jueves, 15 de agosto de 2013

Fragmento del libro Escribir, de Marguerite Duras.




      “Cuando me acostaba, me tapaba la cara. Tenía miedo de mí. No sé cómo no sé por qué. Y por eso bebía alcohol antes de dormir. Para olvidarme, a mí. Enseguida pasa a la sangre, y luego uno duerme. La soledad alcohólica es angustiosa. El corazón, sí. De repente late muy deprisa.
     Cuando yo escribía en la casa todo escribía. La escritura estaba en todas partes. Y cuando veía a los amigos, a veces no acertaba a reconocerlos. Hubo varios años así, difíciles, para mí, sí, diez años quizá, quizá duró diez años. Y cuando amigos incluso muy queridos acudían a visitarme, también era terrible. Los amigos nada sabían de mí: me apreciaban y acudían por gentileza creyendo que hacían bien. Y lo más extraño era que no me importaba.
     Eso hace salvaje la escritura. Se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma. Uno se encarniza. No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que se escribe. Es algo curioso, sí. No es sólo la escritura, lo escrito, también los gritos de las bestias de la noche, los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros. Es la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad. El dolor; también es Cristo y Moisés y los faraones y todos los judíos, y todos los niños judíos, y también lo más violento de la felicidad. Siempre, eso creo.”

viernes, 2 de agosto de 2013

Fragmento de Dicha, un cuento de Katherine Mansfield*



    “(…) ¿Qué se puede hacer si uno tiene treinta años y, al doblar la esquina de la propia calle, se ve repentinamente invadido por una sensación de dicha… de dicha absoluta!… como si de pronto se hubiera tragado uno un brillante trozo de ese sol del crepúsculo y le estuviera quemando el pecho, esparciendo una lluvia de chispas en cada partícula, en cada dedo de la mano y del pie?...
     Oh, ¿acaso no hay modo de expresarlo sin que a uno lo acusen de estar “en estado de ebriedad o extrema agitación?”. ¡Qué estúpida es la civilización! ¿Para qué se nos da un cuerpo si hay que mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera un violín único y valioso?
(…)
     El comedor estaba sombrío y bastante helado. Pero de todos modos Bertha se despojó del abrigo, no podía tolerar ni un momento más la sensación de sentirse oprimida, y el aire frío cayó sobre sus brazos.
     Pero en su pecho subsistía aún ese lugar brillante y reluciente –esa lluvia de chispas que emergía de su interior. Era casi intolerable. Apenas si se atrevía a respirar por temor de avivar el fuego, y sin embargo respiraba profunda, profundamente. Apenas si se atrevía a mirarse en el frío espejo… pero se miró, y el espejo le devolvió una mujer radiante, de labios sonrientes y temblorosos, ojos grandes y oscuros y un aire de estar a la escucha, a la espera de que sucediera algo… divino… algo que ella sabía que sucedería… infaliblemente.”.





*Del libro Dicha y otros cuentos. Publicado en Argentina en 1980, por el Centro Editor de América Latina



jueves, 1 de agosto de 2013

Nacía un 28 de julio la escritora Silvina Ocampo



Envejecer

Envejecer también es cruzar un mar de humillaciones cada día;
es mirar a la víctima de lejos, con una perspectiva
que en lugar de disminuir los detalles los agranda.
Envejecer es no poder olvidar lo que se olvida.
Envejecer transforma a una víctima en victimario.

Siempre pensé que las edades son todas crueles,
y que se compensan o tendrían que compensarse
las unas con las otras. ¿De qué me sirvió pensar de este modo?
Espero una revelación. ¿Por qué será que un árbol
embellece envejeciendo? Y un hombre espera redimirse
sólo con los despojos de la juventud.

Nunca pensé que envejecer fuera el más arduo de los ejercicios,
una suerte de acrobacia que es un peligro para el corazón.
Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vejez
es un disfraz con aditamentos inútiles.
Si los viejos parecen disfrazados, los niños también.
Esas edades carecen de naturalidad. Nadie acepta
ser viejo porque nadie sabe serlo,
como un árbol o como una piedra preciosa.

Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas.
No quería ser joven, porque perdía el tiempo en amar solamente.
Ahora pierdo más tiempo que nunca en amar,
porque todo lo que hago lo hago doblemente.
El tiempo transcurrido nos arrincona; nos parece
que lo que quedó atrás tiene más realidad
para reducir el presente a un interesante precipicio.