martes, 25 de febrero de 2014

UNA CASA COMO UN LIBRO

Crónicas Visitar Monk’s House, la casa de campo de Virginia y Leonard Woolf, es una experiencia que participa tanto del más terrenal sentido de la excursión de fin de semana para turistas como de una íntima inmersión en un libro secreto. La casa como un refugio y como un santuario lleno de signos secretos, fetiches y fantasmas donde las mariposas y las piedras son mucho más de lo que parecen, y todos los pasillos y recovecos conducen inevitablemente a un cuarto propio.





Por Esther Cross

En el vagón de segunda clase, una pareja mayor lee el Sunday Times. El diario habla de la boda de lord Weymouth con una modelo que será la primera marquesa negra de Inglaterra –también es millonaria, pero eso no compensa del todo a la nobleza–. Afuera se ven ovejas lacias, caballos, lomas. Sube una matrona de Marks & Spencer. Entra al vagón un viejo adolescente transfundido al celular. Pasamos Plumptons y nos mecemos de pueblo en pueblo. Algunas cosas cambiaron, pero hace noventa años Virginia y Leonard Woolf también bajaban del tren en esta estación. El cartel dice “Lewes”, hay un guarda detrás del molinete y en el bar no pega dar propina. Se puede llegar a Monk’s House andando 6 kilómetros a campo traviesa. Los taxistas ubican la casa de Virginia Woolf. Viene gente a verla, aunque no tanta. La ruta cruza caseríos. Rodmell es un pueblo chico, descendente. Donde termina Rodmell está Monk’s House.
A fines de la Primera Guerra, Virginia y Leonard Woolf tuvieron que mudarse de Asheham, su primera casa de campo. Después de unos rodeos encontraron esta casa simple, de cientos de años, que bancó añadidos y refacciones. “A pesar del frío y el fuerte viento en contra, Virginia fue en bicicleta a inspeccionar Monk’s House. Los prudentes reparos acerca del tamaño de las habitaciones, la falta de agua caliente, que no tuviera baño y las malas condiciones y humedad de la cocina no minaron el encanto del huerto, los frutales, y el profundo placer por el tamaño, forma, fertilidad y lo agreste del jardín”, cuenta y cita Irene Chikiar Bauer en su excelente biografía Virginia Woolf, la vida por escrito.
Monk’s House se transformó en refugio, opuesto afable de la Londres eléctrica. “Monk’s House –escribió Virginia en 1919– será mi dirección para siempre. Marqué el lugar para nuestras tumbas, donde el jardín se une con la pradera.”
Las cenizas de los Woolf están enterradas a los pies de los olmos que bautizaron con sus nombres, aunque esos árboles ya no existen. Una tormenta derribó a uno, al otro se lo comió una plaga, pero quedaron escritos y ahí están, invisibles y homónimos, junto a los restos de sus dueños, que ahora son su referencia fantasmal.
Desde el jardín
Un señor del National Trust cobra la entrada. Apenas venden una taza con la cara de Virginia, tres postales y libros, sin ánimo de marketing. Lo mejor es inspeccionar el jardín y entrar a la casa por el invernadero, como hacían los Woolf. Las flores brotan del suelo y los muros; forman puentes en el aire. El jardín toca la torre de una iglesia de la Edad Media. Dos mujeres sacan fotos a las plantas y una adolescente saca fotos al azar. Leonard Woolf se dedicaba con placer obsesivo a este jardín. También se obsesionaba con Virginia, la política, la literatura y los perros, en escala variante de graduación, Virginia primera. Hay una cancha de bolos. Hay una huerta y senderos que agrandan la superficie del jardín al caminarlo. De pronto el jardín se abre al campo. “Parece que la tierra siguiera y siguiera para siempre”, escribió Virginia, y salía caminando a seguirla.
El campo cede al valle, con la “habitual vieja belleza de Inglaterra”. Al escribir, desde su silla, Virginia Woolf captaba el valle del río Ouse, el Monte Caburn, Lewes y su castillo. Todo eso ingresaba en su visión periférica. Algunos días el esplendor la angustiaba pero no generalmente. La mayoría de las veces salía de su jardín y entraba en ese espejismo realizado: después lo contaba. Recorrió estos lugares durante más de veinte años. Salía con su perra, poniendo en movimiento el paisaje que veía desde la ventana. Naturalista de Sussex, registró sus cambios de color y carácter. Veía las señales del tiempo en ese mundo rural amenazado, también las marcas de la historia: huellas inmemoriales, ruinas romanas, isabelinas, y los aviones cayendo en picada en la Segunda Guerra, y las sirenas, los vidrios rotos.
Ahora también se ve el valle, pero ella no lo escribe. La entrada viene con una guía impresa y un mapa que llega hasta el río Ouse. Ahí van las señoras que fotografiaban plantas. Patti Smith lo hizo y sacó una foto: el río es oscuro, ancho, temible.
