jueves, 23 de octubre de 2014

“Hay pocas mujeres en el canon”

Por Gustavo Grazioli
“Leer libros me salvó la vida. Podía abstraerme, estar en un mundo y hablar con gente mucho más interesantes”, cuenta a NaN Gabriela Cabezón Cámara sobre su relación con la lectura, con la cual encontró la forma de desmarcarse de la angustia que a todos nos persigue de forma inminente. Con la lectura, Cabezón Cámara logró un modo de cultivar un espacio paralelo a la cadencia voraz de todos los días; y con la escritura pudo reafirmar y darle voz a las estigmatizaciones de ciertas partes de la cultura oficial. Cabezón Cámara posee una prosa candente, un estilo muy personal, entre lo coloquial y lo innovador, con el que narra la tragedia, el dolor y el odio. En ese camino, pone en jaque las mistificaciones de la literatura.
Escribir, dejar y volver a escribir: hasta el momento de su primera publicación, Cabezón Cámara venía abandonando varios borradores. El primer trabajo en ver la luz fue su novelaLa virgen cabeza (2009), en la que una travesti alega comunicarse con la virgen y predica por los pasillos de una villa llamada El Poso para intentar organizarla y sacar a los pibes del paco. Luego publicó la nouvelle digital Le viste la cara a Dios (2011), que reversiona el cuento de la Bella Durmiente con la trata de mujeres como trasfondo. Dos años despuésLe viste la cara a Dios se convirtió en novela gráfica, trabajo que Cabezón Cámara publicó en compañía del dibujante Iñaki Echeverria y que se conoce como Beya (2013). Por último, editó Romance de una negra rubia (2014), novela nacida al calor de la crisis de 2001 y a raíz de una fotografía que la autora vio en un diario.
En su forma de narrar, la puja entre realidad y ficción están en disputa constante. Sus textos son provocadores. La autora recorre la cabeza de personajes envueltos en constantes situaciones de riesgo, mística y desenfreno. Cualquiera de los escenarios de sus textos son reconocibles y hasta se podrían llegar a leer en clave de crónica.
Cabezón Cámara nació en 1965 en San Isidro, estudió letras en la Universidad de Buenos Aires, ejerce el periodismo y dice que preferiría tener más tiempo para escribir.
—Tu prosa incisiva, esa forma de narrar las cosas por su nombre, ha generado una identidad en vos. Por ejemplo, en Romance de una negra rubia decís pija en vez de decir pene o miembro. ¿Se puede leer como una clave de tus elecciones a la hora de escribir?
—Me interesa hacer una prosa que sea muy lírica en un punto, muy elaborada, muy barroca. Cuido la música, el ritmo de lo que estoy diciendo. Pero después, a la hora de ponerle nombre a las cosas, me gusta que esos nombres sean lo menos almibarados posible, lo menos careta o técnicos posible. Si vas a describir a dos personas garchando con “el pene” y “la vagina”, no es el mismo efecto de lectura. Me gusta cierta cosa cruda.
—Queda claro cuando optás por empezar con la narración de una inmolación humana frente a una situación de desalojo. Un ejemplo de la violencia que es marca de tu pluma. ¿Cuál es el origen de esa autoinmolación?
—En 2001 ó 2002, cuando la crisis ya era algo furibundo, vi una noticia en un diario en la que se veía una foto de un tipo prendido fuego, en llamas, y las botas de dos milicos saliéndose de cuadro. O sea, estaba claro que el tipo avanzaba y los canas salían corriendo. La noticia decía que habían desalojado a unas personas de unas viviendas sociales tomadas. Esas personas no eran exactamente a las que les correspondían las viviendas según los papeles, pero estaban en situación de merecerlas. Un juez ordena el desalojo y este pibe de 31 años dice que si entran, se prende fuego. A los quince días muere. Hubo una batalla campal contra los gendarmes, entonces el juez ordenó darles las casas a estas personas que habían sido desalojadas. El asunto me remitió a los sacrificios antiguos y me quedó rebotando en la cabeza por muchos años. Después vi otra situación similar en la toma del Parque Indoamericano y éso me terminó de llamar la atención con respecto a los sacrificios humanos para obtener viviendas.
—A tus tres historias las agrupás en una “genealogía oscura”. ¿Por qué representarían una construcción de la oscuridad?
—Porque es el lugar desde donde las escribí: más desde el dolor comparado con el lugar desde el que estoy escribiendo ahora, que es más lúdico, luminoso y divertido. Eso es algo que vivo. Es un acto de fe creerme esas cosas.
—“Estaba loca como Macbeth con las costras de sangre, pero el ser del siglo XXI tiene sus ventajas. La farmacología contemporánea anestesia al más angustiado de los asesinos”, dice uno de los pasajes de La virgen cabeza. ¿A qué porción de la sociedad ves delineada en esta escena?
