lunes, 31 de agosto de 2015

“Hay un intento de entender cada vez más mi propio mundo”

En su trabajo más “autobiográfico”, la escritora lleva más lejos su agudeza y su sensibilidad para explorar lo “raro” en un registro próximo a la realidad. “Mi literatura nació en lo extraño absoluto y se fue acercando cada vez más a mi vida”, señala.


Por Silvina Friera

La calma precede al estallido en los cuentos de Siete casas vacías (Páginas de Espuma) de Samanta Schweblin. Madre e hija salen a mirar casas y el asunto de los límites traspasa la raya con el robo de una pequeña azucarera. Los hijos se pueden extraviar bajo el mismo techo –cualquiera sabe lo fácil que es perderlos de vista–, quizá lo extraño sea que se pierdan junto a dos abuelos que se corren desnudos por el jardín. Una mujer reconoce el sonido del puño pesado de su vecino Weimer cuando le toca la puerta para pedirle que lo deje pasar al jardín a juntar la ropa de su hijo muerto, como si esas prendas fueran una especie de cordón umbilical que lo mantiene unido a su hijo. Lola, una anciana enferma, cruel y repleta de manías, como por ejemplo hacer listas, quiere morirse. Pero todas las mañanas, inevitablemente, vuelve a despertarse. Hay una joven que regresó a Buenos Aires y pierde el tiempo y se pierde ella misma. Una nena se tomó de un saque una taza de lavandina. El camino de la casa al hospital, con toda la familia en el auto, es de un vértigo tan alucinante como dramático: para avanzar más en un tránsito parado, la bombacha blanca de la nena de ocho años, hermana de la que se intoxicó, resulta un trapo de suma utilidad para abrirse paso. Lo raro de la situación se desplaza hacia un hombre ojeado que la nena sin bombacha conoce en la sala de espera. “Tengo que decir algo”, piensa una mujer que sabe que va a separarse y sale de su casa con una bata y una toalla en la cabeza en un “insólito estado de alerta” que la libera de cualquier tipo de juicio.
Siete casas vacías, que obtuvo el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, es un libro en el que Schweblin lleva más lejos su agudeza y su sensibilidad para explorar lo extraño en un registro próximo a la realidad. “Mi literatura nació en lo extraño absoluto y se fue acercando cada vez más a mi vida. Es el libro de cuentos más autobiográfico, no sé si es mejor o peor, pero evidentemente hay un intento de entender cada vez más mi propio mundo. Quizá mi mundo era ‘eso otro más fantástico y absurdo’, pero uno va creciendo y va viviendo en un mundo más real”, plantea la escritora en la entrevista con Página/12.
–En el cuento “Un hombre sin suerte” hay una tensión entre “decir” y “escribir” que está presente también en otros relatos con mayor o menor intensidad. ¿Decir es escribir?
–Sí, totalmente, decir es escribir. No puedo decir mucho hablando; por eso me complica tanto el tema de la exposición, de la prensa. Clarice Lispector tiene una frase que me encanta y con la que me siento muy identificada. Ella dice “las palabras son mi dominio sobre el mundo”. Lo que me pasa es que siento que todo lo que es oral no lo puedo controlar: las palabras se me escapan, se me deforman, son inestables, me dan sorpresas desagradables. No tengo control sobre las palabras orales. En cambio cuando las palabras están en el papel yo las sostengo, las ordeno, las repienso y puedo tener mucha más precisión en lo que pienso. Y también me ayudan a pensar, me ayudan a descubrir cosas que no puedo descubrir hablando, que las descubro escribiendo. En algún punto los cuentos me ayudan a hacer una suerte de recorrido y aprendizaje: descubro y entiendo cosas y llego a lugares a los que no podría llegar desde el habla. Es verdad que hay mucho de eso en los cuentos, como “Pasa siempre en esta casa”, cuando ella abre la canilla para lavar los platos y tiene una relación con las palabras mientras el agua corre, como si escribiera con la cabeza. Y cuando cierra el agua eso se acaba. Y también está Lola haciendo listas, que es como una manera de escribir, de apuntalar qué es lo importante.
–Lola con sus listas y sus miedos es un personaje inquietante, incómodo. ¿Está inspirada en muchas mujeres obsesivas que conoció? ¿Cómo fue el trabajo con ese personaje?
