martes, 21 de agosto de 2012

Una especie de doble vida

La crítica norteamericana, siempre amiga de las analogías para lo nuevo, la llamó “la Chejov canadiense” mucho antes de que empezaran a editarla en castellano y llegara a ser leída por la protagonista de La piel que habito, de Almodóvar. En los últimos años, de la mano de RBA y ahora Lumen, fueron llegando a la Argentina sus volúmenes de cuentos como Escapada (2005), La vista desde Castle Rock (2008), Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2009), El amor de una mujer generosa (2009), El progreso del amor (2009) y Demasiada Felicidad (Lumen, 2011). La reciente aparición de La vida de las mujeres constituye un acontecimiento retrospectivo, ya que se trata de su única novela, escrita a los cuarenta años, y que la lanzó definitivamente como escritora. Curiosamente, se consagró como una de las grandes cuentistas contemporáneas y no volvió a cultivar el género que la catapultó.
A los 40 años Alice Munro se armó un refugio en el cuarto de planchar y escribió de un tirón La vida de las mujeres, su única novela. Estaba a punto de separarse de James Munro, su marido por veinte años, quedándose para siempre con su apellido. Hoy, a los ochenta, vive en Clinton, un pueblo de Ontario a pocos kilómetros de la granja donde nació, junto a su actual pareja, el geógrafo Gerry Fremlin. Asegura que escribe todas las mañanas y que después camina sus religiosos 5 kilómetros, costumbre hecha carne por haber vivido siempre al margen de lo urbano, obligada desde pequeña a andar a pie para todo: para llegar a la escuela, al almacén, a casa de sus amigas, a buscar al médico del pueblo.
“Comprendí que lo único que podía hacer era escribir una novela. Nunca la había dado por perdida; sólo sabía que estaba a buen recaudo y que la recuperaría en algún momento en el futuro. Llevaba la idea de la novela a todas partes conmigo, como una de esas cajas mágicas que un personaje afortunado recibe en un cuento de hadas: la toca y sus problemas desaparecen.” Esto dice Del Jordan, protagonista de La vida de las mujeres, pero bien podría ser la misma Munro quien lo dijera, ya que es allá por 1971 cuando decide de una vez por todas bajar de la cabeza al papel esa novela que había llevado a cuestas durante tantos años. Esa novela terminó siendo La vida de las mujeres. Y la única que escribirá.
Del Jordan, la protagonista, es una niña sabia que se asegura de ir creciendo a resguardo del tedio y el cuchicheo de la gente de su pueblo. A la manera de George Willard, el periodista que crea Sherwood Anderson para caminar el pueblo de Winesburg, Ohio, y de la misma Munro de pequeña, Del también recorre todos los días el trecho de un kilómetro y medio que separa el pueblo de Jubilee de su casa de campo en Flats Road. No le gustan las “ciencias del hogar”, esa materia en la que enseñan a manejar la máquina de coser. Prefiere leer poesía o las enciclopedias que vende su madre puerta a puerta. Tampoco usa camisones porque se le enroscan en el cuerpo y se niega a ir a los velorios; es capaz de torturar ranas y hundir un palo en el ojo de una vaca muerta. Y cuando crece, se deja tocar por ese amigo de la madre, diferencia un orgasmo de las demás sensaciones, o deja a un novio cuando la encierra en el sótano desnuda para que la madre no los descubra.



