sábado, 29 de marzo de 2014

La casa encantada de Virginia Woolf

El 28 de marzo de 1941, una de las escritoras más maravillosas de la historia, Virginia Woolf, se quitaba la vida.


La casa encantada

A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo... ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo...», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto...», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana...» «Plata entre los árboles...» «Arriba...» «En el jardín...» «Cuando llegó el verano...» «En la nieve invernal...» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.
«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años...», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro...» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.» 



Imagen tomada del blog http://anamariaserra.blogspot.com.ar
 

sábado, 22 de marzo de 2014

Susurros de la intimidad

Marguerite Duras despreciaba cada biografía que se escribía sobre ella porque, decía, sus libros deberían bastar. ¿Por qué otros deberían contar lo que ella había contado? Sólo la novela de una vida es lo real. Pero cuántos de los materiales de recorrido por este mundo llegaron a su literatura, ¿fue violada de niña?, ¿su madre la prostituía? Además de sus ojos, esa boca corazón pintada de rojo y la precisión de la palabra para dejar en el texto el pozo sin fondo del deseo, las preguntas sobre el detalle de su vida construyen ese monstruo Duras al que siempre tienta mirar por la cerradura. Autora de más de 40 novelas, encarnación de la “escritura femenina”, guionista y dramaturga, este año, como nuestro Cortázar, esta francesa nacida en Asia, cumple cien años.