Hay una reposera frente a la cabaña. Es el famoso cuarto propio. Por la ventana se ve la mesa, con papeles y sus anteojos de montura redonda encima, como si hubiera salido un minuto y ya fuera a volver. En el porche, hay sillas que invocan por vaciado la foto de Virginia, sentada con su sobrina, su hermana, su cuñado y Maynard Keynes, en ese mismo lugar.
Cuando los Woolf se mudaron, no había baños en la casa, sólo una casilla externa. Se bañaban en una tinaja en la cocina. Cuando le tocaba, Virginia repetía en voz alta frases del texto de turno para probarle el sonido. Al tiempo construyeron un baño en el piso superior, pero Virginia porfiaba la costumbre y desde abajo, en la cocina, Louie Everest, la mucama, la oía bañarse: “dale y dale, se hacía preguntas y respondía; parecía que había dos o tres personas con ella”. Escribía, caminaba pensando, repetía en voz alta antes de corregir, le daba el texto al marido y releía, considerando su devolución. Así se hacían los libros en esta casa hecha con libros. La señora Dalloway pagó dos baños. Las ganancias de Orlando financiaron la cabaña. Le decían Faro al auto, saludando a su sponsor. Los libros daban trabajo y placer, la casa también. “Me gusta ir en auto a Rodmell un viernes caluroso, comer jamón frío, sentarme en mi terraza a fumar mi cigarro con una o dos lechuzas.”
Las mariposas
y las piedras
En el living, una voluntaria muestra un fajo de sobres de Leonard Woolf. Habla de los muebles salidos del Omega Workshop y los cuadros. Es una vecina del pueblo. Su marido tocaba el trombón y una vez fue con la orquesta a un beneficio en el jardín de Monk’s House y estaba Leonard Woolf. También se acuerda de Trekkie Parsons, la mujer que enamoró a Leonard después de la muerte de Virginia. “No –responde–, no la trajo a vivir porque estaba casada, pero ella se instalaba acá cuando el marido salía del pueblo. Era un arreglo que tenían los tres.” El dato, conocido, suena como nuevo por la actualidad renovada del chisme.
En la escalera hay otra guardiana. Le preguntan si las mariposas disecadas son las que le regaló Victoria Ocampo a Virginia y dice que “son un regalo de una escritora argentina” pero enseguida abre una carpeta y enfoca la imprecisión, asiente.
Estas mujeres cuidan algo invisible, aparte de los muebles y los cuadros. Corrigen, con diplomacia, al chanta yanqui o inglés, toleran al monstruo informado. La adolescente que sacaba fotos en el jardín está hipnotizada con un biombo de la cocina, pintado por Angélica Bell para su tía Virginia. La familia elegida y las amistades son otra presencia física en esta casa, como en los libros de la escritora. Las portadas de sus libros tenían dibujos de su hermana, Vanessa. Imprimían los ejemplares en la editorial de la familia. Hay muebles, cuadros y tapices salidos de las manos de sus seres queridos.
En el cuarto de Virginia hay otra voluntaria, joven, sentada a los pies de la cama. No dice nada pero ¡qué bien responde a cualquier pregunta! Muestra los libros de Shakespeare que Virginia Woolf forró con sus propias manos. Un visitante dejó abierto el catálogo de la biblioteca original en la ficha del Tobit Transplanted, de Stella Benson, con los datos de archivo y la dedicatoria: “Querida Virginia: como no puedo darte mi auto, te doy mi libro...”.
Los Woolf fueron adaptando la casa –o al revés– pese a los ratones, la lluvia que entraba por la puerta de la cocina, el frío –dicen que una noche Morgan Forster se quemó los pantalones por adosarse a la estufa–. Virginia festejaba en las cartas y el diario las modernizaciones pero se nota, por las quejas de Morgan Forster, que el concepto de confort siempre fue relativo. Para el fanático, la casa es un libro. Casi todas las cosas quieren decir algo, por algo es fanático.
De nuevo en la entrada, el señor del National Trust regala un folleto con las actividades del año. Hay talleres, charlas en Rodmell, un día para perros en el jardín. Entran dos chicos, seguidos por el padre. Están recorriendo Sussex en auto. El padre dice que vieron afuera un cartel que dice Monk’s House y quiere saber de qué se trata. El tono pone a todos en guardia. El voluntario le dice que ésta era la casa de Virginia Woolf pero la aclaración cae en el vacío. Una señora que hojeaba libros explica que Virginia Woolf era una gran escritora y agrega: “Un día se fue caminando por el jardín, se puso una piedra en el bolsillo, se metió al río y se suicidó”.
El efecto es impresionante, pese a la floja relación entre causa y efecto. “¿Y por qué? –dice el hombre–. ¿Por qué hizo eso?” Acto seguido se enrosca con la mujer en una discusión loca, como si quisiera que lo convenciera de que suicidarse está bien. El señor del National Trust no registra la discusión. Su indiferencia resalta la banalidad del otro. Atiende, como si nada, a dos señoras, cobra, da vuelto y les dice que pueden entrar por el jardín, a través del portón chico de madera que hay al lado.

