martes, 11 de noviembre de 2014

Aurora Bernárdez, un gran apoyo a la literatura y a la cultura



Conocí a Aurora Bernárdez 
y a Julio Cortázar en 1958, en París. Siempre me impresionó su inteligencia y cultura literarias. Era una verdadera maravilla oírlos hablar cuando estaban casados. Expresaban una inteligencia como si la hubieran ensayado, casi teatral. La cultura literaria y personal de Aurora era tan rica como la de Julio. Siempre creí que en ella había una escritora que no se manifestaba, pero que en un gesto de generosidad y heroísmo decidió que en su familia solo hubiera un escritor. La mejor época literaria de Cortázar fue a su lado.
Fue una traductora espléndida de varios idiomas y de autores importantes como Sartre, Durrell y Calvino. Ayudó a Cortázar cuando tradujo Memorias de Adriano, de Yourcenar.
Era una persona extraordinariamente delicada, con un tacto exquisito en la conversación. Quienes los conocimos pensábamos que formaban la pareja perfecta, que nunca se iban a separar. Se volvieron a juntar cuando él estaba enfermo. Fue muy buena idea que Julio la dejara como albacea literaria porque hizo ediciones póstumas excelentes.
Se pierde a alguien muy valioso, no sólo por la enorme ayuda y colaboración que prestó a Julio en su mejor época como escritor, sino por ella misma, porque a través de sus traducciones dio un enorme apoyo a la cultura y a nuestra lengua. Era de esas amistades que enriquecen.
El verano del año pasado tuve un diálogo con ella muy bonito, en El Escorial, por los homenajes a Cortázar con motivo de los 50 años deRayuela. Me emocionó verla, después de tanto tiempo, y comprobar que estaba bien y seguían intactas su energía y su curiosidad. Era genuinamente modesta, y a lo largo de toda su vida procuró ser invisible. Quienes los conocimos sabemos que fue la persona con quien Cortázar compartió su preocupación intelectual y su trabajo sin ninguna duda, con una inteligencia y complicidad envidiables.

Por Mario Vargas Llosa

El Pais

sábado, 8 de noviembre de 2014

Presa política a los 17, aún sufro las consecuencias

Represión en el gobierno de Isabel Perón. Durante una clase de Historia en quinto del secundario, habló bien de Vietnam. Una profesora la denunció y empezó un derrotero de casi tres años en distintas cárceles, con momentos en los que estuvo absolutamente aislada. En 1978 le permitieron salir del país. Hoy cuenta cómo lo padecido en aquella etapa dejó una huella que duele.

Mi hermana me fue a visitar a la cárcel de Devoto cuando se inauguraron los locutorios, cubículos que separaban a la presa del familiar mediante un vidrio dotado de un dispositivo por el que pasaba la voz. Era 1977, y yo estaba a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. En protesta contra este método de visita que impedía el contacto físico entre las personas, la mayoría de las presas no se presentó, siguiendo la orden de sus respectivas organizaciones políticas. Yo, militante de Vanguardia Comunista, un partido político minoritario, fui. Después de la visita, me llevaron al Departamento de Asuntos Judiciales de la cárcel. Creí que me comunicarían el permiso para salir del país, que mi familia venía tramitando. Pero lejos de conmutarme la pena, me informaron de una nueva: me acusaron de haber rayado la mesita del locutorio, y me aislaron por tiempo indeterminado. 

Eso fue lo más duro, el aislamiento total. Es una tortura sutil que socava los fundamentos de la persona sin dejar marca exterior. Encerrada en una pequeña celda de castigo, mis sentidos estaban privados de todo estímulo. No había nada para hacer, nada para mirar, nada para escuchar. Alejada de todos, sólo podía dar tres pasos para un lado y tres pasos para el otro. Los contaba al ir y al regresar, como si intentara resistir a una ruptura mental. 
Me llevó más de treinta años encontrar el lenguaje para escribir Algo se quebró en mí, el libro en el que intento transmitir lo que viví durante ese encierro, que finalmente duró quince días, en una celda donde dejé no sólo mi adolescencia, sino también mi identidad. 