Por Marisa Avigliano




Su lugar en la literatura está asegurado, escribió John Calder cuando Duras ya estaba muerta, incluso tiene un lugar mejor que el que consiguió Colette, cuyo nicho en la escena parisina reemplazó, siguió diciendo Calder en el rencor de una floración áspera y entre los borradores de una lápida que recibía aspirinas y flores frescas. Si de lugares se trata, Marguerite ya tenía un terrenito propio alambrado por la generación que decidió que Hiroshima mon amour (Alain Resnais con guión de Duras) fuera la película de sus vidas. Duras le ocurrió a otros, a nuestros padres, a nuestras hermanas mayores, y las que vinimos atrás por emulación casi delictiva no quisimos sacárnosla de encima. Entonces primero fue la Marguerite Duras del bestseller que siempre había querido ser intelectual, la Duras de El Amante –recuerdo que una noche de discusión interminable entre amigas fue la escena del chino desnudo lo único que al unísono nos reconcilió–, la idea de esa mujer que quiso hacer cine y lo hizo –Jeanne Moreau y Jean Paul Belmondo, Romy Schneider y Michel Picoli, Duras y Depardieu–, la que vivía borracha con un amante joven –una especie de actualización de Edith Piaf con menos quejumbre– y recién después la Marguerite Duras de Moderato cantabile, la de Los caballitos de Tarquinia, Un dique contra el Pacífico o la de Las diez y media de una noche de verano (ponía lindos títulos). Marguerite nació y murió cerca en el almanaque (4 de abril de 1914 en Gia Dinh, cerca de Saigón, y 3 de marzo de 1996 en París) como si la cuna Benjamin Button del tiempo amparara el infalible obituario. Caprichos de equinoccios. Estudió derecho, ciencias políticas y matemática –su padre era profesor– y en 1943 publicó su primer libro, La impudicia, al que se le sumaron más de cuarenta novelas, relatos, guiones cinematográficos, obras de teatro y un centenar de entrevistas periodísticas. Antes había sido Marguerite Donnadieu (el Duras que adopta como propio proviene de un pueblito francés que está muy cerca de la casa familiar que su papá había comprado poco antes de morir, cuando Margueritte era una nena), la hermana de cuatro varones y la hija de una viuda pobre y codiciosa que sobrevivía en la Indochina francesa con lo poco que lograba salvar del mar y del viento. “No puedo pensar en mi infancia sin pensar en el agua. Mi país natal es una patria de agua.”
Marguerite Duras aseguraba que las biografías que se escribían sobre ella no le interesaban para nada porque eran sus libros los que deberían bastar –¿o quería decir mejor, decretar?–. ¿Por qué otros iban a contar lo que ella ya había contado?, su propia construcción era el único índice onomástico que toleraba. La escritora misteriosa, inclasificable según el televisivo Bernard de Apostrophes, a la que con vaga comodidad muchos llamaban “moderna”, tenía razón cuando decía que no era importante resumir la historia ni la biografía para seguir justificando lo que de todas maneras siempre íbamos a estar lejos de poder hacer.
Mentiras verdaderas. La lista de libros que hablan de Duras es desigual, algunos de ellos son textos de rigurosa vida ajena; otros, apenas mezquinos. El inventario cruza por los campos de lectura de Julia Kristeva, por El peso de una pluma, de Frédérique Lebelley, quien recorrió los archivos de Saigón buscando a la niña colonial, a la hermana incestuosa reina del ménage à trois. “La Duras sigue creyéndose que es un oráculo. Un símbolo sexual irresistible. La celebridad la ha expuesto a tantos excéntricos –como ese lector que se fija una cita con fecha y hora precisas para hacer el amor con ella– que ya nada la asombra. Impertérrita, dejará un día, en plena recepción, que un desconocido se masturbe a su lado. Era una apuesta de mal gusto, sí; ahora la gente se atreve a hacerle este tipo de cosas a la Duras” (biografía que Duras despreció enfurecida), la intención histórica e inquebrantable de Laura Adler y la memoria Yann Andréa Steiner, el hombre, el secretario, el admirador fan que la acompañó hasta su muerte y que en M. D. contó la crisis alcohólica que Marguerite sufrió en 1982. Un suicidio con vino tinto del que se recuperó, según ella misma lo recordaba: “Se bebe porque Dios no existe. Se reemplaza con el alcohol. Desaparecen los problemas. (...) La recuperación ha sido algo espantoso, como si me metieran dinamita en el cuerpo y nunca explotara”.
La Duras de los titulares es la Duras ganadora del Goncourt con “su novela mala”, como decían los críticos que comparaban su escritura con la de una traductora mediocre (esa que cuenta los caracteres para saber cuánto va a cobrar) y que en los ecos del premio escribieron: “Cuando creíamos que la pesadilla había terminado: El amante” y también la de la intelectual combativa. Marguerite Duras fue una de las 343 mujeres que firmaron el manifiesto que, redactado por Simone de Beauvoir, exigía el aborto libre. Publicado el 5 de abril de 1971 en Le Nouvel Observateur, el manifiesto decía: “Un millón de mujeres aborta cada año en Francia./ Lo hacen en condiciones peligrosas debido a la clandestinidad a las que se la condena, mientras que esta operación, realizada bajo supervisión médica, es muy sencilla./ Se sume en el silencio a estos millones de mujeres. / Declaro que soy una de ellas. Declaro que he abortado./ Del mismo modo que reclamamos el libre acceso a los anticonceptivos, exigimos aborto libre”.
Con insuficiencia de arrugas acumuladas a pesar de su cara devastada, ¿M. D. será siempre la de los labios pintados de rojo que se vestía raro cuando decir raro es decir diferente –un sombrero dócil de hombre de color rosa con una cinta negra y zapatillas de baile de lamé dorado– y seducía a hombres más grandes que ella en los bordes de la selva y las costas vietnamitas? ¿Será la maestra de una atmósfera cultural que transmite supersticiones sin brío pero absolutamente efectivas? En la sinuosidad de su paladar rastacuero la mujer comunista –con un cigarrillo entre los labios se la veía por las calles vendiendo L’ Humanité con el fulgor de una novata y la flema de un cuatrero– que años después se autobautizó mitterrandiana supo que las escenas de riqueza cuando los ritmos desertan se manejan en Lancia negro y León Bollée. En ese balanceo y al compás del trago superfluo, es tal vez donde podemos encontrar algo: un poco de cero de voz, la miseria casi inequívoca de un adjetivo a duras penas. Tiempo después de La vida tranquila (hay una traducción de Alejandra Pizarnik) Duras ya era la reencarnación de la escritura femenina, la escritora del deseo, la voz que escuchaba los susurros de la intimidad, la escritora de la palabra y el silencio, la que contaba su vida a través de sus ficciones y también la que hizo que todo lo que parecía probable en su biografía pronto dejara de serlo. Ahí están las palabras elegidas arrastrando lo que no se sabe, la negación de los conocimientos, la certeza del rechazo para revelar en el idioma Duras el deseo sin que gane la confesión conveniente, no hay palabras a la altura de la fuerza que asola el deseo, hay una no palabra, “un agujero excavado en el centro de la confesión, un agujero donde estaban enterradas todas las otras palabras”. Siempre un muerto (un hijo, un hermano), un marido en un campo de concentración, otro marido, un amante, otro, otro más y su madre como trama literaria dispusieron el elenco estable de una saga donde lo narrado y lo vivido juraban haber compartido cama y mesa de luz, una permanencia. “Llamemos a las cosas por su nombre. Permanencia del luto que he llevado toda mi vida por no ser Lol V. Stein. Por tener que concebir el tema y escribirlo, decirlo, sin haberlo vivido nunca”, confesaba Duras, y su confesión trucaba el primer plano en sombras de un monólogo prohibido suspirado en su casa de Neauphle-le-Château. Una melancolía femenina que Julia Kristeva acentúa como lenguaje: “En Marguerite Duras encontramos numerosas figuras de melancólicos. A mujeres amadas, a la figura maternal, fuente de odio y de ira interior. O también el desplegar de la homosexualidad femenina, implícita y furibunda. La puesta en escena del rapport con la otra mujer y, a través de ella, con la figura maternal, es de una gran lucidez en Duras. Debemos reconocerle una suerte de genio, a la vez clínico y hechicero. En revancha, hay en toda su obra como un llamado a la fusión con un estado de enfermedad y de melancolía femenina, una fascinación algo complaciente con la disolución y los abismos. En este sentido es una literatura que me parece no catártica, ella hace lo que Nietzsche llamaba el nihilismo del pensamiento contemporáneo. No hay más allá, ni aun aquel de la belleza del texto. Vean cómo son los escritos de Duras: una escritura laxamente negligente a instancias de un arreglo o de un maquillaje preparado para sugerir una enfermedad a no sobrellevar, a mantener. Textos a la vez cautivantes y mortíferos. Hoy no es el sexo el que perturba o produce temor, sino el dolor permanente, el cadáver potencial que somos”.
El monstruo Duras, el de la leyenda que enfurece a muchos y disfrutan hasta los lectores del Village Voice guarda bajo siete llaves una autobiografía incierta, intriga de los detalles, celo de la verdad. Sólo la novela de una vida es lo real. ¿Lo fue su relación con un colaboracionista? ¿Siempre triunfó su pragmatismo consumado? ¿Cuánta verdad gritan los Samuel Johnson que abrieron sus cajones? ¿Fue violada cuando era una nena? ¿En la adolescencia se prostituía y el precio lo ponía su madre, interesada sólo en comprar tierras? ¿La chica Marguerite estaba a la venta, como dice Laura Adler? La sombra de la duda Duras es uno de sus mejores capítulos, el enigma disponible para completar la estrofa de memoria y artificio.
La cara con anteojos de otro, la que siempre se ve mendiga aunque se compre ropa nueva, la mujer que adora las piedras: jades en la mano derecha, diamantes en la izquierda, el doble de riesgo de su propio espantapájaros, la lectora de Lewis Carroll y Bataille –“en el momento de dar el paso, el deseo nos arroja fuera de nosotros; ya no podemos más, y el movimiento que nos lleva exigiría que nosotros nos quebrásemos. Pero, puesto que el objeto del deseo nos desborda, nos liga a la vida desbordada por el deseo, ¡qué dulce es quedarse en el deseo de exceder, sin llegar hasta el extremo, sin a dar el paso!”– tenía que usar ropa limpia para sentarse a escribir y tender la cama, sí, durante un tiempo –después dijo que había abandonado la ceremonia de las sábanas–, siempre hacía la cama antes de pensar en la primera palabra: “Hay una relación de locura entre las camas y el escritor. Cuando se abandona la cama no se puede volver a ella tan fácilmente. Yo estuve un año en cama. En coma. Tenía pánico a la cama. No podía andar ni aunque me apoyase en los muebles. Estaba en un coma total. Pero he conservado el pánico a las camas sin hacer”.
Hay admisiones despiadadas que no son lo que parecen. Iris Murdoch con Alzheimer y Marguerite Duras saliendo de las clínicas de rehabilitación logran al fin trazar las figuras que las duraciones imprecisas del destino exigieron en un siglo que tuvo, gracias a Hobsbawm, vaticinios políticos aún menos venturosos. Una vez jugada la carta con la imagen correspondiente, Marguerite Duras va y viene, nunca acorralada, aunque el espacio que le corresponde no es muy amplio. Casas de las afueras, jardines, viajes cortos, extranjeros hipnóticos, mujeres angustiadas en una aldea, una estación de tren, un departamento oscuro. La salvación la traen las palabras. Y es una salvación muy corta y efímera. Alcanza para vaciar un vaso, devolver al frasco el excedente de píldoras, ponerse a escribir. A menudo se advierte cuando alguien inteligente se pone a escribir. Hay que darle a ese “pone” el nivel de exigencia y disponibilidad que las dosis exigen para que sea de veras apropiado y legítimo. Una vez ahí, la Marguerite Duras que nada le gustaba a Saer recorre con un aliento que al final será cortado la extensión que una poda de vida necesita para ser una figura en la lectura, en la memoria. Hay detenciones, detenimiento, demoras en Duras que son únicos, como si su apellido estuviera de veras condicionado por la duración, por la durée de Bergson. Así, muchos pasajes descriptivos –en Las diez y media de una noche de verano (1960), por ejemplo– se reducen o aumentan de tamaño gracias a una especie de cálculo económico de la extensión enumerativa, de la extensión de la oración. A la vez, sus libros leídos y vueltos a leer encuentran como la sintomatología de su desnudez, de su vulnerabilidad. La pordiosera (El vicecónsul, 1966) es aquello sobre lo que el vicecónsul dispara, es la conducta y la desgracia de la pordiosera lo que no se soporta y es entonces sobre lo que se dispara. Se dispara sobre la muerte, se dispara sobre la desgracia. El vicecónsul en Lahore no les dispara a los transeúntes ni a las palomas, le dispara al hambre. Ahí está la semilla de sus historias cerca de aquel nouveau roman, cerca de la llamada “escuela objetivista” o “escuela de la mirada” –Sarraute, Butor, Simon, Robbe-Grillet–, que enumera impulsos cuando el entusiasmo alcanza simplemente para completar un ciclo de deserciones otoñales. Sí, los mejores relatos de Marguerite Duras, una provincia inspirada en esbozos y escorzos de los impresionistas, encuentran las palabras necesarias y los personajes acordes. Son composiciones acorraladas en la gran meseta de orden del naturalismo que, con el lenguaje renovado por las vanguardias de posguerra –esa primera guerra interminable que además de las cosas que negaba, ignoraba la secuela–, cambiaba el orden del asunto o lo confundía, hablaba hasta por los codos fingiendo enfatizar los silencios y, después de la vuelta en bicicleta a la plaza central, se refugiaba en esas moradas angustiosas, a la que el genio de Duras les debe tanto como el objetivismo (otra vez la escuela de la mirada). Pero la mirada ya había aprendido. En Duras, la mirada va encendiendo paulatina y parcialmente las cosas. Después, al retirarse, va desvaneciéndolas. Esa es una de las características más notables: el caos, el “cafarnaúm” de despojos. No hay Duras si no hubiera esa tranquila avenida de restos. Botellas, cenizas, botones, ristras y catálogos, números de orden ya sin uso, instrumentos descartados. Una especie de farmacopea de cosas que de ninguna manera van a procurar salud.