–Fue un personaje complejo para mí porque es un personaje odioso, con el que no me llevo bien. En general voy muy alineada con mis personajes, voy detrás de ellos, los conozco, los quiero. Lola me parece un ser muy desagradable, mala persona, no podía empatizar. Hay alguien mayor en mi familia que tiene los problemas respiratorios que tiene Lola, ese silbido, pero la personalidad de Lola no tiene nada que ver con esta persona. Vengo de una familia de muchas mujeres que han muerto con Alzheimer y muy grandes. Mujeres a las que le llevó muchos años morirse. Querían morirse, pero tenían la misma sensación que tiene Lola de que la muerte exige de verdad un golpe emocional o físico, que no basta con querer morirse. Morir cuesta y requiere un esfuerzo. Una de las fatalidades que arrastra esta larga vida que estamos teniendo es que no vivimos hasta los 80 o 90 años en plenitud, sino que seguimos viviendo en plenitud hasta cierta edad y después nos lleva 15 o 20 años morirnos. Esto me parece espantoso, un tema que hay que pensar, que me inquieta bastante. Una cosa es la muerte espontánea y otra cosa es el horror de una muerte eterna, esta cosa que tiene Lola de despertarse cada día y maldecirse por volverse a despertar y no poder creer que siga en este mundo.
–¿De dónde viene la obsesión de Lola por hacer listas?
–Eso es mío, me encantan las listas. Hago listas para todo: listas de las cosas que me quiero acordar; listas de las cosas que quiero pensar y quiero tener en cuenta cuando tomo determinadas decisiones; listas que meto en las valijas para no olvidarme las cosas cuando viajo; listas de compras y listas sobre los demás... Las listas me liberan, yo siento que todo lo que pongo en una lista se me va de la cabeza, queda ahí, suspendido, para un momento que controlaré y administraré más adelante. Es un problema que ya no tengo en la cabeza y tengo en el papel, un poco como la escritura.
–¿Cuál fue la lista del cuento de Lola “La respiración cavernaria”?
–El de Lola es un cuento muy moroso y requiere de esa morosidad, que es algo bastante pesado porque me gusta trabajar la tensión, el suspenso; entonces escribir un cuento moroso fue toda una osadía, me costó bastante. Fue un cuento escrito en diferido, no fue escrito en una sentada. Había muchas cosas que no quería olvidarme, que quería tener presente a la hora de reconectar con la historia. No me acuerdo cómo era la lista de ese cuento, pero quizá tenía cosas referidas a los tiempos que va viviendo Lola, qué se acuerda en cada una de sus etapas porque ella va perdiendo la memoria. El tema del Alzheimer es terrible. Me acuerdo de llegar a la casa de mi abuela y ver un cartel en la heladera que decía: “Esta es mi casa, este es mi nombre, esta es mi letra”. Mi bisabuela creía que en el fondo de la casa había unos uruguayos con los que siempre hablaba y nunca nadie vio, por supuesto. En la muerte siempre hay pérdida, sobre todo con el cuerpo. Podés perder parte de tu cuerpo y eso te va destruyendo. Pero la pérdida más horrorosa es la pérdida de la memoria porque de verdad te perdés por completo. Ni siquiera te sirve el cuerpo porque no estás ahí. Es una muerte espantosa y es una muerte en la que podés seguir vivo.
–¿Por qué los cuentos están atravesados por un interés por las casas como espacios de contención?
–Hay algo de la rigidez de esa estructura que me fascina bastante, que por un lado son el techo, el cobijo, el lugar de confort y seguridad, pero también son estructuras que te encierran, te limitan, que tienen que ver con lo tradicional de una familia, con lo que se ha pactado muchos años atrás, con todas las limitaciones y los miedos que se heredan. Uno puede entrar y salir de las casas, pero es un poco difícil moverse adentro. De hecho son personajes que creo que en casi todos los cuentos el cambio, el hecho de encontrar una solución, la liberación, el entender al otro o el conectarse siempre implica salir de esas casas. Si no salen, no pueden hacer nada.
–En “Cuarenta centímetros cuadrados” el personaje regresa a Buenos Aires y está en la casa de la suegra. No tiene su casa, está buscando un lugar...