Todo había empezado dos años antes, cuando tenía 17 y luchaba contra las injusticias y por un nuevo orden social. Iba a reuniones, y repartía periódicos del Partido en la escuela. En Córdoba, estudiaba en la Escuela Superior de Comercio Manuel Belgrano. Mi novio militaba en la misma agrupación. Esta decidió mandarlo a Río Cuarto para realizar trabajo rural. Como yo quería acompañarlo, en marzo de 1975 me casé y me trasladé con él. 

Empecé quinto año en la Escuela Nacional de Comercio de esta nueva ciudad. En la clase de historia, dije que en Vietnam, “el ejército más chico del mundo 
había derrotado al más grande porque luchaba por sus ideales y por su liberación”. La profesora me denunció a la directora, y esta llamó a la policía, que nos detuvo a mi marido y a mí. Según la ley aprobada por el gobierno de María Estela Martínez de Perón, representábamos una amenaza para la seguridad de la Nación. 

El calabozo de una comisaría fue mi primera prisión. Desde allí me comunicaba a través de silbidos con mi marido, que ocupaba otro. Una prostituta, presa por unos días, le informó a mi familia de nuestro paradero. Fue un gesto fundamental para nuestra seguridad. A partir de ese momento, el apoyo de mi familia fue incondicional. Me sentía moralmente fuerte, pero las condiciones de vida y la comida eran tan malas que enfermé, y en pocos días perdí cinco kilos. El médico dictaminó que me aquejaba el encierro en una celda tan fría y pequeña. Entonces nos trasladaron, a mi marido a la cárcel de encausados, y a mí a la del Buen Pastor. Separarme de él me entristeció porque, aunque no nos veíamos, su proximidad me sostenía. En el Buen Pastor me tuvieron encerrada ocho meses. Era la única detenida por causas políticas. Convivir con presas comunes, prostitutas en su mayoría, no siempre era fácil. Pero yo seguía estudiando, y observaba todo lo que acontecía en torno a mí con ánimo de aprender. 

En octubre de 1975, la justicia nos sobreseyó a mi marido y a mí. No habíamos infringido la ley. Él salió en libertad, pero sin saber por qué, yo seguí a disposición del Poder Ejecutivo. Tras su liberación, me fue ganando el sentimiento de soledad. Pedí a mi familia y a mis abogados que hicieran lo posible para obtener mi traslado a la cárcel de Córdoba donde, además de tener a mi familia cerca, podría estar con otras presas como yo. 

En diciembre de ese año, me destinaron a la Unidad Penitenciaria N° 1. La idea que me había hecho de la vida entre las presas políticas no guardaba relación con la realidad. La mayoría pertenecía a una u otra de las organizaciones armadas, y sólo unas pocas provenían como yo de otros sectores políticos minoritarios. Con estas, formábamos un grupo denominado la Franja. Me costó adaptarme a la disciplina impuesta por las presas políticas, al tipo de lecturas y a los ritmos de estudio, que no siempre correspondían a los de una joven de mi edad. Entre nosotras había alegría y fuertes lazos de afecto y solidaridad, pero en regla general, mi experiencia hizo que no siguiera pensando en el poder como lo hacía antes de haber sido víctima directa de él. Me llamaba la atención que, al encerrársenos en el pabellón, el poder no quedara fuera.

Con el golpe militar de 1976, todo en la cárcel cambió. Durante casi nueve meses no vimos el sol. Nos privaron de todo contacto con el exterior y con nuestras familias, nos despojaron de todos nuestros efectos personales, y destruyeron las cartas y fotos que alimentaban los recuerdos que nos ayudaban a sobrevivir. Nos hicieron pasar hambre y frío. Los militares irrumpían en el pabellón de día y de noche. Nos maltrataban, y nos hacían “bailar”. Los ejercicios y vejaciones eran brutales, pero lo más terrible fue cuando nos empezaron a matar. Aún recuerdo el ruido de las botas cuando se alejaban por el pabellón en el silencio de la noche, llevándose a una compañera a la que sabíamos que un rato más tarde iban a matar.