Los cien años de Margarita y Julio

La torta del festejo se cocinó con ingredientes propios de los agasajados: citas y recuerdos familiares. Rayuela convirtió la intertextualidad en intratextualidad y El amante –que también cumple años, 30–, ficción en memorias (¿o era al revés?). Las porciones se repartirán entre escritores, fans y curiosos que llegan a París para la celebración. La francesa que creció en Saigón y el argentino que eligió ser francés esperan que la Ciudad Luz funde los mejores recuerdos para nombrarlos. Mientras El Salón del Libro de París que Cristina inauguró el jueves tiene a la Argentina como país invitado con un pabellón diseñado como una cinta de Moebius y a Julio Cortázar como escritor homenajeado, en Buenos Aires el Malba estrenará abril con un ciclo de cine y literatura dedicado a Marguerite Duras. En el piso que bordea el Pompidou, Tony Leung Ka Fai llegará al cielo flúor de Minujin antes que Horacio y Talita antes que Jane March. Isotopía de una búsqueda privilegiada para detectar las transformaciones del sistema literario cien años después.


Página 12

lunes, 17 de marzo de 2014

Hermosa crónica de Martina Bastos para la revista Etiqueta Negra

La lluvia es una cosa que sucede en el pasado

[Dijo Borges. Pero el paraguas tiene futuro]
Un texto de Martina Bastos

Nada banal sucede bajo un paraguas. Lo digo con la certeza de quien le debe la vida a uno. Un joven que acude al servicio militar espera un autobús bajo la lluvia. Todos los botones abrochados, los guantes blancos, los zapatos impecables. Una joven que acude a clases de mecanografía espera el autobús bajo su paraguas. La cara lavada, el jersey de lana, las botas altas. En algún momento ambos se reunieron bajo esa cúpula que convertirían en su lugar de encuentro diario. Durante los meses siguientes, cinco elementos iban a repetirse: el joven, la joven, el autobús, el paraguas, la lluvia. Así se enamoraron mis padres, bajo un paraguas. El lugar donde sucede casi todo en Galicia.

La capital gallega, Santiago de Compostela, recibe diez mil vasos de lluvia al año por cada metro cuadrado. Ningún gallego se imagina una ciudad en la que no caigan gotas del cielo. Llegué a Lima sin saber que sus habitantes, aunque viven bajo un permanente techo de nubes grises, no tienen paraguas. La lluvia en la capital del Perú es un plan fracasado. Allí, si en un solo día lloviera lo de todo el año, la capa de agua que cubriría la ciudad apenas llegaría a un centímetro. En Lima la lluvia es tan sólo una garúa. En CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL, la novela de Mario Vargas Llosa, el protagonista dice sentirla como caricias de telarañas en la piel: «Una sensación más furtiva y desganada todavía. Hasta la lluvia andaba jodida en este país. Piensa: si por lo menos lloviera a cántaros». En Galicia, en cambio, el cielo gris es una amenaza seria: un tajo abierto del que insiste en caer la lluvia, desde siempre y para siempre. Esa constancia la ha convertido en parte del carácter del pueblo. Las enciclopedias definen nuestro clima como oceánico, suave y húmedo, pero los gallegos somos más categóricos: «nueve meses de lluvia y tres de mal tiempo». Es decir, y para zanjar el tema: en Galicia la lluvia no se acaba nunca.
[II]
Los gallegos despertamos al cielo nublado ciento cincuenta días al año. También vivimos en la región con más suicidios de España. Sería fácil creer que la lluvia es un depresivo natural. La climatología médica estudia la influencia del clima en la salud. El sol es un bloqueador de melatonina, hormona que provoca el sueño, y dispara el nivel de serotonina, la «hormona de la felicidad», cuya carencia se asocia a estados depresivos. El clima altera tu ánimo. El sol te hace extrovertido, la lluvia te vuelve ensimismado. El sol te distrae, la lluvia te confronta. El sol se empeña en que no pienses, la lluvia te obliga a pensar. Desde la antigüedad, cuando más dependíamos del clima para vivir, arrastramos la creencia de que el tiempo gris vuelve triste al ser humano. Hoy la ciencia matiza. Según el psicólogo Renato Santiváñez, la oscuridad potencia los estados melancólicos, pero no los desencadena. Unos investigadores de la Universidad de Santiago de Compostela y del Instituto de Medicina Legal de Galicia niegan que la lluvia influya en el ánimo suicida de los gallegos: en otras partes de Europa con clima similar no sucede lo mismo. Pero en el imaginario popular, la lluvia sigue siendo el escenario obligatorio para cualquier depresión que se respete. Mario Benedetti definió la tristeza como la lluvia sobre un tejado de zinc. Para escribir cuentos, Chéjov aconsejaba: «No digas que uno de tus personajes está triste: sácalo a la calle y haz que vea un charco en el que se refleje la Luna». Las desgracias literarias nunca tienen lugar en días resplandecientes. Los asesinatos, los abandonos, las despedidas o la muerte suelen situarse bajo la lluvia. Todos los primeros de noviembre, el único día en el que en los cementerios hay más vivos que muertos, en Galicia llueve. Y el cementerio ese día parece más que nunca lo que es: un lugar para la muerte. La lluvia actúa como una segunda capa de pintura, infunde un tono épico a cualquier imagen. Es como si en un día lluvioso doliera más recordar a los muertos.
Nadie ve llover desde una ventana escuchando reggaeton o heavy metal. La lluvia lo hunde a uno en acordes lastimeros. Existe un subgénero no oficial de canciones para los días que llueve. El tango dice: «la lluvia castigando mi angustia en el cristal», la trova canta a «la gota de rocío que del cielo se cayó» y al pop le «sigue lloviendo el corazón». Hay canciones en las que no llueve pero lo parece. Y hay quienes parecen siempre caminar bajo la lluvia. Como Leonard Cohen en Blue raincoat. Cuando Cohen se planta en el escenario con traje y sombrero, uno espera que empiece a llover en cualquier momento. Fue él quien dijo: «Pesimista es alguien que está esperando que llueva. Yo ya estoy calado hasta los huesos». Cohen pertenece a la tribu de aquellos que distinguen el tono exacto de gris de un cielo de lluvia.
Desde que cayó sobre la Tierra cuarenta días y cuarenta noches, la lluvia es símbolo de la fragilidad humana: nadie puede impedirla ni escapar de ella. Más de la mitad del planeta es lluvia en potencia. Cada segundo se evapora el equivalente a seis mil cuatrocientas piscinas olímpicas. Y todo volverá a caer. Entonces sucederán cosas: cosechas, romances, castigos divinos. También la vida o la muerte. El agua que transporta un huracán pesa más que todos los elefantes del planeta. Desborda ríos y devasta poblaciones enteras. Pero su amenaza es sigilosa. Menospreciamos su poder porque —como escribió la norteamericana Ann Patchett— una inundación no es algo tan súbito como un terremoto o un incendio. Las inundaciones son, cuando empiezan, sólo inofensivas gotas de lluvia.
Algo tiene de atractiva, que intentamos reproducirla. Medio millón de internautas visitan cada mes la web RainyMood, que permite escuchar treinta minutos de tempestad online. Otro millón ha comprado el videojuego de intriga psicológica HEAVYRAIN, donde cae agua sin descanso y las víctimas se ahogan en la lluvia. El pintor Cézanne, alertado de una tormenta, prefirió retratarla en lugar de huir. Murió de neumonía. Blanco de todos los clichés, en una novela nunca llueve porque sí. En Macondo llovió sin pausa durante cuatro años, once meses y dos días, hasta un viernes a las dos de la tarde, en que el grifo se cerró y en diez años no llovió más.

