jueves, 12 de julio de 2012

Katherine Anne Porter (1890 - 1980)


"No elegí esta vocación y si hubiese tenido el derecho de opinar, no la habría elegido... y sin embargo por esta vocación he estado y estoy dispuesta a vivir y a morir y a muy pocas otras cosas les concedo la menor importancia"
Nació el 15 de mayo de 1890 y murió en 1980 en Texas. Comenzó a escribir muy pronto. Se ganó la vida corrigiendo textos ajenos y haciendo reseñas de libros, artículos políticos y textos comerciales.
Decía usted que nunca se propuso hacer una carrera de la literatura.
Yo nunca he hecho una carrera de nada, sabe usted, ni siquiera de la literatura. Empecé sin nada, excepto una especie de pasión, un deseo impulsor. No sé de dónde venía y no sé por qué he sido tan obstinada en ese sentido que nada pudo desviarme. Pero esta cosa que existe entre mi persona y mi literatura es el lazo más fuerte que he conocido con cualquier otra persona u otro trabajo que haya realizado. Empecé a escribir cuando tenía seis o siete años, pero también tenía multitud de otros semitalentos: quería bailar, quería tocar el piano, cantaba, dibujaba. No se trataba en realidad de simples aficiones: lo investigaba todo, experimentaba con todo. Y además hay que tener en cuenta que entonces no había muchas diversiones. Si una quería oír música tenía que tocar el piano y cantar una misma. La mayoría del tiempo dependíamos de nuestros propios recursos: nuestra propia música y nuestros propios libros. Las casas estaban llenas de libros para ser leídos y nosotros los leíamos.
¿Qué libros influyeron más en usted?
Es difícil contestar, porque yo crecí en una especie de mezcolanza. Leí los sonetos de Shakespeare a los trece años y estoy completamente segura de que me causaron la impresión más profunda de cuanto haya leído. Durante un tiempo supe de memoria toda la secuencia. Ese fue el momento decisivo de mi vida y después, de un solo golpe, todo Dante. Las obras teatrales las vi en escena pero no recuerdo haberlas leído con algún interés. Ah, bueno, y leí todo tipo de poesía: Homero, Ronsard... y también a los filósofos laicos, Montaigne me influyó enormemente cuando aún era muy joven. Un día, cuando tenía catorce años, mi padre me llevó ante una gran hilera de libros y me dijo: ¿Por qué no lees esto? ¡Te sacará unas cuantas ideas tontas de la cabeza! Era la colección completa de la Enciclopedia de Voltaire, anotada por Smolett. Y me lo leí entero: tardé como cinco años. Y por supuesto leíamos a todos los novelistas del siglo XVIII, aunque Jane Austen, igual que Turgueniev, no me entusiasmó hasta que maduré bastante. Y descubrí por mi cuenta; Cumbres borrascosas; creo que leí ese libro cada año de mi vida durante quince años. Lo adoraba sencillamente. Henry James y Thomas Hardy fueron los autores que me introdujeron en la literatura moderna.
¿No cree usted que esos antecedentes -el relativo aislamiento de la vida rural del sur del país y el ambiente de interés literario- ayudaron a formarla como escritora?
Creo que es algo que se lleva en la sangre. En nuestra familia siempre hemos sido grandes escritores de cartas, lectores y narradores orales. Durante toda mi vida he escuchado a personas intelectualmente bien formadas. Todos ellos eran grandes narradores de historias y cada historia tenía forma, sentido y objeto.
La protagonista de muchos de sus relatos es definida, y se define a sí misma a menudo, en relación con una organización familiar.
Sí, pero no fue algo hecho a conciencia ¿Sabe usted? En aquellos días nos sentíamos unidos y vivíamos juntos porque pertenecíamos a una familia. La cabeza de nuestra casa era una abuela, una vieja matriarca, una mujer verdaderamente adorable y hermosa, un alma buena, de modo que no nos hacíamos ningún daño. Pero lo importante es que vivíamos así, con las amistades ancianas de la abuela. Y también estaban los jóvenes, todos ellos mayores que yo; cuando yo era una niña de ocho o nueve años ellos tenían entre dieciocho y veintidós y representaban para mí todo el encanto, toda la belleza y la alegría y la libertad. Estaban también los de mi edad y luego los bebés.
Usted parece sentir poca de esa preocupación peculiarmente sureña por la culpabilidad racial la muerte de la antigua vida agraria.