Perdí dieciséis kilos y dejé de menstruar. Al inicio, en condiciones en que carecíamos hasta de un trozo de algodón, pensaba que mi organismo me hacía un favor al obstaculizar la menstruación. Pero al quitar la cárcel, sufrí de complicaciones hormonales ligadas a la amenorrea durante siete años.
Cuando nos enteramos de que en los campos de concentración, algunos detenidos colaboraban con los torturadores, quedé perpleja. Descubrir la delación me hizo pensar que cualquiera lo podía hacer y que, por lo tanto, ya no podía considerar a otra detenida como a una igual. De ella podía, y debía, desconfiar. 

Fue una fuente suplementaria de desestabilización.

Mis dieciocho años eran escasos para incorporar la amplia gama de comportamientos y sentimientos humanos que escapaban a las categorías estrechas de resistencia, virtud o ejemplaridad. Ya no se trataba de morir como un héroe, sino de saber qué ideas y valores rescatar si lograba sobrevivir.

En diciembre de 1976, varias de nosotras fuimos trasladadas a la cárcel de Devoto, en Buenos Aires, donde terminó nuestra incomunicación. Las nuevas compañeras nos recibieron con afecto y calidez. El queso que nos convidaron fue como un festín.
Supe por mi hermana que mi marido se había ido del país. Era sin duda lo mejor que podía hacer, pero su partida agravó mi sentimiento de abandono y soledad. 

Después del castigo en aquella celda, acusada injustamente de haber rayado una mesita, permanecí en la cárcel un año más. Mis diferencias con las organizaciones mayoritarias con respecto a las medidas de resistencia tomadas contra las autoridades no hicieron más que aumentar, aumentando simultáneamente mi soledad. 

El 8 de enero de 1978, la policía me llevó a Ezeiza donde apenas tuve tiempo para ver a mi familia antes de partir. Al día siguiente, llegué sola a París. Después de tres años largos y terribles, sin haber cumplido veinte años, me condenaban al exilio por haber militado por un mundo mejor.

El tiempo ha pasado, todo aquello parece haber quedado atrás, hasta que el recuerdo del horror me vuelve a habitar. Cuando el eco que producen los relatos de tortura y asesinatos me hace regresar al mundo carcelario y dictatorial, algo duele en mi interior. Es como una fuerza que pareciera querer reventar los límites de mi cuerpo; algo muy difícil de soportar. 

Me sucedió hace poco, al leer el testimonio de Graciela Geuna ante el Tribunal Oral. Graciela estuvo secuestrada en el centro clandestino de detención de la Perla, en Córdoba. Hablaba de los chicos de la Escuela Superior de Comercio Manuel Belgrano, a la que también iba yo antes de mudarme a Río Cuarto. “Hubo una época –dice Graciela– que era como la vida misma, que hubo vida en La Perla. Fue cuando secuestraron a adolescentes, del Manuel Belgrano.” Era la primera vez que leía dónde habían llevado a los compañeros con quienes había compartido mis primeros cuatro años de secundario. “Los adolescentes se reían, hacían bromas”, continúa Graciela. “En esa época los militares decían que iban a pasarlos a la cárcel. (…) Pero luego pasó algo terrorífico. Porque empezaron a cambiar el discurso, empezaron a decir que mejor era matarlos de pichones”. Graciela insistió en que “eran adolescentes que no podían parar de reírse, ellos nunca imaginaron que los matarían”.