Los campesinos gallegos viven en un diluvio similar. Según escribió el periodista Prudencio Rovira a principios del siglo XX, tienen una vida ‘cuasi anfibia’: «Es una tierra tan empapada por la lluvia, un ambiente tan saturado de agua, que parece constituir un término medio entre el mundo puramente acuático y el terrestre». En el campo, la lluvia engendra seres con el don de la predicción. Los campesinos palpan la humedad de las piedras, miran la manera de tumbarse las vacas en el prado, escuchan el modo de soplar el viento y el canto de las ranas, apuntan la estela de los aviones. En la India, hay seiscientos millones de personas en el campo que necesitan saber con precisión cuándo llegarán las lluvias. Que la bolsa de Bombay baje o suba también depende del monzón. Los brujos y los campesinos fueron los primeros hombres del tiempo.
[III]
En Galicia tenemos más de setenta palabras para decir ‘lluvia’. Froalla si cae con sol, corisca si baja con nieve, arroia si llena estanques, poalla si moja lento, sarabia si llueve granizo, chuvasca si trae viento, treboa si incluye truenos, orballa cuando es menuda, babuña cuando es viscosa, pingota si hay gotas gruesas, mera si hay niebla espesa, batega si acaba pronto o barruña si persiste. Es lógico: el lenguaje se adapta al medio y la lluvia es un visitante habitual en nuestras vidas. Nadie se atrevería a llamarle «precipitación pluvial». Sería un insulto. Los gallegos la tratamos con la confianza de un amigo. Aquel al que le perdonamos todos los defectos. Nos preocupa si llega tarde y le rogamos que no nos falte. Nos acostumbramos a su olor. En Lima la humedad entra todo el tiempo por la nariz, pero nunca huele a lluvia. Según la ciencia, ese aroma viene de las plantas y algunas bacterias del suelo al liberar sus propios olores. El olor de la tierra mojada es el de una bacteria hidratada.
Con la lluvia, el gallego se siente menos solo. Es una cómplice con el que compartimos el territorio y la memoria sentimental, un pariente que tiene las llaves de la casa y puede presentarse sin avisar, porque siempre se le espera. Uno le conoce la rutina, las costumbres, la siente llegar antes de que aparezca. Cuando era niña, y mi madre empezaba a cerrar las ventanas al caer la tarde y guardaba en lo alto del armario las blusas de manga corta, sabía que algo iba a cambiar. Llegaban los días de la contemplación boba, aquellos en que no había otra opción que pasar horas frente a la ventana. El otoño empezaba el día que te calzabas las botas de goma. Durante la infancia, ese espacio sin calendarios, la lluvia era la única certeza del paso del tiempo.
Cuando cae agua del cielo, algo en nosotros se transforma. «Llueve y nos dan ganas de ser inteligentes —dice el periodista Omar Rincón—, queremos ver una película, leer un libro, escuchar música; con la lluvia intentamos la cultura». Pero no siempre es así. A veces resulta un pretexto para exiliarnos del mundo y holgazanear: dormir, ver la lluvia caer, amar. Estimula la pereza. Por eso los estudiosos coinciden en que no hay nada como una lluvia abundante para calmar una revolución: el chubasco desanima a los manifestantes. Gay Talese decía que un día lluvioso en Nueva York solía ser «un día solitario para los sargentos de reclutamiento, los limpiabotas y los ladrones de Times Square, que tienden todos a perder el entusiasmo cuando se mojan». THE NEW YORK TIMES comparó los días de lluvia en Nueva York con las estadísticas de homicidios del Departamento de Policía de la ciudad en años anteriores, y concluyó que hay menos crímenes en las noches lluviosas. Vernon Geberth, antiguo jefe de homicidios del Bronx, solía bromear sobre el efecto perezoso de los días con aguacero: «El mejor policía del mundo está de servicio esta noche», decía refiriéndose a la lluvia. Pero Geberth afirma también que dificulta cualquier investigación, porque las huellas desaparecen. Según su fuerza (cae a velocidades entre ocho y treinta y dos kilómetros por hora), el agua arrastrará fluidos corporales, fibras capilares o casquillos de bala. También es más difícil encontrar testigos: todo el mundo está tan concentrado en escapar, que no presta atención.
Bajo los aleros de los edificios, bajo toldos y puentes, en las estaciones, o en las barras de los bares, la lluvia es una lección de paciencia. Esos refugios resguardan del agua y de la soledad. Apiñados bajo un techo, los extraños se estudian, se vigilan. Algunos se hablan. Se sienten a salvo. Años más tarde, mi padre admitiría olvidar su paraguas a propósito para esperar junto a mi madre todos los días.
[IV]
Los gallegos somos seres con sólo una mano hábil: la segunda está siempre sujetando un paraguas. Es el apéndice sin el cual nos sentimos incompletos. Un gallego sin paraguas es una criatura mutilada. Viven en las mochilas, en los trasteros o en las maleteras de los carros, pero su cuartel general es el paragüero. Un pozo sin fondo al que llegan paraguas raquíticos que entran en un bolso y paraguas donde cabe una familia. Hay dos señales inequívocas de que una vivienda está habitada: un paraguas abierto en el porche y un paragüero a la entrada.
Maniobrarlo con destreza es un talento superior. Una mezcla de audacia y urbanismo que pocos dominan. Cualquier torpeza puede ocasionar un accidente. Las metrópolis lluviosas como Londres o Nueva York tienen reglas de etiqueta. El protocolo es estricto. Jamás debemos abrir un paraguas sin mirar antes a todas partes. En una calle angosta, la persona más alta debe siempre elevarlo para dar paso a la más baja. Hay decisiones que son fundamentales. Paraguas o alero; nunca las dos cosas. Así se evitarían los momentos incómodos en que se encuentra bajo la cornisa gente sin paraguas versus gente con paraguas. Cualquier esquina es un atolladero, y un callejón estrecho se convierte en una pista de contorsionismo con escaso margen de maniobra. Caminar así es un ejercicio de ciegos.
Llevar paraguas es un síntoma de madurez. En la infancia, cubrirse de la lluvia es una imposición, igual que asistir a misa, cortarse el pelo o abrocharse hasta el último botón de la camisa. Las madres creen que los paraguas no se llevan porque llueve, se llevan por si acaso llueva. Pero una ley no escrita dicta que salir con paraguas ahuyenta la lluvia. Sin saberlo, ellas han alimentado la oculta vocación de los paraguas: perderse. En cuanto cruza la puerta, corre el peligro de no regresar. Robert Louis Stevenson decía que era un signo de solvencia: «No todo el mundo puede exponer una propiedad que vale veintiséis chelines a tantas ocasiones de robo y pérdida». Debería redactarse un inventario de lugares propicios al olvido: las paradas de autobús, los asientos de tren, los respaldos de las sillas, los taxis, las estaciones de metro. Los paraguas se pierden con el espíritu de ser encontrados. Suelen decorar las oficinas de objetos perdidos; en medio de documentos de identidad, llaves de casa, gafas graduadas o dentaduras postizas, objetos inútiles que no sirven a nadie más que a su dueño. Los paraguas perdidos, en cambio, jamás se consumirán en un despacho burocrático. Pasan de mano en mano sin antipatías. Un paraguas es de todos.
[V]
La lluvia cuando es leve despierta placer. Aparece siempre en esas listas inútiles que flotan en Google del tipo: «Cincuenta razones por las que merece la pena vivir». Parece que «tardes de lluvia y lectura» o la combinación «lluvia y cama» —en sus vertientes onírica y sexual— nos alegran la existencia. A la pregunta «¿Te pone melancólico la lluvia?», un amigo respondió: «A mí lo que me pone melancólico es que no llueva». Un día soleado no es memorable. La lluvia, sin embargo, no se olvida nunca. Se pueden perder los detalles, los matices: no recuerdo el día, la hora, no sé por qué calle entré ni cuándo me fui, pero sé que llovía. A los días lluviosos pertenecen los recuerdos más vivos. En Chile nació un niño que escribiría en su biografía: «Comenzaré por decir, sobre los días y años de mi infancia, que mi único personaje inolvidable fue la lluvia». Cuando Pablo Neruda se instaló en Isla Negra, hizo colocar sobre su estudio un techo de zinc para escuchar la lluvia con la misma fuerza que el niño que fue.
Mi primer recuerdo de ella es su percutir. Los silencios del principio y del final de los días nunca eran completos. Crecí escuchando ese ruido tenaz: los picotazos del agua en el tejado. Un runrún que nunca, en ningún lugar, volvería a serme ajeno. Nuestro vínculo no se ha roto desde el día en que mis padres se encontraron por primera vez bajo un paraguas. No la necesito, pero la extraño. Donde no llueve siento una ausencia rara, un aire seco que me inquieta. Y cierta compasión por los que no han forjado una memoria saltando charcos. Triste vida la de los hombres y mujeres sin paraguas.