domingo, 23 de febrero de 2014

Me gusta ser mujer (y odio a las histéricas)


Pocas veces el cliché que hablaba del sexo débil ha padecido palizas como la presente. La autora no será feminista, pero su manera de ser mujer implica una cierta militancia irrenunciable.







Un día mi padre me llamó y me explicó lo de la semillita, acariciándome la cabeza como si me estuviera dando el pésame. Entendí esto: entendí que el hombre metía un brazo adentro de la mujer —no me pregunten por dónde—, y que con los dedos —que en mi imaginación tomaban la forma de una tenaza que tenía mi abuelo Elías— plantaba una semilla. El procedimiento me pareció humillante y quirúrgico, pero enseguida vi que había solución:
—Yo voy a hacer al revés, le voy a meter una semilla a un hombre.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no.
“Porque sí” y “porque no” eran dos respuestas con mucho rating en casa, pero después de esta explicación botánica mi educación sexual tuvo todavía otro capítulo. Eran las cinco de la tarde de un año en el que tuve siete años. Volvía a casa caminando con Paola, una compañera de colegio, y el grito llegó como un baldazo: dos varones de séptimo grado, desde la vereda opuesta. Paola se arreboló. Le pregunté qué quería decir lo que nos habían gritado, y me mintió que no sabía. Paré a tomar la leche en casa de mi abuela Any y disparé:
—Abue, ¿qué quiere decir “las vamos a coger”?
—Quiere decir que te quieren tocar. Es algo que te hacen los varones. Es muy feo.
A los siete años, entonces, estaba segura de cuatro cosas acerca del sexo: a) que consistía en la introducción de una semilla; b) que eso probablemente se llamara coger —yo era intuitiva—; c) que se hacía con las manos o con tenazas, y d) que era algo muy feo que hacían los varones y que las mujeres, probablemente, padecíamos.
Putas. Eran todas putas. Las que atendían al sodero en bata, las rubias, las viejas que no usaban enagua. Si caminabas moviendo el culo, eras puta. Si volvías a tu casa después de las once de la noche, eras puta. Puta era la que iba al colegio con las uñas pintadas, puta la divorciada y puta la hija de la divorciada.
En Junín, provincia de Buenos Aires, la ciudad donde viví hasta mis 17, la vida era complicada si nacías varón: había demasiadas opciones. Pero si nacías mujer era fácil. Tenías que tomar una sola decisión: eras casta o eras puta. Y si eras como yo —estudiosa, clase media, hija de padres respetables—, se descontaba que puta no, y que te ibas a casar con el himen enterito, si era posible con tu primer novio. Ahora tengo 37, vivo en Buenos Aires desde los 18, comparto casa con Diego hace 9 y me piden que escriba sobre lo que me hace mujer. Lo que me ancla del lado hembra de las cosas. Se me ocurre que a) no quiero escribir unos párrafos que pudieran someterse al título “Me gusta ser mujer”, y b) que ser mujer en Junín fue una experiencia cercana a lo vergonzante e imposible de obviar porque allí empezó todo. Yo era un dechado: 11 añitos, moralista, recatada. Mis padres no me dejaban usar tacos altos, ni polleras cortas, ni maquillaje. Mi madre me promocionaba como si yo me mantuviera alejada de las tentaciones por voluntad y no por prohibición.
—Ay, qué grande que está —decían sus amigas, y mamá completaba:
—Sí, es muy madura para la edad que tiene.
Madura quería decir que yo no contradecía sus órdenes y que, por lo tanto, nadie me había besado ni tocado y que, aunque a escondidas leyera la Justine del buen marqués y me agarrara bruta calentura, las cosas seguían bien porque nadie se enteraba. La inocencia iba primero, y no importaba mucho si era real o fingida: importaba lo que estaba a la vista. Y lo que estaba a la vista era yo, tan casta.
El sexo prometía más amenazas que el hombre de la bolsa. Entonces, era mejor no averiguar y mantenerlo lejos. Fue así hasta mis 9 o 10 años, cuando le pedí explicaciones a una amiga mayor.