Los límites de mi cuerpo parecían estrecharse cada vez más. Mi malestar aumentaba y no comprendía por qué. Hasta que recordé el último párrafo de mi libro donde relato lo que me había contado mi hermana en una de sus visitas a la cárcel: un día de mayo de 1976, es decir, cuando yo ya llevaba un año en la cárcel, llegaron integrantes de las bandas paramilitares a casa de mi madre. Entraron armados con ametralladoras, preguntando por mí. No sabían que yo ya estaba en la cárcel, y me iban a buscar. 

Por esa misma época, desaparecieron numerosos estudiantes y ex estudiantes del Manuel Belgrano. Hoy se sabe que algunos de ellos son los adolescentes que vio Graciela en La Perla. La justicia reconoció que todos los nombres de los chicos formaban parte de la lista que el director de la escuela, Tránsito Rigatuso, había entregado a los grupos de extrema derecha ligados al Ejército. 

Durante días seguí pensando en los adolescentes. Me debatía entre el dolor y la estupefacción. Recordaba cómo nos reíamos. Era como estar con ellos. Como si en vez de estar en el patio de la escuela, hubiésemos estado todos juntos riéndonos en un campo de concentración. Es que los adolescentes se ríen en cualquier lugar, pensaba, máxime cuando son inocentes, cuando ignoran que los van a matar.

Pero ahora yo sé que los mataron. Ya no soy más una adolescente y formo parte de quienes pueden recordar. Quizás lo insoportable era no animar a preguntarme si mis antiguos compañeros comprendieron en algún momento que nunca más se volverían a reír, y cómo habría sido si hubiera estado en su lugar, si aquella profesora no me hubiera denunciado antes del golpe militar.


Gladys Ambort

De adolescente militó en la agrupación de izquierda “Vanguardia Comunista”. Iba a reuniones y repartía periódicos en Río Cuarto, Córdoba. 
Hace pocos años escribió el libro “Algo se quebró en mí” en el que narra cómo las prisiones que conoció al ser detenida le mostraron realidades que desconocía, como la delación entre las presas. Hoy reside en Ginebra. Allí se doctoró en Ciencias Humanas y tiene, además, un 
Posgrado en Ciencias Sociales en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París.


Mundos íntimos

martes, 4 de noviembre de 2014

Cómo me hice alférez (vida de una monja)

Hombre, mujer, monja, conquistador, virgen según las mujeres que la revisaron, sanguinaria según quienes no contaron el cuento, Catalina de Erauso (¿1585?-1650) pasó a la leyenda como la monja alférez. Su historia admite incontables versiones, desde la de María Felix en los años cuarenta hasta la de SOY, aquí y ahora.