Etiqueta Negra

jueves, 13 de marzo de 2014

El derecho a leer a las mujeres

“Leer a las mujeres fue un modo de transformar nuestras homéricas cargas de dolor, odio y violencia contenida en una fuerza productiva alternativa y nueva”, dice el autor de Inglaterra. una fábula y de Una misma noche.

Por Leopoldo Brizuela.









Desde que empecé a escribir, y sobre todo, desde que empecé a publicar y a hablar públicamente sobre mis lecturas, amigos, colegas, periodistas, críticos, me han hecho la misma pregunta: ¿por qué leés tantas mujeres? Una pregunta que siempre me perturbó tanto como para contestarla, apenas, con evasivas o subterfugios. Como si decir la verdad –una verdad de la que yo mismo era apenas consciente, a fuerza de no discutirla- pudiera exponerme al peor peligro.
Yo balbuceaba: “Bueno, no te mencioné tantas”. Y era verdad: la recriminación ocurría a la segunda o tercera escritora citada, pero ya eran más de las que el propio interlocutor conocía o juzgaba prudente conocer. Otras veces yo fingía recoger el guante de un duelo del que sabía que desertaría: “Si yo hubiera mencionado sólo escritores varones, ¿vos me lo habrías hecho notar?” Porque era obvio que no. Y ni aun a las autoras mujeres que sólo nombran escritores varones, ni siquiera a las críticas o profesoras que sólo incluyen libros de escritores varones en sus programas, antologías, ensayos, este interlocutor les habría objetado ningún tipo de ignorancia.

Pero yo no respondía, y el otro, envalentonado, como si hubiera desenmascarado una artimaña o una conspiración, remataba: “te pregunto simplemente porque es raro”. Se erigía, en fin, como representante o árbitro de la normalidad, y todo parecía volver a ella. Me había recordado, y era su victoria, la ley que rige para todos, varones y mujeres: sólo el que se disimula sobrevive.

Dos vías
Primera salvedad. Quizá yo no me haya atrevido hasta hoy a contestar claramente esa pregunta, por carecer de otra ayuda que los libros de las mismas escritoras. Porque formular en términos teóricos lo que me habían revelado la inercia de las protagonistas de Jean Rhys y la lucidez de las heroínas de Doris Lessing; demostrar por qué las reflexiones que Simone de Beuvoir o de Adrienne Rich sobre el “segundo sexo” podían también aplicarse a mi experiencia, era una tarea que iba más allá de mis capacidades. Hoy, en cambio, contamos con las teorías sobre la construcción de la masculinidad; y esas teorías pueden ayudarme a explicar cómo la violencia y el terror que corrían soterrados bajo esa escena repetida, echan raíces en la infancia.
Dicen los especialistas que en sociedades como la nuestra se “hace varón” el que se aleja de la madre; se echa al varón de la casa, a la escuela o a la calle, para que otro aprendizaje mucho más importante que el que declaran los colegios: la masculinidad, esa condición que es un valor en sí y que le permitirá ocupar, durante el resto de su vida, los espacios de poder del patriarcado. Como lo explica Ariel Sánchez en Marcar la cancha este aprendizaje se da por dos vías. Por un lado, el varón busca un grupo de varones en el que pueda adquirir y desarrollar fuerza, entendida ésta como la capacidad de ejercer violencia sobre los demás. A través del mecanismo básico de la competencia, y de la medición de fuerzas que ésta posibilita, se establecen las jerarquías dentro del grupo; y la lealtad a éste y a sus jerarquías se entenderá como una verdadera condición de existencia.
Y por otro lado, la construcción de la masculinidad depende del hallazgo de un varón a quien calificar de “maricón”; mediante su hostigamiento permanente, el varón pretenderá demostrar su rechazo de todo lo femenino, es decir, su ya definitivo alejamiento de la madre. Como recordará cualquier persona de mi edad, para los niños de los años sesenta el mote de “maricón” no tenía que ver con la homosexualidad –la mera idea de “sexualidad” era ajena a nuestro mundo – sino con una u otra característica de personalidad que los demás varones identificaban como “femenina”. Eran características sorprendentemente variadas -podían ir de una manera de moverse o de hablar, a un rasgo físico o, precisamente, según me cuentan amigos mayores, a la afición a la lectura-; pero todas parecían vincularse con una carencia de fuerza física, o con una disidencia respecto del uso de la fuerza.
Ahora bien. Lo perverso del mecanismo de hostigamiento al “maricón” reside en que, como es demasiado fácil ejercer violencia sobre el débil -tanto más cuanto que el propio grupo le ha impedido desarrollar su fuerza-, quien lo agrede demuestra menos su masculinidad que la íntima, infinita vileza del entramado social. Y por eso la violencia contra el maricón se reitera cotidiana, incesantemente, en pos de esa demostración imposible; causando en sus víctimas daños de por vida sobre los que la sociedad de hoy, al fin, parece al fin abrir los ojos. Daños para los que, durante siglos, casi no ha habido otra salida que la lectura.

