domingo, 14 de septiembre de 2014

Hermeneuta del desierto

Eloísa Armella Muñoz (?-2007)


Por Marisa Avigliano
Eloísa fue una de las primeras mujeres que en Calama cruzaron el desierto pala en mano buscando el cuerpo de su marido asesinado junto a otros compañeros, el 19 de octubre de 1973. Domingo Mamani López, militante socialista, presidía el sindicato de trabajadores de Dupont (una empresa de explosivos que ahora se llama Enaex) cuando los sicarios de Pinochet lo secuestraron, torturaron y enterraron en una fosa común y clandestina. Tiempo después y para que el rimero de cadáveres no delatara la masacre, el ejército decidió remover aquel suelo sediento. Máquinas de cinco dientes masticaron evidencias. Partes de cráneos a la derecha y polvos de pies a la izquierda se esparcieron entre los cascotes del yermo. Los cuerpos que las mujeres de Calama buscaban se habían transformado en fragmentos de huesos largos, en pepitas blancas calcinadas por el sol. Fueron ellas las primeras en descubrir que habían destrozado a sus muertos cuando recorriendo la zona iban encontrando restos de restos. Viudas, hermanas y madres –arqueólogas naturales, arqueólogas a la fuerza– caminaron durante más de veintiocho años por el desierto recolectando las astillas de la mutilación. Algunas continúan caminándolo.
En el desamparo absoluto, Eloísa Armella no tuvo trabajo durante la dictadura (la inquisición vecinal se encargó de que no lo tuviera) así que salió a barrer las calles del pueblo para mantener a sus cuatro hijos mientras con el botón del chaleco que Domingo usaba el día que lo fusilaron –y que fue encontrado en la zona de las ejecuciones– como talismán de la búsqueda sólo respiraba esperanza cuando olía el polvo del desierto. Unida desde los primeros tiempos a las mujeres de Calama que buscaban como ella y a Afeddep (Agrupación de Familiares y Detenidos Desaparecidos Políticos) fue una más en la travesía inveterada de las excavaciones y testigo rigurosa de aquel planetario de huesos en el que se había convertido el desierto chileno. Eloísa, que en una imagen aparece junto a la foto de Domingo, su traje planchado y los zapatos lustrados de la espera, formó parte de aquel grupo (con Leonilda Rivas, Vicky Saavedra y Violeta Berríos, entre otras. Violeta preside la agrupación y siempre dice que los que no quieren que se sepa la verdad “son felices cada vez que van quedando menos mujeres”) que salió a recuperar el símbolo de la vida reducido en germen, partícula indestructible y corpórea que mucho se parece a la crisálida de la que surge la mariposa cuando resurrección es sinónimo de memoria. De a dos, de a seis, Eloísa y otras mujeres caminaban mirando hacia abajo en la inmensidad árida buscando las vetas de una tumba sin nombre y desarmando escombros con los dedos para recuperar segmentos del cuerpo robado. En esa tierra sin humedad (“sientes que se abre/ la noche toda es un ruido/ de sables”, como dice la canción “Mujer de Calama” que cantan Víctor Manuel y Ana Belén) donde los ríos son de piedra y las piedras revelan secretos, se instalaron los telescopios más grandes de la Tierra (sólo hay que ver el documental Nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán, y escuchar los relatos sobre cómo el lugar donde las estrellas se pueden tocar con la manos fue también el lugar en el que funcionó un campo de concentración pinochetista). Esos telescopios que permiten observar, descubrir y dar nombre a otros calcios deberían –ojalá, dice Violeta Berríos en el documental de Guzmán– traspasar el suelo, barrer hacia abajo para poder dar con ellos y entonces sí, completa Violeta, darles las gracias a las estrellas por haberlos encontrado.

Flowers in the Desert, de Paula Allen

 


"Nostalgia de la Luz"

Documental dirigido y escrito por Patricio Guzmán






"Mujer de Calama"
 Canción de Víctor Manuel y Ana Belén







miércoles, 10 de septiembre de 2014

¿Justicia por fin?