–Sí, fijate que ahí no hay casa, hay búsqueda de la casa. En el único espacio donde se queda tranquila es en un banco en el subte, debajo de la tierra, esa cosa de volver a algún tipo de estructura que te proteja cuando no tenés nada. Todos establecemos esa relación con las casas: salimos todas las mañanas a hacer nuestras cosas en una sensación de liberación, pero hay un momento del día en que volvés para descansar, para recomponerte, para reencontrarte con tus objetos, con las cosas que elegiste y con las que te sentís cómoda; es algo tan estructural a lo que somos como seres humanos ese lugarcito rígido donde poder dormir. Uno duerme en un espacio que sabe que no va a cambiar durante la noche, un espacio que va a ser el mismo en que uno se va a despertar. Eso es seguridad para los seres humanos. No hay sorpresas: en el mismo espacio donde te dormís te despertás.
–Es interesante la idea de enterrar objetos, de tener una especie de cementerio de las cosas obtenidas en esas salidas entre madre e hija del primer cuento “Nada de todo esto”. ¿Cómo surgió ese relato?
–No es autobiográfico eso, ¡por favor! (risas). Nosotras salíamos a ver casas con mi mamá. No es algo que hacíamos profesionalmente como la madre e hija del cuento. Cuando era chica, en verano íbamos a Atlántida (Uruguay), a la playa. Era una época en que mis papás estaban construyendo su casa de Hurlin gham; entonces fueron dos o tres veranos en los que cuando llovía nos subíamos los cuatro al auto y salíamos a mirar casas. Después el cuento no tiene nada que ver con eso. El chiste que hacemos con mi hermana al día de hoy es: “No hay nada que hacer, salgamos a mirar casas”. Me doy cuenta de que en comparación a los libros anteriores hay más cosas autobiográficas. No a modo argumental, los cuentos no tienen nada que ver con mi vida, pero sí como punto de partida. Por ejemplo, toda la primera parte de “Un hombre sin suerte”, la escena de la bombacha con el padre hasta que ella se sienta en la sala de espera del hospital, es autobiográfico. Mi hermana se tomó una taza de lavandina a los tres años, mi papá nos vino a buscar, nos quedamos trabados por el tránsito, y me pidió la bombacha porque era lo único blanco que había en ese momento para avisar: “¡Se muere mi hija, córranse!”.
–Hay una mirada crítica sobre cómo se comportan los adultos. Cuando aparece alguna niña en los cuentos, siente perplejidad ante el mundo adulto.
–Claro. Hay algo de esa perplejidad que es absolutamente autobiográfica y no superada. Me sigue generando perplejidad algunas cosas que hacemos (risas). Incluso cuando hay buenas intenciones, como es la escena final de “Un hombre sin suerte” cuando la madre la revisa a la nena para ver si el tipo no le hizo algo malo, el movimiento que ella hace la deja desnuda a la hija delante de todo el mundo. Eso es mucho más violento que lo que hizo ese hombre sin suerte. Me parece interesante la relación de los adultos padres con estos niños. Los padres son estas figuras que están todo el tiempo intentando protegerte, enseñarte, empujarte, pero a la vez todo eso te lastima, te duele, te condiciona, te limita, te asusta.
–A pesar de las buenas intenciones, los padres son fábricas de generar miedos e inhibiciones en los hijos.
–Sí, pero a la vez es algo inevitable. Tomes el camino que tomes, educar y formar al otro es deformarlo. Es la primera tragedia del ser humano: no hay amor sin deformación. Esto me resulta dramático y atractivo; un padre es la persona que más te quiere en el mundo, pero no puede no lastimarte.
–Hay un tema que atraviesa a todos los cuentos y es la pérdida en un sentido amplio: perder la memoria, perder a los hijos, perder ciertos objetos, perderse... ¿Por qué le interesa la pérdida?
–La pérdida está presente desde mi primer cuento. Quizá porque es la contracara del control. Yo soy muy controladora y a la vez soy muy despistada, entonces estoy todo el tiempo sosteniendo cosas y olvidándome que estoy sosteniendo esas cosas, ¿no? De pronto te olvidás que todavía tenés cuatro o cinco cosas atadas a la mano y de pronto tenés las manos vacías y te preguntás: ¿qué me olvidé? Estamos más obsesionados con el hecho de perder que en qué es lo que estamos perdiendo.
–Uno de los grandes dilemas de estos cuentos está en recordar y olvidar; el olvido es necesario porque si nuestras mentes pudieran cargar con todo lo vivido, no podríamos soportarlo. El otro dilema, como si se desprendiera del anterior, está entre acopiar o acumular objetos y perderlos, ¿no?