Vida y literatura
Segunda salvedad. Quizá la pregunta ¿por qué leés tantas mujeres? me habría perturbado menos si yo hubiera empezado a hacerlo por algún tipo de estrategia política o deliberación. No. Empezamos a leer escritoras, digamos, “espontáneamente”, como un animal perseguido que descubre de pronto el único lugar del mundo que se parece a su primer cubil; pero fue allí, también casi por sorpresa, donde encontramos permiso para ser lo que se nos había prohibido, y armas para lograrlo.
Para horror de quienes sostienen que lo único importante es el texto, nunca buscamos solamente libros: buscábamos autores cuya experiencia pudiéramos adivinar detrás del enigma de sus obras. ¿Y cómo podía dejar de interesarnos un nombre de mujer en la tapa de un libro, si era la prueba de que alguien, en sociedades aun más opresivas que la nuestra, había hecho algo que los demás no esperaban de ella, y había pagado precios altísimos por hablar, ya que sus contemporáneos no podían comprenderla, con algún “hermano del futuro”, es decir, con nosotros mismos? Si una película nos había iniciado en la compasión por Anna Frank y su muerte trágica, lo que nos cautivó para siempre de su Diario fue su decisión de sostener, ante la asfixia del confinamiento político y familiar, el deseo de dialogar consigo misma, y convertirse, así, en una escritora. Si una canción compuesta por dos varones nos había hablado del suicidio de Alfonsina Storni; la solapa del primer libro de ella que pedimos que nos compraran nos llevó a leer cada uno de sus poemas como otra creación no deseada por los hombres y salvada de su vigilancia omnímoda.
Por supuesto, detrás de aquella pregunta “pero ¿por qué leés tantas mujeres?” uno creía entender: “no son tan buenas” Pero ya nos dábamos cuenta de que la literatura escrita por mujeres poseía valores que pocos varones podían apreciar. Básicamente, esa capacidad de invención y manejo de herramientas que representaban, más o menos disimuladamente, una experiencia de incomodidad y rebeldía; produciendo esa experiencia única que llamamos arte y que implica no sólo goce estético, sino transformación profunda de la percepción de la realidad. Así, aunque pocos varones pudieran comprenderlo, una sola frase de Carson McCullers, apenas la primera de su primera novela: “En el pueblo había dos mudos y estaban siempre juntos” podía generar una experiencia estética infinitamente más rica que todos los cuentos de Ernest Hemingway, con sus alardes de macho que se foguea entre soldados, mafiosos, cazadores y toreros.
Y si escribir literatura, como dice Gilles Deleuze, es inventar una lengua extranjera dentro de la lengua; y si la tarea de las mujeres ha sido subvertir por la poesía la convención masculina, ¿quién nos lo reveló mejor que Sara Gallardo, con ese Eisejuaz mataco santo o loco que es su alter ego -ese personaje insólito capaz de sugerir, en un lenguaje nuevo, todo aquello que la cultura argentina no había podido nombrar nunca?

Una fuerza secreta
Creo que ya puedo empezar a responder. Leer a las mujeres fue un modo de transformar nuestras homéricas cargas de dolor, odio y violencia contenida en una fuerza productiva alternativa y nueva. Y quizá llegó el momento de describirla, para no sobrevalorarla y exponerse a un daño mayor. ¿En que consiste, hoy por hoy? En principio, creo que todo maricón que sobrevive a la infancia consigue distanciarse y comprender, no sólo el por qué de las violencias que se ejercían sobre él, sino los terrores e impotencias que también torturan, secretamente, a los violentos.
En este sentido, desde muy temprano he visto a mis compañeros escritores como los niños que fueron, empeñados en la agotadora tarea de demostrar su poder ejerciéndolo de aquellas mismas dos maneras. Mírenlos en cualquier congreso de literatura: cómo se camuflan, como compiten, cómo intentan seducir: sobreactúan su masculinidad, acaso porque la poesía, convengamos, no es la habilidad que un coronel de caballería quisiera para su primogénito. Escúchenlos hablar –quizá sería excesivo pedirles que dialoguen con ellos-. Formateados por el fútbol, su primera preocupación ha sido integrarse a “un equipo” bajo el ala de un “director técnico” que les dijera qué y cómo escribir de modo que cada frase, cada palabra, diera testimonio de sus atributos viriles. Y hablan del “campo literario” como de la cancha en donde han salido a jugar un campeonato permanente; y de ganar premios como de “hacer un centro”, y de “meter” libros en una editorial importante, o un artículo en un medio masivo, como quien habla de goles. Y es cierto que cada tanto nombran a escritoras, cómo no; pero son siempre aquellas que, alegres convictas de la parcela que la cultura les asignó, le sirven para ejemplificar viejas categorías, aquellas que hasta los vivan y alientan como las porristas más sofisticadas de la historia.
Y en segundo lugar, guiados por aquellos “directores técnicos” que son siempre grandes humilladores, los muchachos se aplican a señalar a “los maricones de la literatura”-ésos que no se debe ser- ; y a la literatura “maricona” – aquello que no se debe escribir. Hoy como ayer, lo “maricón” no tiene que ver necesariamente la elección sexual de un escritor, sino con aquellas características que se corresponden los estereotipos de lo femenino; características tan asombrosamente variadas como para pertenecer a campos tan distintos y vastos de la cultura que, a fuerza de rechazarlos, la mayoría de los varones destaca por una ignorancia sobrecogedora. Pero volviendo a nuestro tema. Los muchachos se burlan, por ejemplo de la admiración de los “maricones” por las mujeres escritoras, como si no fuera más que una variación del amor delictual por la madre; no ven que, como señala Wayne Koesterbaum, lo que el “maricón” celebra de las “divas” es un exceso de voz sólo comparable a la magnitud de su propia imposibilidad de decir, y a la tradición perdida que esa voz de diva devuelve, por sorpresa, con vitalidad arrasadora. Los muchachos se ríen de los “maricones” por la franqueza con que éstos quieren expresar sentimientos, asimilándolos mecánicamente al kitsch, que tanto maricón celebra; enfermos de “pudor” (ese mecanismo parecido a la vergüenza pero que va más allá: porque es el castigo autoinflingido a su parte “femenina”) los varones niegan así su propia incapacidad para lidiar con lo que sienten, y esa risa es lo poco que pueden hacer con su desesperación. Porque están desesperados, es evidente: habiendo “naturalizado” su ignorancia hasta sentirla como un rasgo de su propia identidad; en cada cosa desconocida con que se confrontan no ven una posibilidad de enriquecerse, sino el peligro de su propia disolución… Prueba de que todavía hay que ir con mucha prudencia: porque no hay nada más violento que un negador acorralado.