Por Gabriela Cabezón Cámara
Heme aquí, prisionero en esta nave y presa de estos hábitos de monja, cautiva yo, el alférez más osado de los ejércitos del magno rey de España en la América del oro y las batallas, yo que he amado a tanta dama en tierras nuevas, yo que he muerto a unos mil indios y caciques y también a diez caballeros españoles y he vertido la sangre de mi hermano, la única que mancha aún hoy mis manos y carga de pesares mi conciencia. Heme aquí en este barco en este océano, despojado de mi espada y de mi daga, salvada apenas mi vida una vez más por gracia de un obispo y sus matronas que me vieron tan hombre como he sido pero me hallaron hembra y bien doncella con sus dedos de cuervo inquisidor.
Así nací, mozuela, treinta y dos años atrás en tierra vasca: Catalina de Erauso me llamaron. Me criaron mis padres en su casa hasta que tuve la tierna edad de cuatro y enviáronme al convento de mi tía, a aquellas celdas frías y sin vida, a los rezos, los bordados, la obediencia, a los golpes furiosos de las monjas, a la sombra de la cruz entre las piernas. Una noche vi la puerta de salida, las llaves que mi tía atesoraba: abrí reja tras reja y me alejé de los brazos de Cristo y sus esclavas. Habíale robado yo a mi tía tijera, aguja e hilo y unas telas. Pasé los días siguientes en un bosque, cosiendo los calzones, las polainas y me hice la camisa con la tela de la enagua que me habían puesto esas brujas. “Adiós, adiós, hermanas de la muerte: no será entre sus yertas ubres que yo encuentre ese lecho donde entregaré mi alma, adiós, adiós, urracas sedentarias, olvidad a la niña Catalina, que yo de aquí me voy Francisco de Loyola”, cantaba para mí mientras huía tan lejos como pude de esas celdas.
Anduve caminando por dos días sin más para comer que pocas hierbas. Llegado hube a Victoria y allí fui empleado del marido de una prima de mi madre sin darme a conocer. Leía yo el latín, me quiso dar estudio, no quise yo ser catedrático como él, quiso tocarme, le robé algunas monedas y me fui. Unos días de camino me tomó alcanzar a la gran Valladolid, la corte del rey bueno Don Felipe. De paje trabajé hasta que una noche mi padre apareció buscándome. No pudo conocerme frente a frente, pero igual cogí mi ropa, mis doblones y partí. Después de mucho andar llegué a Bilbao: no hallé techo ni trabajo ni aun pan, mas tuve mi primer enfrentamiento y mi primera temporada en una cárcel. Quisieron fastidiarme unos muchachos, yo herí a uno sin más armas que una piedra. Después pasé dos años trabajando de paje bien tratado y bien vestido en la ciudad generosa de Navarra. Volví a San Sebastián por ver familia: ya todo un mozo escuché misa en mi convento, muy cerca de mi madre y de mi tía. Las miré, me miraron y no me conocieron; como nacido otra vez partí a Sevilla y desde allí, convertido en grumete de galeón, zarpé a la América que habría de ser mi tierra.
Alfonso Díaz de Guzmán pasé a llamarme. Conocí el ancho mar hasta las Indias, la batalla naval contra holandeses, el calor tropical, las dulces frutas y el abrazo amoroso de las negras. Recibióme Cartagena de las Indias y Panamá me dio para mercar un buen trabajo, buenas ropas, buen dinero. Pero habría también de darme más: el primero de los muertos por mi mano. Había ido yo a la comedia por las risas y volví con la mueca de la muerte grabada en mis pupilas para siempre. Un tal Reyes se sentó delante mío, me tapó la visión con su sombrero. Yo le pedí gentil que se corriera, él contestó que cortaría mi cara. Mis amigos me sacaron de la sala resollando furioso como un toro. El tal Reyes volvió por su desgracia, lo vi, tomé el cuchillo y lo llevé al barbero por filo y por serrucho. Lo encontré por la calle y le di el tajo en la cara que él me dijo. Con la punta del metal le entré a su amigo que cayó y nunca más se levantó. Fui a prisión mas me salvó mi amo: para evitar la venganza me propuso que casara yo con la tía del tal Reyes, una dama que supo ser muy de su agrado; noche a noche la veía en casa de ella que caricias sin cesar me prodigaba. Una vez me encerró en su dormitorio y juró por Satanás que sería de ella. No me avine y me fui de Panamá al Perú que había sido de los Incas. Hasta allí me siguió Reyes por venganza y me atacó junto a un amigo bien armado. A los dos los maté yo con mi espadita. Hube de irme otra vez, ahora a Lima. Tampoco estuve mucho en esa tierra: tenía mi amo, un mercader muy rico, dos cuñadas, doncellas muy hermosas. Una de ellas se me inclinó amorosa y solíamos jugar las largas siestas. Una tarde, estándome acostado en sus polleras peinándome y andando entre sus piernas, nos vio el amo a través de una ventana. Me echó el hombre de su casa y de su tienda y tomé plaza de soldado en el ejército que se iba de guerra a la Araucaria.