—Me explicás todo, ya.
—No, me da vergüenza.
Acá había algo interesante. Le ofrecí mi juego de mesa preferido a cambio de algunas precisiones, nos encerramos en mi cuarto y me explicó. Me dio impresión. Sobre todo lo del pito. Suponía que esa cosa parecida a un tornillo, que sólo había visto en los bebés o en mi hermano menorísimo, tenía que adquirir una consistencia casi metálica. El pito pasó a ser un arma amenazante y escondida. En un baldío cercano a la escuela las paredes estaban repletas de unos dibujos como aviones con alas desplegadas y grandes soles oblongos con pestañas (unos sexos que ahora se me ocurren aterradores), pero los aviones y los soles pestañudos no se parecían a nada que yo guardara bajo la bombacha o que adivinara detrás de las braguetas que husmeaba con discreción. Tenía miles de dudas, pero pánico de compartirlas con mis amigas. Es que en mi pueblo todas éramos vírgenes pudorosas hasta el casamiento. Todas. Yo era capaz de matar por esta convicción. Así era yo. Boba. No creía en Dios pero confiaba en El Himen.
Mi amiga mayor, la que me explicó los rudimentos del sexo, tuvo cuatro hijos. Cinco años después de casarse dejó estudio y empleo para mudarse a un pueblo de dos mil habitantes donde su marido había encontrado un trabajo que lo conformaba.
No sé en qué pensó mientras se mataba. No sé por qué se mató. Sé lo que pensé cuando la vi en su cajón: que había que tener cuidado. Que después de todo, la fórmula perfecta de la felicidad (hijos, marido, la casita con césped) podía no ser la fórmula perfecta de la felicidad.
Pero yo era joven, estaba rabiosa, se había muerto mi amiga y el mundo me debía una. De todos modos, me mantuve alerta.
Es noche de martes. Diego lava lechuga. Yo corto cebollas, pico tomates, controlo una salsa. Abrimos un vino. Después de comer, cruza sus cubiertos y me dice que qué bien cocino. Que soy rebuena ama de casa. Ahora —mucha confianza y años juntos— sólo finjo que me enojo y él, que me conoce, finge que se sorprende con mi ceño fruncido. Sabe que me gusta cocinar y tener la casa ordenada, pero sabe, también, que imagino el infierno bajo la forma de las tareas del hogar como ocupación obligatoria y excluyente. Tenemos cuentas separadas, casa compartida y responsabilidades iguales. En fin: casi. Porque si bien no hay nada que sea tarea exclusiva de Diego, sacar la ropa del tendedero y guardarla en los placares es una de esas cosas que “si-no-las-hago-yo-no-las-hace-nadie”. A Diego, simplemente, no le importa ver la ropa colgada durante meses, y yo prefiero que las medias y los calzones no me arruinen la vista del balcón, de modo que una vez por semana me transformo en mi mamá, que volvía del fondo con una parva de sábanas oliendo a sol, y junto la ropa recién lavada. Cada tanto me canso y revoleo mi derecho a la igualdad, entonces Diego dice con ternura “Sí, gordita, tenés razón”, dobla un par de remeras y a la semana otra vez: ahí voy yo, juntando broches por el balcón. También soy la encargada de la sección “Comidas difíciles” (Diego es del Club del Bifecito a la Plancha, si le toca cocinar). Si llego tarde a casa, sobre el pálido desierto de la mesada lucirá, con suerte, el laguito rojo de un tomate cortado al medio. Si es Diego el que llega tarde, de guacamole para arriba, habrá de todo. Antes pensaba que estas cosas —el orden, la comida caliente, una casa agradable— tenían que ver con cierta sensibilidad femenina en la que, por cierto, me cuesta creer: tengo amigos varones que viven solos y sus casas son tan agradables como la mía y cocinan mejor que yo. Prefiero creer que son síntomas —visibles— de mi educación de buen partido: prolija, limpita y ordenada. Cosas que aprendí de mi madre: perfumar la casa con cascarita de naranja, sacar las frazadas al sol. Cosas que, confieso, me gustan.
Pero también trató de enseñarme otras que no me gustaron tanto.


