Hombre, mujer, monja, conquistador, virgen según las mujeres que
la revisaron, sanguinaria según quienes no contaron el cuento, Catalina de
Erauso (¿1585?-1650) pasó a la leyenda como la monja alférez. Su historia
admite incontables versiones, desde la de María Felix en los años cuarenta
hasta la de SOY, aquí y ahora.
Por Gabriela Cabezón Cámara
Heme aquí, prisionero en esta nave y presa de estos hábitos de
monja, cautiva yo, el alférez más osado de los ejércitos del magno rey de
España en la América del oro y las batallas, yo que he amado a tanta dama en
tierras nuevas, yo que he muerto a unos mil indios y caciques y también a diez
caballeros españoles y he vertido la sangre de mi hermano, la única que mancha
aún hoy mis manos y carga de pesares mi conciencia. Heme aquí en este barco en
este océano, despojado de mi espada y de mi daga, salvada apenas mi vida una
vez más por gracia de un obispo y sus matronas que me vieron tan hombre como he
sido pero me hallaron hembra y bien doncella con sus dedos de cuervo inquisidor.
Así nací, mozuela, treinta y dos años atrás en tierra vasca:
Catalina de Erauso me llamaron. Me criaron mis padres en su casa hasta que tuve
la tierna edad de cuatro y enviáronme al convento de mi tía, a aquellas celdas
frías y sin vida, a los rezos, los bordados, la obediencia, a los golpes
furiosos de las monjas, a la sombra de la cruz entre las piernas. Una noche vi
la puerta de salida, las llaves que mi tía atesoraba: abrí reja tras reja y me
alejé de los brazos de Cristo y sus esclavas. Habíale robado yo a mi tía
tijera, aguja e hilo y unas telas. Pasé los días siguientes en un bosque,
cosiendo los calzones, las polainas y me hice la camisa con la tela de la
enagua que me habían puesto esas brujas. “Adiós, adiós, hermanas de la muerte:
no será entre sus yertas ubres que yo encuentre ese lecho donde entregaré mi
alma, adiós, adiós, urracas sedentarias, olvidad a la niña Catalina, que yo de
aquí me voy Francisco de Loyola”, cantaba para mí mientras huía tan lejos como
pude de esas celdas.
Anduve caminando por dos días sin más para comer que pocas
hierbas. Llegado hube a Victoria y allí fui empleado del marido de una prima de
mi madre sin darme a conocer. Leía yo el latín, me quiso dar estudio, no quise
yo ser catedrático como él, quiso tocarme, le robé algunas monedas y me fui.
Unos días de camino me tomó alcanzar a la gran Valladolid, la corte del rey
bueno Don Felipe. De paje trabajé hasta que una noche mi padre apareció
buscándome. No pudo conocerme frente a frente, pero igual cogí mi ropa, mis
doblones y partí. Después de mucho andar llegué a Bilbao: no hallé techo ni
trabajo ni aun pan, mas tuve mi primer enfrentamiento y mi primera temporada en
una cárcel. Quisieron fastidiarme unos muchachos, yo herí a uno sin más armas
que una piedra. Después pasé dos años trabajando de paje bien tratado y bien
vestido en la ciudad generosa de Navarra. Volví a San Sebastián por ver
familia: ya todo un mozo escuché misa en mi convento, muy cerca de mi madre y
de mi tía. Las miré, me miraron y no me conocieron; como nacido otra vez partí
a Sevilla y desde allí, convertido en grumete de galeón, zarpé a la América que
habría de ser mi tierra.
Alfonso Díaz de Guzmán pasé a llamarme. Conocí el ancho mar hasta
las Indias, la batalla naval contra holandeses, el calor tropical, las dulces
frutas y el abrazo amoroso de las negras. Recibióme Cartagena de las Indias y
Panamá me dio para mercar un buen trabajo, buenas ropas, buen dinero. Pero
habría también de darme más: el primero de los muertos por mi mano. Había ido
yo a la comedia por las risas y volví con la mueca de la muerte grabada en mis
pupilas para siempre. Un tal Reyes se sentó delante mío, me tapó la visión con
su sombrero. Yo le pedí gentil que se corriera, él contestó que cortaría mi
cara. Mis amigos me sacaron de la sala resollando furioso como un toro. El tal
Reyes volvió por su desgracia, lo vi, tomé el cuchillo y lo llevé al barbero
por filo y por serrucho. Lo encontré por la calle y le di el tajo en la cara
que él me dijo. Con la punta del metal le entré a su amigo que cayó y nunca más
se levantó. Fui a prisión mas me salvó mi amo: para evitar la venganza me
propuso que casara yo con la tía del tal Reyes, una dama que supo ser muy de su
agrado; noche a noche la veía en casa de ella que caricias sin cesar me
prodigaba. Una vez me encerró en su dormitorio y juró por Satanás que sería de
ella. No me avine y me fui de Panamá al Perú que había sido de los Incas. Hasta
allí me siguió Reyes por venganza y me atacó junto a un amigo bien armado. A
los dos los maté yo con mi espadita. Hube de irme otra vez, ahora a Lima.