                                                
Nacida en Wingham, una granja en Ontario, Alice Ann Laidway creció, al igual que Del, con la sensación de sentirse acorralada. Su padre criaba zorros blancos y su madre, maestra, padeció Parkinson siendo ella aún pequeña, lo que la obligó a hacerse cargo de la casa. “De chica escribía en mi cabeza mientras caminaba desde el colegio a casa, cuando hacía deberes, cuando lavaba los platos o hacía las camas”, recuerda en el reportaje que apareciera en The Paris Review. Allí asegura que los únicos dos años de su vida que no se vio obligada a hacer tareas del hogar fue durante su beca en la Universidad de Western Ontario. Pero cuando la beca tuvo fecha de vencimiento y su sueldo de bibliotecaria y las donaciones de sangre que hacía para cubrir sus gastos ya no alcanzaban, se casó. Era la alternativa a volver al pueblo. En seguida quedó embarazada. “Estoy enormemente feliz de haber tenido a mis hijos a la edad en que los tuve. Aun así, tengo que admitir que, si me hubieran dado a elegir, hubiera preferido no tenerlos”, se animó a declarar alguna vez Munro, que tuvo cuatro hijas, la primera poco después de los veinte años. Después de Sheila, la mayor, dio a luz a una niña que murió al día siguiente. Había nacido sin riñones. Durante años Munro tuvo una pesadilla recurrente sobre un bebé perdido o abandonado bajo la lluvia. Eso se refleja en su cuento “El sueño de mi madre” (de El amor de una mujer generosa). Inmediatamente después nació Jenny, y más adelante, Andrea. Cuando Munro cumple 66 años, le pide a Sheila, periodista, que escriba su biografía, quizás en un intento de hacerle un lugar en el mundo literario. Finalmente su hija accede, pero traicionando el pedido original, termina escribiendo una autobiografía: Vidas de madres e hijas. Creciendo con Alice Munro. Sheila interpreta que la pérdida de aquel bebé hizo que su madre resultara más amorosa con sus hermanas menores que con ella. Cuenta una anécdota en la cual siendo ella una adolescente se había quedado impactada al ver cómo la madre de una amiga la abrazaba. Al llegar a su casa, Sheila encuentra a Munro barriendo el sótano, se lo comenta y le dice. “Vos también podrías darme esos abrazos. Entonces ella me lanza una mirada terrible, luego gira y continúa barriendo sin decir una palabra”, concluye.
No por nada la biografía que escribió Catherine Sheldrick sobre Munro lleva por título A Double Life. Esa eterna partición entre su deseo y todo lo demás fue quizás el engranaje para que Munro creara esos relatos que giran alrededor de mujeres incómodas, conservadoras y lanzadas en partes iguales, con ese sentimiento de ajenidad que no se va con nada. A los 30, con dos hijas de 7 y 4 años, una hija muerta y una cuarta por venir, Alice Munro era una escritora reconocida a regañadientes por la crítica. “Muy bonito, pero demasiado familiar”, le decían los editores que le devolvían sus escritos con anotaciones al margen que criticaban la estructura fallida de sus cuentos, con tramas y subtramas que parecían no conducir a nada. Pero esa crítica jamás perturbó a Munro. Por el contrario, el no haber renunciado a esa manera de narrar constituye hoy su sello. Lo que realmente sumía a Munro en la oscuridad y el vacío era no lograr poner fin al asedio del mundo, el tener que esquivar a sus vecinas que caían a tomar el té, a las que llamaba “mis celadoras”.
Finalmente, entre ollas y sartenes, en 1968, a los treinta y siete años, logra publicar el primer libro de relatos (inédito en castellano), Dance of the Happy Shades con el que ganó el Premio del Gobernador General, un equivalente al Pulitzer en Canadá. Sin embargo, lejos de motivarla, siguió abriendo una grieta entre ella y lo escrito. “El libro se vendió muy mal y nadie había oído hablar de él, entrabas a las librerías, preguntabas y no lo tenían.”
Pero como las olas que se retiran para cobrar fuerza, Munro vuelve. Y vuelve con todo. Haciendo real el sueño de Del Jordan, sacó la novela de la caja y escribió La vida de las mujeres, que recibió la aceptación unánime de la crítica. A partir de ese momento, Alice Munro venció el asedio del mundo para siempre y ya no se detuvo. Escribe a paso firme entre 1974 y 2010 once libros de relatos. Ahora, con fecha 13 de noviembre de este año, está anunciada la edición del próximo, Dear Life, cuya portada puede verse en su muro de Facebook. Si bien Munro intentó otra vez abandonar el barco en 2008 después de La vista desde Castle Rock, al anunciar oficialmente que dejaría la escritura para “volver a llevar una vida común”, le duró poco. Porque como dijo en aquella oportunidad: “¿Qué hace uno si no escribe? Yo no encontré la repuesta”.

Por Laura Galarza 


lunes, 6 de agosto de 2012

La mujer que sabía curar el alma con sus canciones

La inolvidable intérprete de “La llorona”, “Macorina”, “El último trago” y “Volver, volver”, entre tantas otras, falleció después de una sucesión de internaciones. Chavela grabó casi 90 discos y agigantó una leyenda plagada de hazañas y transgresiones.