Una necesidad y un derecho
En fin, ¿por qué leemos a las mujeres? Porque es una necesidad, quizá nuestra necesidad más profunda, y donde hay una necesidad hay un derecho. Porque ese derecho es el de toda una tradición que sobrevive, fortalece y se libera cuando leemos y respondemos a la lectura con nuestras propias obras Y porque, por mucho que intenten convencernos de que todo cambió, como si la utopía del viejo feminismo hubiera sido la única alcanzada, el cambio sólo afecta a la superficie de lo social, no al sustrato de las costumbres y al estrato profundo de las mentes.
¿Cómo se explica que, en una época en que ya nada dificulta el libre intercambio sexual entre dos personas adultas, los varones sigan haciendo florecer, en secreto, como tratantes pero también como clientes, la explotación sexual? No menos misteriosa resulta otra evidencia: aunque muchos de los grandes libros de todas las literaturas hayan sido escrito por mujeres, y aunque las mujeres sean mayoría en las carreras de letras, las editoriales, los talleres literarios, etc. la presencia de mujer en la literatura aun sigue considerándose una anomalía?
¿Qué hacer con esta ceguera de los varones? Hay quien piensa que el cambio es imposible, o sólo posible en el caso de una remotísima mutación genética, y que nuestra tarea es combatir, aunque la manera de hacerlo resulte bastante inconcebible y, como sea, la disparidad de fuerzas todavía nos asegure una derrota inmediata. Otros sostienen que el camino es persuadir, olvidando que la persuasión, como señala Hanna Arendt, sólo es posible entre dos seres humanos en pie de igualdad, sin otra arma que la excelencia de sus argumentos. Incapaz de arriesgar un sólo consejo, me limito a señalar una comprobación: el varón con poder sólo cambia cuando aquellos de cuya explotación depende consiguen escapar o al menos correrse un poco de lugar, y los dejan sin base. Es decir, cuando cambiar se vuelve, para ellos, una cuestión de vida o muerte, y por fin ven la necesidad de cargo, a solas, de su destino.
Mi propósito personal es éste: hablar, escribir para nosotros. Estaremos más cerca de una liberación verdadera si, en lugar de atender al enemigo, de entrar en su juego de constante competencia y aniquilación, optamos, como las grandes escritoras, por propagar entre nosotros un saber que tienda puentes más allá del tiempo y el espacio y de los muros antiguos y nuevos. Si nos atrevemos a revivir, comprender, y consolar al niño que fuimos; si comprendemos a literatura como el vehículo más poderoso de ese amor y esa fraternidad, y tratamos de escribirla para los que aun hoy, todavía, los necesitan como el agua y el pan.


Eterna Cadencia


sábado, 8 de marzo de 2014

La vida después del peor infierno

Trece años atrás, el entonces marido de Adriana García mató a los hijos de ambos como venganza. Ella lo había denunciado previamente, pero la Justicia no la escuchó. En el Día Internacional de la Mujer cuenta cómo logró rearmar su vida.


 Por Mariana Carbajal






Adriana García enfrentó el dolor más profundo que puede tener una madre: el 17 de octubre de 2000, su ex esposo degolló con un cuchillo de cocina a los dos hijos de ambos, Sebastián, de cuatro años, y Valentina, de dos. Adriana lo venía denunciando por sucesivos hechos de violencia y amenazas, y reclamaba con desesperación que la Justicia le impidiera ver a los chicos, porque temía por sus vidas. Pero nadie quiso oírla en los tribunales marplatenses y el caso tuvo el peor desenlace. Después del juicio, en el que Ariel Rodolfo Bualo fue condenado a prisión perpetua, Adriana no quiso hablar más de aquel episodio atroz, por fuera de su entorno familiar, porque sentía que la miraban como si estuviera loca y la culpabilizaban por no haber cuidado a sus hijos lo suficiente. Pasaron ya más de diez años y esta mujer, que es terapista ocupacional especializada en niños y dirige una carrera universitaria, aceptó romper ese silencio, al pensar que su historia pueda servir a otras mujeres que viven situaciones de violencia machista. “Ojalá la gente tomara conciencia de cómo son estos desgraciados. Entre los mitos y prejuicios que hay sobre el problema, se arma un combo que hace que una se sienta más sola”, dice, en una extensa entrevista con Página/12. Adriana sigue apostando a la vida: volvió a formar una pareja y con su marido adoptó un niño de cuatro años, que hoy tiene once. “Hay gente que piensa que una reemplaza a los hijos. Pero es imposible. Un hijo no se reemplaza. No hay un día que no me despierte pensando en Sebi y Valentina. El dolor siempre está en el fondo”, describe, con los ojos nublados por la emoción del recuerdo. Aquí, una historia de resiliencia.
El caso tuvo amplia repercusión periodística en su momento, por su dramatismo. Pero también porque Adriana había denunciado varias veces a su ex marido, pidiendo que no la obligaran a entregarle a sus hijos o que, al menos, las visitas fueran supervisadas. Pero todo fue infructuoso. El 15 de noviembre de 2000, un mes después del doble homicidio de sus hijos, recibió una notificación judicial que la hizo temblar de indignación y bronca. La Fiscalía Nº 4 de Mar del Plata le informaba que las actuaciones iniciadas a partir de sus denuncias por amenazas y lesiones contra ella y sus dos hijos habían sido archivadas por falta de pruebas. Hasta para darle la espalda la Justicia llegaba muy tarde. Hubo marchas y recolección de firmas en su apoyo. “El primer año me lo pasé esperando el juicio. Fue todo muy perverso. El fiscal que investigaba el caso sostenía que si yo había hecho tantas denuncias y tenía tanto miedo de que a mis hijos les pasara algo, por qué se los había dejado llevar. Me culpabilizaba”, cuenta Adriana.
Recuerda que la Justicia la obligaba a que Bualo viera a los chicos aplicando la Ley 24.270 (conocida como ley Apadeshi, por la entidad de padres alejados de sus hijos que la impulsó, muchos de ellos con denuncias por abuso sexual en su contra) de “Impedimento de contacto de los hijos menores con sus padres no convivientes”. “Si no se los dejaba ver me multaban, tenía que pagar como si fueran hoy mil pesos por día. Yo no tenía ese dinero. No sabía qué hacer. Hacía las denuncias y la Justicia no me escuchaba. No tomaban conciencia del riesgo en el que estaban. Nadie me asesoraba”, apunta Adriana. El encuentro es en un café en Palermo, cerca de su consultorio privado –repleto de juguetes coloridos y atractivos para sus pacientes, y hasta una tirolesa– y del departamento en el que vive con su esposo y su hijo. Tiene los cabellos largos, lacios, rubios. Se la ve elegante. Su caso es emblemático: por la sordera de la Justicia frente a un caso de violencia de género, por no advertir que una denuncia por “lesiones leves”, o “amenazas” puede decir mucho más que lo que aparentan esos hechos aislados, por no entender que en esas situaciones puede haber una espiral de violencia.
Once meses después de asesinar a sus hijos, Bualo fue condenado a prisión perpetua. Pero Adriana durante mucho tiempo siguió con miedo. “Todavía tengo que reafirmar que está adentro”, dice, en referencia a la prisión donde cumple su condena. Una de sus hermanas, que es fiscal, la ayuda cada tanto a rastrear su ubicación. Bualo está alojado en el penal de Melchor Romero, para presos psiquiátricos, puntualmente en el pabellón evangélico. Qué paradoja: mientras la Justicia no llegó a proteger a sus hijos, sí se ocupó de proteger a Bualo, cambiándole el nombre al ingresar a la unidad penitenciaria. “Cuando quise hacer el divorcio no lo encontraba. Al final descubrimos que estaba inscripto con el segundo nombre y apellido materno.” Le dijeron en el penal que era así para evitar que fuera agredido por otros internos al enterarse el motivo de su pena.