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Edición Nº 58. Noviembre - Diciembre 2004

jueves, 13 de febrero de 2014

Un fragmento del cuento La venganza de los dinosaurios, de Deborah Eisenberg



(...) Cuando me senté de nuevo, Nana habló. Su voz siempre había sido penetrante y recia, un poco como el sonido de un oboe, pero ahora detecté en ella muchas y nuevas grietas como hilos: era áspera, extraña. Supongo que no tienes ni idea de cómo es que estoy aquí, dijo. Es donde vives, Nana, le dije yo, por si era a mí a quien se dirigía; esto es tu casa. Nana me estudió... desapasionadamente, creo que sería la palabra. ¡No me extraña que mi padre le tuviera terror cuando era pequeño! Gracias, dijo Nana, quién sabe a santo de qué. Luego juntó remilgadamente las manos y dejó de verme del todo.
Mi cerebro se enroscó en forma de tubo y mi infancia se coló por él, fugaces imágenes de cuando venía a este piso con mis padres, Peter y Bill; Nana, sus rápidos movimientos y su olor delicioso cuando se inclinaba hacia mí, sus bonitos dientes grandes, y aquella melena plateada que sabía recogerse en apenas un segundo, sujetándola mediante algún fantástico adorno. El recargado juego de té, la delicada rodajita de limón flotando soñadora en la taza frágil, las butacas de terciopelo, en la pared aquel cuadro del misterioso y frondoso mundo al que casi parecía que podías entrar..., la luz, tan pronto abrías la puerta, como de otra época, una luz preciosa, extraña y sin brillo que ya existía antes de nacer yo... Fragmentos deslucidos de mis visitas al piso de Nana atravesaron vertiginosamente el tubo y desaparecieron. Nana, dije.
Figuras como muñecos saltaban por los aires, se abrían de golpe y vertían negrura. Había un bulldozer, cosas que se desmoronaban. Entró Eileen. Si quería una taza de té, me preguntó. No, le dije, gracias. Se detuvo un momento antes de irse, miró la pantalla. Bueno, nunca se sabe, dijo. Pero menos mal que no tengo hijos varones.
Nana había venido al mundo coincidiendo con el fin de una guerra y había vivido parte de otra antes de dejar Europa, de modo que en sus tiempos debía de haber visto muchas multitudes y cosas que se desmoronaban y hombres de uniforme y alfilerazos negros salpicando el cielo despejado e hinchándose acto seguido. Jeff y yo no tenemos tele. Jeff detesta el propio aspecto del aparato, su sonido, los efectos que produce en la mente. Dice que él no es tan tonto como para pensar que está a salvo del lavado de cerebro. Para el caso, prefiere lavárselo él solito, y lo cierto es que no podría tenerlo más brillante e inmaculado, aunque ahora esté un poquito maltrecho por los acontecimientos del momento, razón por la cual a veces hace comentarios que podrían considerarse un tanto improcedentes. Por ejemplo, el otro día íbamos en el ascensor del bloque de oficinas donde Jeff y su equipo hacen su labor de investigación, y subía con nosotros un tipo vestido con una especie de clergyman azul claro, y Jeff se volvió y sin alzar la voz dijo, dirigiéndose más o menos a él: El sol se pone.
El tipo miró a Jeff con el rabillo del ojo y luego se miró el reloj. Tenía unos ojos muy bonitos, candorosos, creo que se podría decir. Miró de nuevo a Jeff y dijo: ¿Le importa apretar el siete? Jeff dijo: Vale, el sol se está poniendo, timoneles. Pulsó el siete y se volvió hacia el tipo. ¿Lo ve hundirse por el horizonte?, dijo, ¿nota cómo gira el planeta? ¿Oye cómo crujen las grandes osamentas en el corazón candente de la Tierra? Los lanudos mamuts, los dinosaurios, ¿oye eso? ¿El chapoteo de los combustibles fósiles, crec, crec, chap, chap, la Canción de Cuna del Ocaso de los Dinosaurios? Saludé al tipo con la cabeza cuando salió en la séptima, pero él no estaba mirando. Jeff suele ser muy contundente, y es rapidísimo para detectar una observación falaz o una explicación espuria, en particular, últimamente, si quien la hace soy yo. Por lo que a mí respecta, no me importaría demasiado tener televisor, pero no puede decirse que mi capacidad de concentración sea tremendamente grande, y no acabo de cogerle el gusto a sentarme delante de la ventanita cuadrada y tragarme lo que me echen, de modo que en ese sentido quizá no soy tan vulnerable como Jeff. Pero si alguien enciende un televisor en un bar, pongo por caso, yo no tengo que salir corriendo de allí a grito pelado.
Así que, evidentemente, nunca veo la televisión a no ser que salgamos de casa, algo que con los tiempos que corren no podríamos permitirnos aunque realmente nos apeteciera hacerlo (que no es el caso de Jeff). Pero, con tele o sin tele, no tuve dificultad para identificar las caras que aparecían en la pantalla mientras estaba allí sentada junto a Nana. Supongo que todo el mundo conoce esas caras como si las lleváramos tatuadas en el interior de los párpados. Están ahí, esos personajes, tengas los ojos abiertos o cerrados. 
(...)