Tampoco estuve mucho en esa tierra: tenía mi amo, un mercader muy rico, dos
cuñadas, doncellas muy hermosas. Una de ellas se me inclinó amorosa y solíamos
jugar las largas siestas. Una tarde, estándome acostado en sus polleras
peinándome y andando entre sus piernas, nos vio el amo a través de una ventana.
Me echó el hombre de su casa y de su tienda y tomé plaza de soldado en el
ejército que se iba de guerra a la Araucaria.
A caballo los mil seiscientos hombres arribamos a Concepción de
Chile, razonable ciudad con su obispo, sus iglesias y sus plazas. Sabe Dios por
qué allí me dio alegría para tornarla luego en amargura, encontré a Miguel de
Erauso, hermano mío que no me conoció pero me quiso. La primera reyerta la
tuvimos por la dama que él entonces frecuentaba. Fui con él varias veces a su
casa y otras veces fui solo a visitarla; lo supo Miguel y en la puerta me
embistió a cinturonazos. En la mano me hirió y se hizo forzoso que cargara yo
también contra mi hermano. Se enteró el gobernador de la pelea y otra vez hubo
destierro para mí.
Me esperaron Pacaibí y la guerra con los indios. Tuve más de diez
batallas en Valdivia, destrozamos salvajes a mansalva mas siempre volvían más y
una batalla nos mataron a miles y escaparon galopando con la bandera goda.
Pinché a mi caballo, arremetí, luché cuerpo a cuerpo con el recio cacique de
los indios. La bandera le saqué y también la vida, mas me traje tres flechas en
el cuerpo. Fue así que me hice alférez.
Me volví de licencia a Concepción y allí me hirió para siempre la
Fortuna. Jugaba yo a la cartas una noche, un alférez dijo frente a todos que
mentíale yo como un cornudo. Saqué la espada, se la clavé en el pecho. Cargaron
contra mí de a muchos, herílo al auditor, después murió. Busqué refugio en la
iglesia de Francisco, allí estuve seis meses hasta que el tiempo, y las otras
ofensas que depara, me alejaron de la urgencia de la ley. Mas no fue ésa la
peor de las desgracias: un amigo, alférez vivo, me pidió que le hiciera de
padrino para un duelo. Dije sí, allí fuimos, noche oscura. Cayeron mi amigo y
su enemigo, seguimos los padrinos con los filos, cayó el otro y, ay, ahí lo
supe, a mi hermano había abatido. Pedía confesión, corrí a la iglesia, fueron
dos frailes, un médico, yo mismo; recordé mis oraciones, hinqué mis rodillas,
pedí a Dios, prometí reformarme si sanaba. Nada, nada: el bueno de Miguel se me
murió.
Otra vez preso un amigo me salvó. Me dio un caballo, algunas armas
y corrí hasta Tucumán. Crucé la cordillera, vi hombres congelados, pasé hambre,
el frío me atería, hube de comerme a mi caballo y seguí a pie. Una mestiza más
buena que una hogaza la vida me salvó y quiso casarme con el fiero demonio de
su hija. Yo no quise a la india, siempre tuve inclinación por la belleza.
También quiso casarme el viejo obispo con la niña de sus ojos, la sobrina.
Acepté, tomé la dote y me fugué.
Me salí del ejército, volví a entrar, busqué oro, fui un arriero,
llevé trigo del campo a la molienda y perdí las ganancias a las cartas y maté y
fui herido por las trampas. Por un crimen que no hice casi muero condenado y
por otro conocí la altura del cadalso y la aspereza de la soga en la garganta.
Una última reyerta me llevó a los pies del obispo de Guamanga. Viendo al santo
varón me conmoví y hube de contarle la verdad: que era mujer, que había huido
del convento de mi tía, que el día anterior a profesar me escapé, me corté el
pelo, partí allí y acullá; me embarqué, aporté, trajiné, maté, herí, maleé,
correteé, hasta venir a parar en lo presente.
Y así me vi otra vez monja y mujer, condenada al convento de mi
España, en un barco sin más armas que una pluma y un papel y sin nada que hacer
más que escribir. Volví a Europa mas me precedió la fama; el obispo no guardó
la confesión. La vuelta al convento fue tan dulce que lloraron las hermanas mi
partida. Comprobaron que no había profesado. Felipe III permitióme usar mi
nuevo nombre, Antonio de Erauso, para siempre, y el papa Urbano VIII, mis
vestidos de varón. Crucé otra vez el mar y me perdí. Esta historia la termino
en el desierto, arriando dos mil vacas para el Cuzco. En España fui monja
forajida, aquí me hice alférez y aquí le entregaré mis huesos a la tierra.