Durante catorce años, una periodista colombiana reclamó que se investigara a los que la violaron y torturaron el 25 de mayo de 2000. El 30 de julio de este año, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (organismo perteneciente a la OEA) decidió tomar el caso de Jineth Bedoya, quien presentó una demanda contra el Estado colombiano por ser responsable de la impunidad que rodea su secuestro y demás vejámenes sufridos.






Por Marta Núñez desde Londres


Jineth Bedoya, exitosa periodista colombiana, fue secuestrada hace catorce años en la entrada de la Cárcel Modelo de Bogotá mientras estaba haciendo una investigación periodística. Jineth tenía 26 años en ese entonces y trabajaba para el diario El Espectador, de Colombia. Su trabajo no era fácil. En una Colombia sacudida por la violencia, investigaba el tráfico de armas entre el ejército y los paramilitares, las irregularidades del sistema carcelario, la mordaza con que los paramilitares apretaban cada vez más a la población civil, en ciertos casos obligando a poblaciones enteras a dedicarse a la producción de cocaína.
El encuentro planeado para el 25 de mayo de 2000, en la cárcel, tenía como objetivo discutir con agentes paramilitares las amenazas que estaban recibiendo ella y sus compañerxs de trabajo. Fue acompañada por dos colegas que no pudieron impedir nada. La entrevista nunca tuvo lugar. Fue secuestrada por tres hombres que la subieron a una camioneta y durante 16 horas fue brutalmente torturada y violada, para que luego la arrojaran a la ruta casi muerta, en una pila de basura. Mientras era violada, le decían que eso era un mero ejemplo de lo que les pasaría a los que metieran la nariz en lo que no debían: “Los cortaremos en pedacitos”. Violación para intimidar, atemorizar a colegas, castigar la osadía de Jineth.
Poco a poco, Bedoya se fue convirtiendo en uno de los referentes mundialmente reconocidos como víctimas de violencia sexual en situaciones de conflicto. Mantiene una posición icónica en Colombia y a nivel mundial, ya que de víctima pasó a ser un agente activo para el cambio de actitud hacia crímenes similares.
En junio de este año fue a dar testimonio –como tantas otras víctimas desde Bosnia Herzegovina al Congo y Egipto– en la Cumbre Mundial contra la Violación como Arma en Zonas de Conflicto, organizada por la cancillería británica y las Naciones Unidas. Todavía la CIDH no se había pronunciado en tomar su caso. Allí se entrevistó con Las12.
¿Cómo analizás tu evolución personal desde el crimen hasta el rol que estás jugando ahora internacionalmente?
–Volví después de dos semanas a mi trabajo sin mencionar mi violación. Inicialmente sólo mi familia y algunas personas muy cercanas supieron lo que me había pasado. Quería mantenerlo todo en un círculo cerrado. Al mismo tiempo comencé a preparar mi caso legal con los fiscales, pero fue todo muy complicado, había mucha corrupción. Yo continuaba trabajando como periodista y se comenzó a saber lo que me había pasado. Cuando una ONG se me acercó para que hablara públicamente como víctima en 2009, yo reaccioné diciendo que como víctima no hablaría... Fue un largo proceso para mí aceptarme como víctima. Y en 2009 comencé a denunciar públicamente y a convertirme en activista.
Esta cumbre contra la violencia sexual en zonas de conflicto ha tenido una gran repercusión mediática mundial. ¿Qué importancia tiene en tu opinión?
–Es un hito en la lucha contra la violencia sexual. Reafirma que la única manera de combatir la violencia sexual es denunciarla, manda un claro mensaje a todo el mundo de que estos crímenes son intolerables, como lo han confirmado todos los discursos durante el evento. Y es muy importante insistir en que hay que trabajar para que se garantice protección y refugio a las sobrevivientes. Los gobiernos tienen un papel muy importante en hacer que todo esto no quede en palabras.
¿Cómo ves a Colombia en este contexto?
–En Colombia vivimos desde hace cincuenta años una historia de violencia. Antes no se hablaba de la violencia sexual en ese contexto, era un delito invisible. Hay gente muy poderosa detrás. La violencia sexual es sistemática, organizada, constante: hay casos aberrantes, mujeres empaladas... Se busca intimidar, oprimir con el miedo.
Este ensañamiento con el cuerpo de la mujer nos llevó a acuñar en español el término “femicidio”.
–Colombia está sentada en una bomba atómica: hay guerra, un componente machista muy fuerte, intolerancia, corrupción, crimen organizado y sistemático abuso sexual como arma, un índice de femicidio alarmante.
¿Cómo te sentís hoy, que sos referente de otrxs que sufrieron crímenes similares?
–Tengo días. Ahora acá en la cumbre, con esta atmósfera de euforia y optimismo por lo que estamos haciendo, claro, me siento protegida, pero luego cuando llego al hotel, y estoy sola...