–Claro, y es un poco lo que pasa en “La respiración cavernaria”. Como ella no puede morirse de ningún tipo de golpe lo que resuelve es deshacerse de sus objetos, ponerse un poco en cajas, clasificarse y donarse. Yo creo que con nuestros objetos también ocupamos un lugar, es una especie de dominio sobre el mundo, como cuando uno pone el cepillo de dientes en la casa del novio como diciendo “también acá estoy” (risas). Cuando todos esos objetos empiezan a desaparecer, desaparece uno también.


Página 12

viernes, 14 de agosto de 2015

Tejer calceta

Por Juan Forn
Durante la última ola de terror de Stalin, cuando Anna Ajmátova no sólo tenía prohibido publicar sino que además sometían su departamento a razzias periódicas y hasta le habían puesto micrófonos ocultos, su táctica para evitar el cepo literario era dar a memorizar a siete personas de su máxima confianza cada poema que escribía. Nadiezhda Mandelstam no pudo ser de la partida porque ya conservaba en su cabeza todos los poemas de su marido, el gran Ossip (muerto en los gulags de Siberia por aquel epigrama que le dedicó a Stalin). Pero la joven Natalya Gorbanevskaya no tenía marido y vivía en el mismo edificio que Ajmátova, la admiraba sin límite y además tenía una memoria especialmente fértil para la poesía: así ingresó al círculo de Las Calceteras. Ajmátova las llamaba así porque cada una de las visitantes llegaba al departamento munida de agujas y lana, y hacía ruido de tejer para los micrófonos de la KGB mientras memorizaba línea por línea el poema garabateado en un papel que Ajmátova le mostraba y que procedía a quemar en el cenicero en cuanto la visitante le daba un silencioso gesto de asentimiento. Así se hacía realidad en la URSS de Stalin la famosa profecía de Bulgakov: “Los manuscritos no se extinguen en el fuego”.
Eran los tiempos en que casi no se veían hombres por las calles rusas: o habían muerto en la guerra o Stalin los había hecho desaparecer en las purgas, o el miedo los había convertido en soplones. Mentira: quedaban los jovencitos, y Ajmátova tenía una pandilla de revoltosos admiradores (el pelirrojo Joseph Brodsky y sus amigos), pero los eximía de riesgos porque no quería que terminaran en el gulag por su culpa. Ya había visto caer a dos maridos y a un hijo; prefería valerse de mujeres. Hay una hermosa anécdota de esa época: Nadiezhda Mandelstam iba en un colectivo lleno que se bamboleó al pasar por un pozo; se agarró del brazo de la persona que tenía al lado y, al darse cuenta de que era una viejita tan esmirriada e inmaterial como ella, le pidió perdón con vergüenza pero la viejita contestó: “No es nada. Las mujeres como usted y como yo somos de hierro”.
Natalya también era de hierro. Además de memorizar los poemas de su vecina (gracias a Gorbanevskaya llegaría a Occidente Réquiem, el libro más impresionante de Ajmátova), traducía a polacos y checos prohibidos, escribía sus propios poemas y se encargaba de tipear y repartir un panfleto disidente titulado “Crónica de Acontecimientos Actuales”, hasta que la internaron en una clínica psiquiátrica: junto a otras ocho personas fue a enarbolar una bandera checoslovaca en la Plaza Roja de Moscú el día en que entraron los tanques rusos a Praga. Gorbanevskaya había ido a la plaza con su bebé en brazos y los de las KGB, para que no se dijera que no respetaban la maternidad, esperaron a que dejara de amamantar a su hijo y recién ahí se la llevaron. A los dos años la soltaron: los químicos que le habían inyectado no habían hecho mella en su carácter (siguió redactando y repartiendo aquel panfleto disidente hasta que la expulsaron de la URSS) pero sí melló su memoria prodigiosa: cuando le pedían que recitara sus poemas, en las reuniones clandestinas, las otras mujeres la ayudaban a terminarlos cuando se trabucaba por la mitad.