Isabel Vargas Lizano fue Chavela para el mundo. Fue leyenda y fue la voz más desgarrada, la de las penas más ásperas, la del dolor más acabado, la única capaz de abrir los brazos como Cristo. Fue símbolo de rebeldía, de enfrentamiento a los moldes y prejuicios instalados, de sujeción sólo a las elecciones propias, cueste lo que cueste, arriba, pero sobre todo abajo del escenario. Fue Chavela Vargas. Murió ayer en México, a los 93 años, después de una sucesión de internaciones, la primera de ellas en Madrid, adonde había viajado para presentar su último disco, La luna grande, con el que rindió un homenaje ya casi recitado al poeta Federico García Lorca. Murió a causa de un paro cardiorrespiratorio en México, la patria que adoptó como propia y a la que representó rompiendo las normas de esa representación, tras permanecer varios días internada.
Fue, en rigor, la última de las afrentas que esta mujer le hizo a la muerte: hacía años que Chavela venía enfrentando recaídas en su salud, más o menos graves, para luego salir adelante como si nada, como si aquello hubiera sido sólo una anécdota, algo que no le pertenecía. Como decía su amiga argentina, la cantante Negra Chagra: “Chavela estaba al borde de la muerte, y a la semana salía de gira. Volvía a amenazar con que moría, y aparecía grabando un disco. Caía otra vez, y salía renovada, con otro proyecto más arriesgado todavía”. La cantante tenía una explicación para esto, a lo que no daba demasiada importancia: ella era una chamana, nombrada como tal por los aborígenes huipala, la primera mujer en el mundo en ostentar este honor. Además de capacidades hechiceras y sanadoras, este título le confería el poder de trascender, en una medida en que no les estaba dado a los hombres decidir, y que la alejaba, desde luego, de todo miedo a la muerte.
Esto les explicaba a los médicos que la atendieron en el hospital, Inovamed de la ciudad mexicana de Cuernavaca, donde ingresó a fines de julio después de permanecer otros diez días internada en Madrid. Allí intentó reponerse acompañada por sus amigos más cercanos, entre ellos María Cortina, con quien escribió el libro Dos vidas necesito. Las verdades de Chavela. Permaneció consciente en terapia intensiva, y pidió expresamente a los médicos que no se le aplicasen procedimientos para prolongar su vida: nada de maniobras de resucitación o uso de respiradores. Con ellos habló sobre el final: les explicó que la muerte no existe, que su foco estaba en una trascendencia espiritual. Así pasó sus últimas semanas. La intérprete única de “La llorona”, “Macorina”, “El último trago”, “Que te vaya bonito”, “Volver, volver”, la que aseguraba poder curar las almas con sus canciones –algo de lo que habrá quienes den fe– eligió despedirse entonces.

