Los Simpson. Pusimos música muy de marica y seguíamos las dos, finas. Como somos las travas, suspendí las lágrimas y continuamos con nuestra vida y nunca le mostré debilidad, dolor, pena, nada.
–¿Sos religiosa en serio?
–Soy tremendamente católica. No creo en las jerarquías eclesiásticas. No dejo que ninguna jerarquía maneje mi vida. No creo en la Iglesia, ni en los curas, ni en las monjas. Estoy a favor del aborto, pero sí creo en Dios. No es una postura.
–¿Cómo te convertiste en feminista?
–Yo todas estas cosas las puedo contar, no porque no me atraviesen, sino porque me salvo el feminismo. Yo abracé el feminismo porque el feminismo me dio las herramientas para poder pensar todas estas cosas, para poder encuadrarlas. La idea tan iluminista fue el feminismo. Todas las historias las vivía en un extremo de absoluto castigo, asumiendo que era lo que tenía que pasar por ser travestis. Esa era la gran culpa. Cuando yo pude empezar a entender qué era la opresión, la sumisión fue cambiando. Cuando pude decir “decido sobre mi cuerpo”, cuando pude empezar a leer, cuando vi que había mujeres que habían pasado por eso y situaciones mucho más duras: la esclavitud, la hoguera, la prostitución. No era un hecho individual que me pasaba a mí como Lohana Berkins sino que había un sistema económico, fundamentalista, religioso que operaba sobre nuestros cuerpos y que había siempre una intencionalidad sobre los hechos. Valeria y Pocha van a vivir en mi. La mitad de mi vida y de mi cuerpo está muerto. Pero pueden ser un relato vivo para que otras no atraviesen lo mismo que La Pocha, Catiluz y Valeria. Todo mi mundo se desplomó con el feminismo y soy artífice de esta construcción.
–¿Cuando te encontraste con el feminismo?
–En los noventa con el lesbo feminismo con Alejandra Sarda, Ilse Fulkova, Chela Nadio, Fabiana Tron. Se daban discusiones y cuando ellas ponían en palabras lo que nosotras no podíamos poner era un bálsamo, era maravilloso. Ellas nos marcaban nuestros propios errores y, a su vez, ellas también tuvieron que repensar sus propias construcciones y limitaciones. Fue una cosa mágica. Conocer a esas compañeras fue maravilloso. Nuestra voz era tenida en cuenta, no querían hablar por nosotras como en otros espacios. Esa diferencia a mí me marcó. Después nos acercaban textos para leer que suscitaban grandes debates, que nos hacían confrontar con nuestra lesbofobia, nuestra transfobia, nuestra misoginia. Fue un antes y un después del movimiento travesti. Ellas siempre nos llevaban a la reflexión. Y empezamos a desaprender la violencia. Nosotras veníamos de la calle que te exige otros valores: ser más rápida, ser fuerte, agarrarte a los botellazos con alguien en dos minutos. En cambio, a partir del feminismo, empezamos a discernir a partir de la palabra. Ahí salió el transfeminismo
–¿Qué es el transfeminismo?
–Ya nosotras queríamos mucho más. Empezamos a darnos cuenta de los límites de la construcción de una víctima siempre mujer. Nosotras éramos, en parte, atravesadas pero en otras cosas no. Se empezaron a dar disputas dentro del feminismo y dijimos hay que plantarse y se nos ocurre el transfeminismo para hacer planteos desde la visión feminista pero que nos incluyera, para que ese posicionamiento también tuviera en cuenta nuestras agendas y nuestras corporalidades. Yo dije “soy feminista”, pero muchas nos dijeron “vos tenés un pene”. Fui muy insultada dentro del feminismo y eso te duele más porque no lo esperás de este sector. He recibido insultos gruesísimos. Estaba bien que yo vaya, que agite, que lleve el megáfono, que sea el cotillón, pero ¿qué osadía era esa de ser feminista?
–¿Había un feminismo transfóbico?
–Totalmente.
–¿Ya se extinguió?