Este cuento pertenece al libro El ocaso de los superhéroes.

sábado, 8 de febrero de 2014

EL FANTASMA DE LA LIBERTAD

La prisión fue para la literatura un chaleco de fuerza siniestro (Sade), un espacio de contrapoder intelectual (Gramsci), un lírico, lúbrico darkroom anticapitalista (Genet). ¿Estarán cambiando las cosas? Los primeros días de diciembre del año pasado, el jurado del certamen de crónicas La voluntad descubrió que la ganadora del premio, María Silvina Prieto, una mujer de 46 años sin antecedentes en la escena periodística o literaria, purgaba una condena a cadena perpetua en el penal de Ezeiza. Allí, en lo que llama “mi covacha” –el rincón de un oscuro depósito de trastos de la Unidad 31, donde logró que le pusieran una PC con Word y Excel y Dreamweaver y Flash pero sin Internet–, Prieto escribió la pieza de periodismo mundano-tumbero con la que saltó a la fama, jovialmente titulada Mis días con Giselle Rímolo en la cárcel de Ezeiza; desde ese mundo fuera del mundo la envió a la Fundación Tomás Eloy Martínez, que coorganizó el concurso con los escritores Martín Caparrós y Eduardo Anguita, la revista digital Anfibia y la editorial Planeta, y la dio a conocer.
Se desconoce qué clase de delito le valió la pena que cumple (Prieto atendió a la prensa, pero omitió toda referencia al respecto), aunque la perpetua hace pensar que fue algo más que una travesura. Prieto es cruda, le gustan los detalles y no ahorra sarcasmos contra las condiciones de vida del penal. Pero sería necio o tosco pensar que las cuatro paredes que la confinan desde hace trece años se reducen a la imagen básica, unívoca, sin matices, que tenemos –nosotros, paladines de la libertad– de la experiencia del castigo. Fue en el presidio de Ezeiza, de hecho, donde Prieto empezó a escribir y donde se topó con las dos personas que torcerían por segunda vez (si la primera fue la vez del delito) su rumbo, inesperadamente: su profesor de taller literario (que estaba a su lado cuando agradeció el premio) y la celebrity Mónica Cristina María Rímolo, alias Giselle, la falsa médica condenada en agosto de 2012 a nueve años de cárcel por ejercicio ilegal de la medicina y homicidio culposo.
Como las otras 199 internas de ese “verdadero jardín del Edén penitenciario” (son palabras de la cronista), Prieto esperaba la llegada de la “doctorcita” con ansiedad, preguntándose si desembarcaría enjoyada como en la televisión y con chofer. Pero la mañana en que la ficharon no pudo verla. Rímolo convalecía de una lipoescultura reciente, acaso autoinfligida, y su estado no parecía propicio para la efervescencia de la vida social, ni siquiera la de la cárcel. Más tarde, sin embargo, la lotería del sistema penitenciario las reunió unos meses en el Pabellón 6. El día a día de esa convivencia (que terminó un viernes, cuando Rímolo desapareció “envuelta en un tailleur de reconocida marca de color rosa”) con el pathos dislocado de una reina del trash mediático es lo que Prieto retrata en su crónica con una delicada crueldad.