A caballo los mil seiscientos hombres arribamos a Concepción de Chile, razonable ciudad con su obispo, sus iglesias y sus plazas. Sabe Dios por qué allí me dio alegría para tornarla luego en amargura, encontré a Miguel de Erauso, hermano mío que no me conoció pero me quiso. La primera reyerta la tuvimos por la dama que él entonces frecuentaba. Fui con él varias veces a su casa y otras veces fui solo a visitarla; lo supo Miguel y en la puerta me embistió a cinturonazos. En la mano me hirió y se hizo forzoso que cargara yo también contra mi hermano. Se enteró el gobernador de la pelea y otra vez hubo destierro para mí.
Me esperaron Pacaibí y la guerra con los indios. Tuve más de diez batallas en Valdivia, destrozamos salvajes a mansalva mas siempre volvían más y una batalla nos mataron a miles y escaparon galopando con la bandera goda. Pinché a mi caballo, arremetí, luché cuerpo a cuerpo con el recio cacique de los indios. La bandera le saqué y también la vida, mas me traje tres flechas en el cuerpo. Fue así que me hice alférez.
Me volví de licencia a Concepción y allí me hirió para siempre la Fortuna. Jugaba yo a la cartas una noche, un alférez dijo frente a todos que mentíale yo como un cornudo. Saqué la espada, se la clavé en el pecho. Cargaron contra mí de a muchos, herílo al auditor, después murió. Busqué refugio en la iglesia de Francisco, allí estuve seis meses hasta que el tiempo, y las otras ofensas que depara, me alejaron de la urgencia de la ley. Mas no fue ésa la peor de las desgracias: un amigo, alférez vivo, me pidió que le hiciera de padrino para un duelo. Dije sí, allí fuimos, noche oscura. Cayeron mi amigo y su enemigo, seguimos los padrinos con los filos, cayó el otro y, ay, ahí lo supe, a mi hermano había abatido. Pedía confesión, corrí a la iglesia, fueron dos frailes, un médico, yo mismo; recordé mis oraciones, hinqué mis rodillas, pedí a Dios, prometí reformarme si sanaba. Nada, nada: el bueno de Miguel se me murió.
Otra vez preso un amigo me salvó. Me dio un caballo, algunas armas y corrí hasta Tucumán. Crucé la cordillera, vi hombres congelados, pasé hambre, el frío me atería, hube de comerme a mi caballo y seguí a pie. Una mestiza más buena que una hogaza la vida me salvó y quiso casarme con el fiero demonio de su hija. Yo no quise a la india, siempre tuve inclinación por la belleza. También quiso casarme el viejo obispo con la niña de sus ojos, la sobrina. Acepté, tomé la dote y me fugué.
Me salí del ejército, volví a entrar, busqué oro, fui un arriero, llevé trigo del campo a la molienda y perdí las ganancias a las cartas y maté y fui herido por las trampas. Por un crimen que no hice casi muero condenado y por otro conocí la altura del cadalso y la aspereza de la soga en la garganta. Una última reyerta me llevó a los pies del obispo de Guamanga. Viendo al santo varón me conmoví y hube de contarle la verdad: que era mujer, que había huido del convento de mi tía, que el día anterior a profesar me escapé, me corté el pelo, partí allí y acullá; me embarqué, aporté, trajiné, maté, herí, maleé, correteé, hasta venir a parar en lo presente.

Y así me vi otra vez monja y mujer, condenada al convento de mi España, en un barco sin más armas que una pluma y un papel y sin nada que hacer más que escribir. Volví a Europa mas me precedió la fama; el obispo no guardó la confesión. La vuelta al convento fue tan dulce que lloraron las hermanas mi partida. Comprobaron que no había profesado. Felipe III permitióme usar mi nuevo nombre, Antonio de Erauso, para siempre, y el papa Urbano VIII, mis vestidos de varón. Crucé otra vez el mar y me perdí. Esta historia la termino en el desierto, arriando dos mil vacas para el Cuzco. En España fui monja forajida, aquí me hice alférez y aquí le entregaré mis huesos a la tierra.