En lo que nunca claudicó fue en recibir y cobijar a todas las esposas o hijas de disidentes que quedaban desamparadas, primero en su país, después en su exilio en un monoblock en París. Antes de morir, retornó a Rusia: se cumplían cuarenta años de la entrada de los tanques rusos a Praga y volvió a ir a manifestar a la Plaza Roja y volvió a caer presa, esta vez por la policía de Putin. La liberaron porque la sabían casi póstuma, pero la expulsaron de nuevo, y habría muerto apátrida si los polacos y los checos no le hubieran dado ciudadanía honorífica por su contribución “a la poesía y a la verdad”. La ciudadanía honorífica no incluía sostén monetario y Gorbanevskaya murió pobre en París. Su hijo se estaba preguntando cómo pagar el entierro cuando se presentó un viudo a ofrecer sus condolencias y también una tumba vecina a la de su esposa muerta, en el cementerio de Passy. Gorbanevskaya había ayudado a esa mujer en la URSS, el viudo se había vuelto a casar y se iba a vivir a Australia, así que cedió su parcela y es por eso que los restos de Gorbanevskaya yacen junto a los de aquella compatriota, que representa a todas las mujeres a las que ayudó en vida sin pedir nada a cambio.
En su cocina de Moscú siempre había mujeres que criaban solas a sus hijos y que continuaban con la práctica de tejer calceta contra el régimen. Entre ellas había una muchacha que ocuparía años después su lugar. “Yo no era una disidente. Era la chica que lavaba los platos mientras ellas hablaban. Yo recuerdo cada cosa que decían, incluso cada cosa que pensaban, pero ninguna de ellas se fijaba en mí”, dice hoy Ludmila Ulitskaya, que por entonces sólo era conocida por su diminutivo, Liuska. Cuando le preguntaban a Gorbanevskaya quién era esa muchacha tan callada, de pelo corto y pecho chato, ella contestaba: “¿Liuska? Liuska es escritora. Ya van a ver”.
Ulitskaya era hija de judíos, motivo por el cual se le negó ingreso a la universidad y terminó trabajando en un laboratorio, inoculando ratas. “El Día del Juicio enfrentaré mi sentencia hundida hasta las rodillas en ratas muertas”, ha escrito. En aquel laboratorio se volvió ávida consumidora de samizdats hasta que la pescaron leyendo uno (la novela Exodo de Leon Uris). “Ahora que puede comprarse en cualquier librería, nadie la lee porque es de una mediocridad pavorosa, pero por ese libro quedé en la calle.” Así llegó a lo de Gorbanevskaya y gracias a ella consiguió su siguiente trabajo, en el Teatro de Cámara Judío en la región de Birobidzhan, en la frontera con China, un intento fallido de desterrar en masa a la población judía de Rusia en los años ’70: el teatro debía hacer repertorio idish pero ninguno de sus integrantes hablaba bien el idioma, así que sólo hacían obras infantiles con marionetas. Ulitskaya sintió que podía mejorar casi sin esfuerzo esas obras, pero enseguida comprendió que era más lógico escribir cosas propias que emparchar obras ajenas.
Sólo que el formato teatral no era lo suyo y las marionetas tampoco: prefería las personas de carne y hueso. Todos sus libros parecen salir de aquellas veladas en lo de Gorbanevskaya y las historias que se contaban unas a otras aquellas calceteras: la vida sin hombres, el desa- rrollo de la inteligencia y la templanza y la picardía para resistir, los infinitos pliegues de esa vida, en los tiempos de Brezhnev, y en los de Gorbachov y de Putin. En su libro Mentiras de mujeres, rinde un homenaje hermoso a Gorbanevskaya: una jovencita inculta ayuda a una maestra jubilada que padece Alzheimer. La vieja a veces entorna los ojos y recita poemas formidables. La jovencita los copia en un cuaderno. Cuando muere la vieja asisten al velorio todos sus ex alumnos. La jovencita siente que ninguno aprecia en su real medida a la difunta así que abre el cuaderno y comienza a recitar aquellos poemas copiados en su letra infantil. “¿No entienden todavía qué clase de persona era?”, les dice. Y descubre para su consternación que todos esos poemas que creía que eran obra de la viejita son en realidad de la legendaria Anna Ajmátova.