Una sorpresa parecida a la que sacudió a Anguita y Caparrós debe haber sentido el jurado del premio de novela policial de la editorial Minotaur Books y la asociación de Private Eye Writers of America a fines de abril de 2011, cuando averiguó que Alaric Hunt, de 46 años, ganador de los 10 mil dólares y el contrato de publicación del premio, era bibliotecario de la cárcel de Bishopville (South Carolina), donde estaba preso desde los 19 por homicidio e incendio provocado. Para Hunt, como para Prieto, escritura y encierro habían sido descubrimientos simultáneos. Empezó redactando cuentos, siempre en el género policial, hasta que un aviso del premio pispeado en una vieja edición del Writer’s Market lo alentó a medirse con una novela. La recompensa era tentadora: podría pagar deudas; podría comprarle un televisor a su hermano, también confinado, a quien ya había intentado ayudar dando el golpe fallido que les deparó treinta años de cárcel. Hunt barajó un par de episodios de La ley y el orden, un mapa de 1916 del puerto de Nueva York, un kit noir básico (Chandler, Ed McBain) y algunos oscuros nubarrones de su vida personal y en cinco meses produjo Cuts through bone, su debut literario y su triunfo (que muchos críticos, sin embargo, demolieron por “convencional” y “pretencioso”).
No puedo imaginar nada peor, nada más aberrante y sádico que encerrar a alguien con la idea de “protegernos” y “reformarlo”. Pero mientras compaginaba estas dos fábulas de confinamiento y éxito literario se me vino encima la noche de principios de los años ’80 –Callao casi esquina Córdoba, un calor anormal– en que Fogwill, que recién pintaba para escritor, anunció muy suelto de cuerpo que una semana más tarde caería preso. “¿Y lo decís así?”, le protestaron. “¿Por qué no te vas a la mierda antes?” “¿Estás loco? En cana no hay cuentas que pagar, clientes que atender, ex mujeres con las que discutir. ¿Sabés el tiempo que voy a tener para leer y escribir? Caigo en cana, me quedo unos meses y salgo con tres novelas escritas.”
No es la cárcel, me digo, la que hace que Silvina Prieto o Alaric Hunt o Fogwill escriban, y menos que escriban bien, y menos que ganen los primeros concursos a los que se presentan (un privilegio por el que más de un escritor hecho y derecho les habrá jurado maldición eterna). Si escriben, escriben contra la cárcel, o colonizando el páramo de la cárcel y transformándolo –vaya uno a saber cómo, con qué alquimia disciplinada y furiosa– en un teatro de posibilidades inverosímil. Pero mientras me digo eso, alguien en una sobremesa –alguien que escribe, alguien que está libre– habla de un programa que bloquea el acceso a Internet durante el tiempo que uno quiera, y que, puesto a correr, es irreversible. El programa, dice (y parando la oreja se le siente la euforia típica del rehabilitado, ése para quien sólo la privación es fuente de posibilidades nuevas), se llama Freedom.

Por Alan Pauls 
radar 

Aquí la crónica: Mis días con Giselle Rímolo en la cárcel