–Yo creo que sí y que si sigue persistiendo no tiene la misma fuerza huracanada que tenía al principio cuando te decían: “pero de última vos sos hombre, sos un disfrazado, tenés pene”. Son cuestiones duras, pero “antes muerta que sencilla” (risas). Aunque, más allá de eso, surge el debate mucho más rico y más interesante de que había nuevas sujetas y nuevas corporalidades y que encarnaban el feminismo. Ni el feminismo de la igualdad, ni de la diferencia, ni de la primera ola. Yo me supongo que las niñas travestis que vendrán ya plantearan un feminismo supercibernético, hipergaláctico, con una cuestión de la movilidad de las luchas. Y para mí va a ser súper interesante.

No quiero ser ni neutral ni equilibrada

¿Pueden las memorias de una familia en particular volverse memoria social, más allá de la obligación de la memoria militante? En un libro íntimo que puede leerse como diario de una tragedia, pero también recuerdo amoroso de un mundo destruido, la periodista ofrece su respuesta: sí. Y cree que es necesario hacerlo para poder seguir reflexionando.

Por Soledad Vallejos

A veces las herencias no son individuales y privadas. María Josefina Cerutti cree en seguir tejiendo una trama en común. Dice que es necesario, tanto como “evitar las grietas”. “Siempre hay grietas, las tenemos los seres humanos. Yo entré por una de las varias que tengo, que es el dolor. Hay cosas que me hacen recordar a mi abuelo y no puedo parar de llorar, y tengo 54 años. Y todavía me gustaría verlo”, dice, a poco de tener en sus manos por primera vez un ejemplar de Casita robada (Ed. Sudamericana), el libro en el que logró hilar recuerdos personales para proponer otra memoria que sume. En el libro, como en sus frases de recién, Cerutti habla de Victorio, el hijo de inmigrante italiano afincado en Mendoza, que fundó una familia argentina con corazón napolitano, y regenteó una finca con viñedos y bodega que dejó relatos de clan algo legendario en Chacras de Coria. Era también uno de los cuatro hombres que un grupo de tareas secuestró en la madrugada del 12 de enero de 1977, después de una fiesta; el mismo que, con 75 años, fue llevado a la ESMA y torturado para lograr que firmara la cesión de sus terrenos –valuados en su momento en 16 millones de dólares–, que terminaron en manos del hijo y el hermano de Emilio Massera. De él hablaron María Josefina y dos de sus primas en 2015, ante el tribunal de la megacausa Esma; treinta años antes, en el Juicio a las Juntas, ella había visto hacer lo propio a su abuela Josefina y su tío Juan Carlos. Pasaron los años. Casa Grande, el nombre que la familia daba al corazón de la finca, nombra ahora al barrio alrededor. Además, ese lugar del que su familia había sido despojada es –ley mediante– sede provincial del Archivo Nacional de la Memoria.
Cerutti dice que la reflexión nunca se cierra, o por lo menos no todavía. Si se pregunta en voz alta “¿quiénes fueron los protagonistas que construyeron los 70?”, es porque cree que todavía las memorias familiares, personales, pueden sumar al cuadro que construyeron, con esfuerzo y por lograr justicia, las memorias militantes.
–Necesitamos todas las memorias. Leí mucho textos que dan vueltas a esto también, como los de Félix Bruzzone (Los topos), o Una muchacha muy bella, de Julián López R., o Diario de una princesa montonera, de Eva Pérez. Tenemos que seguir trabajando sobre esto, cada uno como pueda: los militantes, los que participaron de la lucha armada, los que no pero fueron militantes y los que quedamos alrededor, boyando ahí, todos tenemos algo que decir. Me considero alineada con la defensa de los derechos humanos, con el trabajo de Estela de Carlotto y los familiares, cada uno en su lucha, aunque nunca fui una militante en el sentido literal de la palabra, nunca fui una militante orgánica. Pero siempre apoyé, fui con la foto de mi abuelo a la Plaza. Yo creí que esto ahora, ya escrito, no me hacía llorar más. Y hoy empecé a llorar de nuevo, sobre todo cuando pienso en el momento en que tiran a mi abuelo. Me da un dolor físico. Necesitamos reflexionar sobre los 70. Tenemos que reflexionar, no nos podemos permitir otro momento de violencia, otros años de violencia, no puede volver a suceder eso. A veces pienso que en la historia de la Humanidad las cosas se repiten y me da tanto dolor. Y creo que es muy reflexionar desde las subjetividades que construyeron esta historia.