No es necesario que termine la frase, sabemos que en Colombia a pesar de que pasaron 14 años todavía hoy vive escoltada por tres guardaespaldas.

En un reciente homenaje a Jineth Bedoya, el presidente colombiano Juan Manuel Santos ordenó que el 25 de mayo sea el día de La Dignidad de las Mujeres Víctimas de Violencia Sexual. Durante su intervención en el evento, ella sostuvo que su experiencia le “enseñó la soledad, el señalamiento, la estigmatización y la indiferencia de quienes creía mis amigos y hasta de defensores de derechos humanos. Pero también aprendí a despedirme de la rabia y el dolor. Eso no quiere decir que vaya a dejar de buscar justicia en mi caso, que sigue impune”.


miércoles, 3 de septiembre de 2014

El peligroso cuento de la “supermamá”

Por Mariana Carbajal

Hace pocos días, el diario Clarín pretendía contar la historia de una madre de seis hijos. Pero lo hizo desde una perspectiva sesgada, aplicando un discurso estereotipado que aún se replica en la vida cotidiana doméstica y laboral. Mariana Carbajal analiza el caso como un adelanto del Seminario Periodismo, Género, Sociedad que dictará en Anfibia junto a Eleonor Faur.



Hace pocos días, el diario Clarín destacó la historia de una joven que tuvo dos veces trillizos. “La supermamá de Lanús”. Así  llamó a Andrea Pereyra, una mujer de 27 años, que enfrentó la maternidad por primera vez a los 16 y ocho meses después  volvía a quedar embarazada. En las dos oportunidades de trillizos: cinco varones y una niña.

 El artículo está plagado de estereotipos de género y prejuicios. Cuenta que la única niña de la prole, de 11 años, está atenta a que sus cincos hermanos varones no se lastimen entre sí. Para el diario, la pequeña muestra tener “un gran instinto maternal”. La crónica destaca que entre los hijos arman un equipo de “fútbol  5 con una porrista”. El relato gira en torno a anécdotas -menores- que ilustran la cotidianeidad familiar: cuántas fuentes de patitas de pollo hay que preparar para el almuerzo; cómo se traslada la familia de un lado a otro; qué sucede cuando a los chicos los separan en los grupos escolares. Apenas, y con un dejo de humor, se recupera la confesión de que “a veces te vuelven loca”. Pero todo empieza y termina como una historia de “esfuerzo y amor”.
A lo largo del artículo no hay ninguna reflexión sobre la edad –apenas 16 años—en que quedó embarazada por primera vez la “supermamá”. ¿Estaba escolarizada? ¿Había accedido a información sobre cómo prevenir un embarazo en la adolescencia? ¿Fueron embarazos deseados y elegidos? ¿Tuvo oportunidad de optar por otro proyecto que la maternidad? Responder estas preguntas nos mostraría la historia de Andrea Pereyra desde otro enfoque, un enfoque de derechos. Pero Clarín prefiere la imagen de la heroína, de la maternidad como destino ineludible para una mujer.