Sin nombre

“Al principio tenía miedo de volverme loca. No comía. Estaba destruida”, cuenta. Inmediatamente después de la muerte de sus hijos, comenzó a hacer terapia. Fue una ayuda fundamental. “Desde 2002 estoy con el mismo terapeuta. El me ayudó a salir adelante. Es especialista en estrés postraumático. Con él se atienden muchos ex combatientes de Malvinas. Es una terapia muy positivista. Me abraza cuando me tiene que abrazar”, describe Adriana.
Hubo momentos en los que sintió que no quería vivir más. Muchas veces. “Si no hubiera sido por el juicio... El juicio me mantuvo. Pero nunca me sentí en el lugar de víctima. Las únicas víctimas fueron mis hijos. Todos los demás somos afectados”, dice. Por momentos, los ojos se le vuelven a inundar de lágrimas. “Cuando terminó el juicio, ya tenía pasajes comprados y al día siguiente me fui a Estados Unidos, tenía previsto ir a Miami y Nueva York, donde tenía amigos, para alejarme de toda esta pesadilla”, recuerda. Pero justo ocurrió el ataque a las Torres Gemelas, así que no llegó a Nueva York.
Adriana no puede pronunciar el nombre de su ex marido. Nunca más lo pudo nombrar. Cuenta que ni siquiera en prisión dejó de hostigarla: durante un tiempo la llamaba desde un celular que “le prestaban adentro”, hasta que supieron en la cárcel de su conducta, por intermedio de su hermana fiscal, y los llamados cesaron. El infierno comenzó cuando supo de boca del propio Bualo que él era “un acosador sexual compulsivo” y se estaba tratando con un psiquiatra. Y se enteró de que acosaba a su hermana y a ella también, en forma anónima, telefónicamente desde hacía tiempo. En ese momento decidió separarse. “Cuando decidí separarme fue peor, se puso violento”, recordó. Cinco meses después, Bualo, un empleado de una agencia de seguros de 35 años, terminaba con la vida de los hijos de ambos.
La primera denuncia por las agresiones y amenazas que estaba sufriendo de parte de él, Adriana la realizó en mayo de 2000, en la Comisaría 7ª de Mar del Plata, días después de pedirle a Bualo que abandonara el hogar conyugal. Llevaban ocho años de casados. Las actuaciones por su denuncia pasaron a la Fiscalía Temática de Conflictos Sociales y Familiares Nº 4, a cargo de María de los Angeles Lorenzo. Del nombre de la fiscal, Adriana no se olvidó nunca más. “La pongo a la altura del asesino por no haber hecho nada”, dice. Esas actuaciones no prosperaron. Ni otras denuncias que hizo. Por la inacción judicial, inició una demanda civil contra el Estado por daños y perjuicios, que fue rechazada en primera y segunda instancia –curiosamente, en la sentencia de la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo los jueces reconocieron deficiencias en las actuaciones judiciales, frente a sus denuncias, pero consideran que no revestirían entidad suficiente como para responsabilizar al Estado por la muerte de los chicos– y ahora el expediente está en la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires, que debe pronunciarse.

Tocar fondo y salir

A pesar de tanto dolor en su corazón, en su cuerpo, Adriana volvió a enamorarse. Después del juicio se mudó a Buenos Aires. Huyó de Mar del Plata. “Sabía que de esa casa me tenía que ir. Me dolía esa casa”, dice en referencia al chalet en el que vivió con Sebi y Valentina. Al principio, su refugio fue el trabajo. Fue maestra en una escuela de la villa La Cava, hasta que una madre de uno de sus alumnos se enteró de “mi historia” y planteó a las autoridades que temía que ella le raptara a su hijo, para reemplazar a los suyos. No se sintió apoyada por los directivos frente a ese planteo. Y decidió renunciar. Ese mismo día la convocaron para dirigir la carrera de especialista en Terapia Ocupacional de una universidad privada, cargo que sigue desempeñando. Además, es docente en la Universidad Nacional de Villa María, Córdoba, y también da clases en otra facultad de Rosario. “Me encanta la docencia”, dice. Además, tiene su propio consultorio, donde atiende a niños autistas, y a otros con distintas problemáticas.
Conoció a su actual esposo por Internet. Le da cierto pudor contar que fue así. “Es una persona que me rescató. Me salvó”, dice Adriana. Estadounidense, hijo de padres argentinos, separado, padre de dos hijas grandes, vivía entonces en Estados Unidos. Ella lo fue a visitar varias veces. Y después él se mudó a Buenos Aires con ella. “Me vino muy bien que no supiera nada de mí cuando nos conocimos. Acá creo que no hubiera podido armar una pareja con nadie. La gente se acerca con prejuicios. Te mira con lástima o con cara de ‘algo habrás hecho’”, dice. Luego de un tiempo de convivencia, en 2006 se casaron. “Yo quería tener hijos, mi proyecto de vida era ése. Nunca dejé de sentirme madre”, cuenta. Por entonces tenía 40 años. Y decidieron la vía de la adopción. Como el papá de Adriana es adoptado y ella tiene un hermano adoptivo, ese camino le resultaba familiar. Empezó a leer los libros de Eva Giberti sobre el tema. Y siguió los trámites respectivos. La respuesta llegó bastante rápido: a los dos meses de entregar “la carpeta” –que se les exige a quienes quieren adoptar–, llegó el llamado de un juzgado para darles la noticia de que los esperaba F., de cuatro años. “F. me cambió la vida. Tengo caídas. He tenido una muy fuerte cuando se cumplieron diez años (de la muerte de Sebi y Valentina), tuve que pedir ayuda a un psiquiatra, lo que no me pude permitir antes. Pero después de esa recaída sentí que cambió todo, que ya no tenía que salir a la calle con el apto médico. En un trabajo me lo llegaron a pedir, cuando no se lo pedían a nadie, tenía que estar demostrando que no estaba loca”, dice. Con la llegada de F. a su vida siente que tiene la obligación de estar bien, aunque el dolor, aclara, siempre está ahí, en el fondo. No hay un día que no se despierte o no se acueste sin pensar en los chicos. “Hay fechas que me destruyen. El año pasado pensaba que Sebi tenía que hacer el viaje de egresados, o la fiesta de 15 de Valentina”, recuerda.
Adriana apuesta a la vida. Cuenta que se comunican con ella mujeres que viven situaciones de violencia para pedirle algún tipo de consejo o ayuda. Y ella piensa: “A mí me contactan, que me salió todo para el culo”. Les dice que tienen que hacer “todas las denuncias, aunque no les den bolilla”. Y buscar apoyo familiar y un grupo que las contenga. “Cuanto más lo cuenten, mejor. Y después queda ir a los medios, si no hay respuestas en la Justicia. A veces me pasaba que iba a denunciar y me decían que volviera otro día para constatar los golpes: con el esfuerzo que es ir, tenés que volver. Muchas veces, la violencia es acoso moral, psicológico ¿cómo lo demostrás? A mí me llamaron de la Justicia seis meses después de hacer una denuncia, para constatar los golpes. Me duele que siga habiendo casos”, dice.


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