Casita... es “una crónica de no ficción” con nombres, apellidos, sobrenombres reales, dice Cerutti, que para escribirla apeló a sus propios recuerdos pero también a los de su madre, su hermana –fotógrafa, que registró también lo sucedido con la Casa Grande pero en imágenes–, sus primos, los vecinos que se allanaron a hablar y recordar. Encontrar otras palabras resultó algo más difícil de lo que esperaba. Sin embargo, los personajes, que fueron y son personas reales, se imponen: son hermanos, hijos, esposas, esposos, amigas cercanísimas, enemigos íntimos, en una familia habituada a que la vida transcurriera en el mundo delimitado por la finca y las relaciones sociales conocidas. “El mucho, el ‘todo juntos’. Esa cosa donde ninguno es uno y todos son todos, todos son la casa”, enumera, desde este otro mundo, el de 2016.
En aquel otro mundo, cuando el teléfono internacional era un lujo y las postales no alcanzaban a demostrar cabalmente cuán magnánima había sido la suerte, muchos expatriados devenidos bodegueros tenían a Hollywood como modelo narrativo: “actuaron sus propias películas”, cuenta Cerutti en el libro. Manuel, el pionero, fue uno de quienes se registraron en sus propios viñedos, entre trabajadores de la tierra, en sus bodegas, mostraban a la cámara sus autos, sus casas inspiradas en las del patriciado romano. En el verano de 1970, el abuelo Victorio, antiperonista casado con una socialista que amaba la buena vida, redescubrió la lata con la película en algún lugar de la bodega; hizo cerrar el cine de Chacras de Coria para proyectarla a la familia. Escribió Cerutti: “Apenas apagaron las luces, los bisnietos pudimos ver al nono en vivo y en directo. De traje, sombrero y bastón, baja, en 1934, de un Ford último modelo que un chófer estaciona en el patio de la Casa Grande. El mismísimo patio que serviría de apoyo para las telas rojas y negras con las que militantes y estudiantes universitarios harían bandera para acompañar en Ezeiza la vuelta de Perón a la Argentina en junio de 1973. Dejarían en el piso restos pegoteados de la pintura con la que rellenaron las letras de Fuerzas Armadas Revolucionarias”.
–En el libro, da cuenta de que hizo entrevistas antes de escribir.
–Sí, entrevisté a quienes aceptaron hablar. Como se ve, hay un desastre posterior al secuestro de mi abuelo, prácticamente entre primos no nos hablamos. Con esto pude acercarme a dos o tres, pero esta familia está muy atravesada por los conflictos económicos, que es un poco un problema de la burguesía en general, esa boludez burguesa de que tiene más valor la plata que los amores. Pero sí, entrevisté a muchos, leí las sucesiones, hablé con la gente de Chacras de Coria. Fue difícil. Hubo 2 o 3 personas que me contaron algunas cosas, pero pensé que iba a haber mas relato en el pueblo sobre esto. O quizá lo hay y no me lo dicen, y quizá cuando lo vaya a presentar allá me lo dicen. Pero quise hacer esta historia con estos grises, con estos blancos y negros. Me interesaba contar la intimidad. El subtítulo del libro es “el secuestro, la desaparición y el saqueo millonario que el almirante Massera cometió contra la familia Cerutti”, pero creo que en el libro hay algo que trasciende eso. Creo que lo que pasó con mi familia es también el cuento de esta América. Por eso empieza con la llegada a América y termina con la frase de “Facciamo l’America!”. La construcción de América no fue solamente la historia de inmigrantes exitosos, sino también una historia de violencia. No eran ni malos ni buenos, había cosas violentas, porque había algo del far west. Esta Casita robada es la historia de una tragedia, pero también de la construcción de América en el bien y en el mal. Una vez un amigo mendocino que leyó el borrador me dijo que los personajes son como dioses griegos, buenos y malos al mismo tiempo. Me interesa decir “esta es la humanidad”, al menos la que yo viví. Y heredé este mundo, aun en el desheredamiento más triste. Viste que los chinos decían que a la gente había que no solo exiliarla sino hacer que no tuviera un lugar a donde volver; Rosas, lo mismo. Massera hizo eso. Por eso siempre hablo del terremoto, del viento zonda: es esa cosa de arrasamiento, porque no tener donde volver es eso. Y aun así, nosotros, todos los nietos de Victorio, volvemos. Volvemos a la casa, nos paramos y seguimos yendo. No está él, no hay una tumba, pero la casa también es una tumba.