—A casi toda. Pensemos en las cantidades industriales de ansiolíticos y antidepresivos que se venden. Son importantes para el funcionamiento de la sociedad. No sé qué pasaría con todos nosotros desatados. O sea, si se dejasen de producir psicofármacos en el país. Estaría bueno verlo. Quizás fuese una fiesta. Alguien podría escribir una novela con ese tema: “No dejan producir más psicofármacos en la Argentina”.
CABEZÓN_ENTRADA
Fotografía: Pedro Braga Sampaio
—¿Empezaste a escribir por desesperación?
—No lo diría así. En realidad nunca quise hacer otra cosa. El no poder hacerlo de una manera sostenida y, sobre todo, el no poder cerrar nada en tantos años fueron claves. Empezaba las cosas y las dejaba, entonces después se convirtió en una necesidad muy fuerte escribir. Pensaba “me pongo las pilas o voy a seguir en este trabajo de mierda, haciendo cosas que no me gustan”. Tenía una necesidad muy grande de terminar algo, porque iniciaba con mucha energía pero después no me alcanzaba el deseo para poder sostenerlo. Por eso publicar La virgen cabeza fue muy importante, lo viví con mucha intensidad. En esa etapa, sí, escribía más por desesperación, más con rabia. Ahora estoy tranquila.
—¿Concebís la literatura como una herramienta de cambio?
—Personal, no a nivel social. Hubo grandes libros como El capital que no lograron demasiado. Cambio social no me parece. Acá seremos diez mil lectores. Salvo que nos diera a todos por hacer una guerrilla o una especie de quilombo… Pero somos todos los mismos. Hacemos de escritores, lectores, periodistas y críticos. Y si nos ponemos a indagar, seguro que dentro de este universo tenemos amigos en común. Lo que sí me parece es que la literatura cambia vidas. A mí me paso éso. Leer libros me salvó la vida. Es un poco lo que les pasa a los chicos cuando entran en la adolescencia y empiezan a escuchar alguna banda de rock. El pibe que está solo en el barrio, rodeado de gente que no le interesa o que no puede hablar de las cosas que le angustian o lo calientan, siente que hay un tipo con el cual puede establecer un diálogo y llega a sentirse entendido. Pero en mi caso no me pasó tanto con el rock sino con los libros.
—¿Con qué libros te empezó a pasar?
—Primero, que recuerde, fueron Las aventuras de Tom SawyerLas aventuras de Huckleberry Finn, los relatos de (Jack) London, los de Sandokán. En fin, literatura del siglo XIX. En la actualidad, lo último que me abstrajo fue un libro de Marcos Almada que se llamaLengua muerta. Después uno de un español llamado Carlos Zanón que se titula Yo fui Johnny Thunders. Otro asombro fue Canadá, de Richard Ford, porque es todo lo contrario de lo que a uno le enseñaron que es la literatura. Es una historia con una aspiración casi decimonónica. Te cuenta dos meses enteros.
—¿Cómo nace la versión de la Bella Durmiente de Le viste la cara a Dios y Beya?
—Por mí misma jamás se me hubiese ocurrido reescribir a la Bella Durmiente. Una amiga que tenía una editorial me encargó reversionar un cuento clásico para lanzarlo en formato digital. El personaje es muy pasivo y yo no sabía qué hacer. Entonces pensé hasta que la Bella Durmiente se redujo a una niña en edad de merecer, presa de una maldición, una cama de la que no puede escapar y que hace que no sea dueña de sí misma en absoluto. De ahí surgió la idea de una chica en situación de trata.
—¿Qué autores creés que están mencionados por demás desde la construcción que hacen los medios masivos?
—En algún punto, éso es como cuando te especializás en cualquier cosa. Por ejemplo, un buen mecánico de autos que está hace cuarenta años mirando autos, afinando motores, va a tener una mirada distinta a la mía, que me subo, lo prendo y quiero que me lleve. Entonces, pretender que coincida la agenda de un medio masivo con la de una persona que hace cuarenta años que se la pasa leyendo es imposible. Los medios masivos, en general, venden sobre lo vendido y te agregan algo. Hay ciertos héroes en los que abrevamos todos: Roberto Arlt, por ejemplo; pero de todas maneras se tiende a la mitificación en un medio masivo, que arma próceres. Necesitás próceres, necesitás demonios, cierta mirada maniquea sobre el mundo, y edificar cosas sobre éso. La manera de mitificar y de armar un aura de héroe o de gran hombre la podemos ver con Julio Cortázar o Gabriel García Márquez.
—¿Te causa temor terminar siendo canon?
—No creo. No es algo por lo que corra algún riesgo en este momento. Hay pocas mujeres en el canon.