¿Cómo podemos abordar la historia de Andrea Pereyra desde una óptica de derechos sin perder rigor informativo?  ¿Cómo mirarla desde una perspectiva de género?

El artículo pone el foco en el “esfuerzo y el amor”, como pilares centrales de la relación entre la madre y sus hijos. Ni se detiene en la edad que tenía Andrea Pereyra cuando dio a luz ni pone la lupa en las posibilidades que tuvo para finalizar el secundario, ni en cómo se las arregla para vivir, a cargo del hogar con su único ingreso como empleada doméstica, mientras lucha para recuperar la cobranza de la Asignación Universal por Hijo. Esa información apenas se desliza, cuando lo hace. “Yo crecí con ellos”, señala la mamá. Ese texto, que podría ser dicho por muchas de nosotras, en este caso, puede tener otros sentidos, pero apenas se enuncian.

Fiel a los designios de género que suponen a las mujeres –ante todo- como madres, el relato avanza omitiendo toda lectura de género y cualquier atisbo de perspectiva social. Desconocemos, en verdad, cualquier información sobre el contexto socioeconómico en el cual transcurre los días esta singular familia. No nos queda más que adivinar cuáles son los malabares que desarrolla de forma cotidiana esta joven mamá multípara. La impronta maternalista parece teñir cualquier interrogante. O responderlo a media lengua, mucho antes de ser enunciado.

El maternalismo no es una novedad en la sociedad argentina. Tampoco lo es en los medios de comunicación. A pesar de las profundas transformaciones sociales, de la participación política y económica de las mujeres, de la importante proporción de hogares con jefatura femenina; a pesar de la ley de matrimonio igualitario, e incluso de la posibilidad de elegir la identidad de género, las madres siguen siendo narradas como personas “naturalmente” incondicionales y abnegadas.

En este caso, el mensaje es acotado y sesgado. Presume la “naturalidad” como parte central de la maternidad, el afecto como una disposición que “todo lo puede” y, en última instancia, la reificación de la mujer, con atributos heroicos (“la supermamá”), que armada de humor e infinita paciencia logra sostener a sus seis hijos.

Discursos que hacen parte de la vida cotidiana en familias y en empresas, perspectivas que todavía sustentan buena parte de las políticas sociales.  Formatos que, aún en el siglo XXI, se siguen multiplicando en “el gran diario argentino”. (...)




Fragmento de un texto de Marie Langer:
eso que llaman instinto maternal
... “el amor en más” (L’amour en plus) de Elizabeth Badinter, que demuestra que no siempre bastaba, tener hijos, para despertar al instinto y amor maternal. Ella describe, como, desde el siglo XVII en delante, hasta bien entrado el siglo pasado, la población urbana francesa solía desembarazarse de sus recién nacidos mandándolos al campo, al cuidado de amas de leche campesinas. El resultado fue una mortalidad infantil enorme y una baja preocupante a la larga, para los gobernantes, del índice de aumento de la población. Demuestra la autora, a través de su libro, como las madres de entonces carecían totalmente de “instinto maternal”, pero también, como éste fue creado, “el amor forzado” lo llama Badinter, con el tiempo por el desarrollo de una filosofía y moral impuesta. Fue Rousseau, quien inventó a través de la pareja ideal, Emile y Sofie, a la mujer suave, indefensa, de inteligencia práctica y dedicada totalmente a la atención del esposo y a la crianza de sus hijos. Sostiene que Freud y sus seguidores, especialmente Helene Deutsch, Melanie Klein y Winnicott, serían los últimos herederos de la ideología roussoniana. Predice una época nueva, en la cual ya no toda la responsabilidad para la crianza y salud mental de los hijos, recaiga sobre la madre, sino donde se estaría despertando el “instinto paterno”. Daré como ejemplo el éxito de taquilla que obtuvo, unos años atrás la película Kramer vs. Kramer como también una nueva modalidad en los divorcios. Hay madres que deciden “hacer su vida” y padres que eligen quedarse con los hijos.