–Casi, como los textos de Bruzzone, Pérez, López R, reflexionan sobre los 70, la militancia armada y la vida después desde un lugar diferente, no a partir de las memorias militantes. ¿A qué atribuye que en los últimos años hayan ido apareciendo ese tipo de textos?
–En mi caso en particular, siento que porque pude encontrar el hilo. Durante mucho tiempo lo había pensado como algo de ficción, hacía talleres literarios para ver si salía, y nada. De repente, leí Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan, y creo que me abrió un canal, me ayudó a escribir de esta manera; me dije “por qué no puedo contar algo que no sea una ficción, que sea realidad”. Eso pasó. No creo que exista la verdad, creo que esto es lo que yo pude construir con mis dolores, mis amores, recuerdos, miradas. Ahora, ¿por qué estos textos son en cierto modo contemporáneos? ¿Tal vez porque habrá madurado algo de la reflexión?
–A la vez, Casita... es un texto profundamente político.
–Hay una posición política. Yo no quiero ser ni neutral ni equilibrada, ni formal, ni amorosa ni reconciliatoria. El libro es mi manera de decir esto. Pero es una posición política. A mí, además, personalmente me interesa la política. Nunca milité, quizá no tengo una posición militante, pero me interesa la política como compromiso. La literatura es una posición política también. Uno conoce al autor leyendo sus libros.
–Pero también es político en un sentido social, más allá de lo individual.
–Es que creo que hemos tenido tiempo de reflexionar sobre esto, a la luz de haber escuchado historias, narrativas militantes.
–En algún punto, la existencia de este texto también dice que esas narrativas fueron las necesarias para hacer justicia, pero son las únicas narrativas posibles.
–También la literatura puede ayudar a hacer justicia.
–¿Por qué?
–Porque es otra manera de dejar asentado algo que pasó. Es el testimonio. Escribir, etimológicamente, es más que un grafo, es rayar la piedra, es hacer un surco en la piedra. Y hay algo de ese surco que me parece que hay que legar. Antes se escribía en las piedras. No quiero que se olviden de esto, porque no es solo algo de la familia Ceruti. Me sumo a lo que dice Pilar Calveiro: tenemos que reflexionar sobre los 70 en un sentido humano, político, literario, artístico. Tenemos que construir algo con este dolor. Al principio del libro puse una cita de un libro de María Negroni, que en un momento dice: “Tu libro, por ejemplo, donde yo entro como a un pequeño infinito, está subiendo siempre a lo que baja, como esas piedras que el río lee en sentido inverso, a ver si consigue amar el corazón del daño”.
Es como apropiarse también del dolor, de todo esto y hacerlo construir, que sea creativo. Que el corazón del daño también sea una oportunidad de creación. No hay duda: no fue guerra, eso lo sabemos. Pero es necesario que no sea solo decir “somos víctimas”. Creo que es necesario pensar qué hacemos con esto. Uno puede hacer un cuadro, mi tía Malou pintaba esto (N. de R.: de hecho, en 2001 expuso algunas de esas pinturas en el Centro Cultural Recoleta). Yo lo escribí, lo vengo escribiendo hace años, escribí cositas, hice mi primer artículo periodístico sobre esto hace años. Y fui como amasando esta historia para que saliera así, como está ahora. Y me parece que tiene que ver con el amor, y a su vez con la necesidad y la urgencia de reflexionar sobre la violencia.
–¿Por qué urge?
–Porque no nos podemos permitir otra época de violencia. A veces la violencia se repite, la gente parece que no tuviera memoria. Andrew Graham Yool dijo que la memoria es la mejor manera de evitar los sufrimientos. Creo que también se evitan cuando uno construye y hace algo con ese vacío que quedó. Que te obligue a trabajar: escribir, pintar, plantar una planta. Los orientales dicen que la conciencia se toma en la acción. Es la acción del trabajo, de la obra, del pintor, del actor. Ahí nos transformamos. Yo me imagino este libro así: ¿viste los tejedores cuando van bajando el tejido en el telar poco a poco y de repente ven que es gigante? Cuando vi mi libro terminado, me dije que no entendía que era esto. Es como que se me acomodaron muchas piezas en la escritura.