Su vida

Isabel Lizano había nacido en San José de Flores, Costa Rica, el 17 de abril de 1919. De su país de nacimiento no guardaba buenos recuerdos, tampoco de su familia. Su figura quedó ligada icónicamente a México, adonde se mudó a los 17 años, adoptando la nacionalidad mexicana. Allí inició su carrera cantando con guitarra en las calles de la capital, como tantos artistas callejeros. Ella tenía algo diferente: hacía rancheras, que hasta entonces era un género reservado a los hombres. Era una mujer que cantaba sobre el deseo por las mujeres. Para completar el cuadro, vestía como un hombre, fumaba tabaco, bebía alcohol en cantidades, llevaba pistola y gabán rojo. Allí fue “descubierta” por el cantante y compositor José Alfredo Jiménez, símbolo indiscutido de la ranchera.
Armada de un repertorio de autores como Jiménez o Cuco Sánchez, Chavela Vargas se abrió paso con un modo de cantar que no tenía que ver con lo técnico. Ella no cantaba sus rancheras: las lloraba, las gritaba, las hacía dolientes, las mascullaba entre dientes, con toda la bronca contenida o con la seducción más cómplice. Las ofrendaba. “Ponme la mano aquí, Macorina”, susurraba con ronca sensualidad, y se acariciaba los muslos. Ese tema, transformado en himno lésbico primero, y revolucionario después, cuando la guerrilla salvadoreña le cambió la letra (“ponme la mano aquí, Macorina, para curar la herida que me causó esta bala”, cantaron ellos), fue uno de sus estandartes, vuelto una gran afrenta al macho rancio y latino, en una maravillosa inversión de sentido. Su otro himno fue “La llorona”, y su cenit el grito final: “¿Qué más quieres? Quieres más”. Allí Chavela alcanzaba a revelar, de algún modo, algo del orden de la angustia atávica de la humanidad.
“Yo nunca he cedido nada. Yo soy yo”, aseguraba la mexicana en diálogo con Página/12, al ser consultada sobre el momento en que habló en forma pública sobre su homosexualidad, en 2000, en una entrevista para la televisión colombiana. “La única ventaja que tuve fue que no había Inquisición; si hubiera nacido en los tiempos de Juana de Arco, me hubieran quemado, con todo el gusto. Yo fui como quería ser y me reí de todos, pero también los respeté. Como digo siempre: el respeto al derecho ajeno es la paz. Pero paz con dignidad, sin agachar la cabeza. El grito final de ‘La llorona’ tiene que ver con eso.”
Su primer disco fue editado en 1961 y desde entonces grabó casi 90, aun cuando hubo una etapa en que dejó de cantar profesionalmente, entre fines de los ’70 y principios de los ’90. Su figura se hizo conocida a nivel internacional, más que a través del disco, gracias al cine. Su amigo Pedro Almodóvar fue uno de sus primeros difusores al incluir sus canciones en sus películas. También apareció en Frida, de Julie Taymor, cantando sus clásicos “La llorona” y “Paloma negra”, y en Babel, la premiada película de Alejandro González Iñárritu, interpretando el bolero “Tú me acostumbraste”. En 2004, a los 85 años, presentó el disco En Carnegie Hall, que grabó en vivo en ese escenario icónico.

Su leyenda

La leyenda de Chavela Vargas es copiosa en hazañas, transgresiones, momentos compartidos con grandes artistas. Desde Rock Hudson hasta Frida Kahlo y Diego de Rivera, por ejemplo, que la invitaron a vivir en su casa. Algunos de esos mitos fueron confirmados por ella como reales: que había llegado a disparar unos cuantos tiros desde un escenario, por ejemplo. “Pues sí –aceptó–. Una noche empecé tomándome un tequilita, para quitarme el miedo, y tomé otro y otro, hasta pasar los 30. Había algunos allí abajo que hablaban y yo les dije: ‘¡Se callan o disparo!’. Y tuve que disparar. Y allí nació esa leyenda, porque después andaban diciendo: ‘No la provoquen, porque dispara a cada rato’. Es que a ciertas horas todo se entiende con el lenguaje de las pistolas.”
En cambio se reía del mito que aseguraba que de joven robaba gente al galope, a caballo. “¡Qué divertido! Déjela que corra la leyenda. Si el público se entretiene con eso, ¡déjelos!”, se reía con ganas en una entrevista con este diario. Sí admitía las leyendas sobre sus corridas a toda velocidad en autazos último modelo: “Yo era amiga de uno de los presidentes de México, Adolfo López Mateos, y no pagaba impuestos –seguía contando en la nota–. Así que un Alfa Romeo o un Maserati me costaba la tercera parte. El presidente una vez me regaló un Bentley inglés como el de Isadora Duncan. Nomás que no había repuestos y cuando se rompió, se acabó. Qué divino era ese coche...”. Parecía un personaje más de la novela Crash, de J.G. Ballard, cuando hablaba de la fascinación que le provocaba la velocidad. Le cambiaba el ritmo pausado y musical de su voz cuando relataba las picadas improvisadas que corría con el presidente mexicano. “Los dos corríamos como locos. Por mí hubiera seguido. Pero cada veinte días, un mes, me daba en la torre, chocaba con todo. Y en el último choque me abrí la cabeza, se me levantó el cuero cabelludo desde la frente hasta la mitad de la cabeza. Si no pasaba alguien por ahí, me moría desangrada. Pero fue divino ese tiempo. Y no tengo angustias, ni rencor al pasado, todo se acabó. Se tranquilizó, se puso en paz.”
El alcohol fue una parte importante de esa leyenda negra: “El dinero que tuve me lo bebí, en una temporada. Era borracha y además invitaba a todo el mundo para que se emborracharan conmigo. No vaya a creer que hacía distinción. Lo mismo era mi hermano, el albañil, el que vendía periódicos. Los invitaba porque tenían necesidad de tomar y no tenían con qué. Y yo sabía lo que era eso”, explicaba. Y era perfectamente consciente de que la borracha perdida formaba parte de la leyenda de Chavela Vargas: “El público adora esa parte tuya. Yo tenía un amigo cantante, que no le voy a decir quién, el único que nunca tomó, ni fumó, ni nada. ¡Y la gente nunca lo consideró bohemio, ni artista! Resultó demasiado pulcro para que la gente lo considerase ‘divino’, como nosotros los bohemios sublimes, de amanecer en el Tenampa. Como Alvaro Carrillo, que le dije yo un día: ‘¿Cómo eres tú en tu sano juicio?’. Y me contestó: ‘No sé, porque nunca he estado así’. Un borracho divino. De nosotros, el público se encarga de hacer una leyenda negra, que a mí me parece fascinante. Si hasta resulta que yo andaba a caballo en las calles de México. Imagínese, me hubiera matado. Y es que a mi coche le llamaban ‘el Caballo’”.
Lo que no fue leyenda fue que los aborígenes huipala la nombraron chamana, con lo cual podía curar si era necesario. “Puedo curar muchas almas con mis canciones, y por eso me nombraron chamana”, contaba. “Ya había establecido un puente de comprensión y de amor a través de la música. Y logré lo más costoso del mundo: paz interior, me encontré conmigo. A mí que no me vengan con los Grammy: son una mierda, puedes comprarte veinte si quieres y si tu grabadora tiene dinero. Yo soy la primera mujer en el mundo que tiene el título de chamana. Nunca hubiera imaginado que me iba a pasar una cosa así, pero para eso canté toda mi vida.”