–El final del libro cierra la historia pero abre otras cosas. Tal vez reflexión, debate.
–Me gustaría que sirva para talleres de escritura, para reflexionar, para pintar. Para lo que quieran. Para hacer barquitos. Es letra que es materia, que son dedos que trabajaron, que es una persona que soy yo porque lo bajé pero está mi abuelo. Y están los tonos que pusieron los inmigrantes en la construcción de América también, lo que significó. América es el gringo con el cuchillo bajo el poncho, los membrillos que perfumaban la casa, mi abuela que le rompía un cuadro en la cabeza a su sobrina. Esta es la humanidad, no los ideales que debían ser.
–Es la propuesta de pensarlos desde otro lado.
–Cuando empecé a reflexionar sobre esto, decía quiénes éramos, cómo se hizo esto. Yo lo que vengo a contar y no porque quiera denunciar nada, se nota, pero quiero contar quiénes eran estas personas. A todos nos faltan cinco para el peso. Estas eran las personas en sus circunstancias, como diría Ortega y Gasset. Eran hijos de América, eran millonarios. Hoy hablaba con un tío que decía “podíamos haber formado un imperio”. Pero éramos millonarios de pueblo. Esta gente hizo lo que pudo con lo que pudo, con lo que había. Era la torta que podían hacer, el plato que podía servirse. Hemos sufrido muchísimo con esto porque nos quedamos sin nada, no en términos económicos, sino sin la tierra que nos sostenía. Rosas decía “no hay que dejarlos volver”. Nosotros no tuvimos adónde volver. Yo voy ahí y camino por Chacras descalza para bajar, y a su vez digo “ahora tiene que pasar esta tristeza”. Para mí esto es muy sanador. Y me hace bien ir a la Casa Grande. Me saco los zapatos y siento que camino con todos. Mis primos hacen lo mismo: van, miran la casa. Fue muy fuerte para nosotros la historia. No hay ideales. Si no reflexionamos sobre la violencia, sobre por qué, para qué... Pienso en mi tío diciendo “dejen de hablar de revolución, miren dónde terminamos”. Esos grises construyen la sociedad, no la idea de la percepción. Somos oscuros, no somos transparentes. Estamos velados, somos difíciles, narcisistas, y con eso salimos a la calle. Hacemos algo con lo que podemos. Y si tenemos suerte, hacemos algo creativo.
–A veces se confunde solemnidad con respeto.
–Como soy muy laica, no creo en la solemnidad. No soy hija de ningún héroe. Y mi abuelo no era un héroe, era un ser humano de carne y hueso, mi abuela lo mismo. ¿Es respeto o irrespeto? No es eso, es otra cosa. No hay solemnidad posible. Una vez le preguntaron a Marguerite Duras si no le daba vergüenza hablar así de su hermano. Dijo: no, si era mi hermano, no era perfecto, yo no soy perfecta, quién es perfecto. Mi papá se tomaba hasta el agua de los floreros, pero también me enseñó cosas. Nadie nace en cuna de oro aunque sea el hijo de Rockefeller. Para todos nuestra cuna es de carne y hueso, de gente que no da lo que pueden. Cero solemnidad. En esto me parecen interesantes los otros libros, como el de Bruzzone, que dice “no sé si quiero militar en Hijos, no sé si quiero”.
–Y eso es ruidoso.
–Claro, para los que creerían que debería ser de esa manera. Y él quiere escribir en su casa, limpiar piletas, hacer su vida. Que sus padres hayan decidido su militancia fue algo de ellos. Uno no es los padres, uno es hijo de esos padres.
–Llevó mucho tiempo social pensarlo así.

–Un tiempo social que tiene que ver con tiempos de libertad, con apertura. Pasaron muchas cosas, sociales y personales, y en el caso de la literatura, gente que empezara a hablar. Uno tiene que autorizarse a jugarse por lo que quiere. Sino ¿qué estás esperando? ¿Que lo diga quién? ¿El jefe? ¿El jefe de quién? Es importante autorizarse, estar en lo propio, si no para qué la vida, para hacer la vida de quién.

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