Su despedida

Su última visita a la Argentina fue en 2004, cuando dio un show en el Luna Park, con León Gieco como invitado, en forma totalmente gratuita (tanto para el público como para ella, que no cobró cachet). Antes, en 1999, se había presentado en el Gran Rex, en un show junto con su amigo Almodóvar, que ofició de presentador y maestro de ceremonias. “Tengo apenas dos o tres debilidades en mi vida”, había dicho entonces el director, en tono de bolero. “Una de ellas es Chavela. Allí donde ella esté, si me llama, si me necesita, allí voy, como estoy aquí ahora.” “Pedro es mi único amor en la tierra. Somos dos almas gemelas”, le devolvió ella. Antes de eso, se recuerdan también sus presentaciones en La Trastienda, más íntimas e igualmente celebradas.
De la mexicana Lila Downs a la afroespañola Concha Buika, varias fueron las voces ungidas como “herederas de Chavela”. De la Argentina, Negra Chagra fue la cantante que sembró amistad y compartió varios momentos artísticos con ella, grabando una en los discos de la otra, o para el gran homenaje que se le organizó en México cuando cumplió 90 años, al que asistieron, entre muchos otros, Miguel Bosé y Joaquín Sabina. Su voz, envejecida y tenaz, su canto ya casi recitado, sigue asombrando en sus últimos discos: Por mi culpa, de 2011, y el reciente La luna grande, con 16 poemas de Federico García Lorca y dos que ella le dedicó al poeta, editado en la Argentina por Acqua Records.
“Nací cantando, aunque me decían: ‘Esa niña canta horrible’. No tuve maestros. Aprendí de la vida todo lo que sé. Así que si a alguno no le gusta lo que hago, que le eche la culpa a la vida”, advertía ella. “Al comienzo, a nadie le gustaba lo que hacía, hasta que una noche yo estaba borracha sobre el escenario y todos estaban borrachos abajo. Y al otro día, no sé cómo, abrí los diarios y amanecí famosa. Seguí cantando y luchando, rompí todas las normas establecidas, y aquí estoy todavía.” Aquí seguirá su voz y su figura, cubierta por un joropo rojo con guardas blancas, los brazos alzados como Cristo. “Así me voy a morir, libre, sin yugos”, dijo, y cumplió su palabra.

Por Karina Micheletto

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/3-26052-2012-08-06.html