Yo soy sureña por tradición y por herencia, y tengo sentimientos muy profundos respecto al Sur. Y, por supuesto, pertenezco a esa sociedad blanca agobiada por un sentimiento de culpa, pero ese problema sencillamente no me caló muy hondo. Tal vez no soy lo suficientemente judía, o puritana, para pensar que los pecados de los padres los pagan sus descendientes hasta la tercera y cuarta generación. O quizá ello se deba a mis influencias europeas, en Texas y Louisiana. Los europeos no tenían esclavos ellos mismos, pero pensaban que la esclavitud era una cosa muy natural... Pero ¿sabe usted?, yo siempre fui inquieta, siempre fui un espíritu errabundo. Cuando era muy niña me escapaba a cada rato de casa. Una vez, cuando tenía unos seis años, mi padre fue a buscarme por ahí y más tarde me contó que me había preguntado: "¿por qué eres tan inquieta? ¿Por qué no puedes quedarte aquí con nosotros?" y yo le dije "Porque quiero ir a ver el mundo. Quiero conocer el mundo como la palma de mi mano"
Y a los dieciséis años lo hizo definitivamente.
A los dieciséis años me fugué de Nueva Orleáns me casé, y a los veintiuno volví a escaparme, me fui a Chicago, conseguí un empleo en un periódico entré a trabajar en el cine.
¿En el cine?
El periódico me envió a los viejos estudios cinematográficos S. Y A. para hacer un reportaje. Pero me metí en una cola que no era la que me correspondía después fui demasiado tímida para salirme. "Por aquí, amiguita", me dijo el hombre y de repente me encontré en una escena de un juzgado con Francis X. Bushman. Me sentí horrorizada por lo que me había sucedido, pero me pagaron cinco dólares por el trabajo de ese primer día, así que me quedé. Pasó una semana antes de que recordara a qué me habían enviado, y cuando volví al periódico me dieron dieciocho dólares por el trabajo que no había hecho durante esa semana y me despidieron. Me quedé trabajando en los estudios durante seis meses -finalmente llegué a ganar casi diez dólares diarios- hasta que un día me dijeron: "Nos vamos a California". "Pues yo no", dije. Bueno, eso fue en 1914 y la Guerra Mundial había empezado, de modo que en septiembre me fui a casa.
¿Y después?
Después me dediqué a cantar antiguas baladas escocesas con vestuario típico que yo misma confeccioné por todo Texas y Louisiana. Después me dijeron que había contraído tuberculosis y pasé como seis meses en un sanatorio. Sólo era bronquitis, pero estaba en Denver y me conseguí un empleo en un periódico.
Recuerdo que usted una vez me aconsejó evitar eso a toda costa; me dijo que era preferible ponerse a hacer picadillo en un restaurante.
O cualquier otra cosa, la que sea. Duré un año en ese empleo y eso fue lo que me convenció de que no me estaba haciendo ningún bien. Después siempre tomé empleitos aburridos que no ocupaban mi mente ni todo mi tiempo y que, por otra parte, me permitían ganar lo suficiente para subsistir. Creo que sólo he dedicado el diez por ciento de mis energías a escribir. El otro noventa por ciento lo dediqué a mantenerme a flote. Creo que eso es un error. Hasta Santa Teresa dijo: "Puedo rezar mejor cuando estoy cómoda", y se negó a usar el cilicio y a pasar hambre. No creo que vivir en sótanos pasar hambre sea mejor para un artista que para cualquier otra persona; lo que pasa es que algunas veces el artista está obligado a hacerlo porque es la única vía posible de salvación, si usted me permite usar esa palabra anticuada. De modo que yo lo hice más bien instintivamente. No tenía experiencia de la vida y tampoco me habían enseñado a hacer nada, de modo que tuve que tomar todo tipo de empleos difíciles. Pero ¿sabe usted?, creo que probablemente hubiera escrito mejor si hubiera vivido con un poco más de comodidad.
¿Entonces usted estuvo escribiendo todo ese tiempo?
Todo ese tiempo estuve escribiendo, independientemente de cualquier otra cosa que estuviese haciendo, independientemente de lo que pensara que estaba haciendo en realidad. Vivía casi tan instintivamente como un animalito, pero ahora comprendo que durante todo ese tiempo una parte de mi persona se estaba preparando para ser artista, que mi mente estaba trabajando incluso cuando yo no lo sabía cuando no me importaba que estuviera trabajando o no. Estoy firmemente convencida de que durante toda nuestra vida nos estamos preparando para ser algo o alguien, aun cuando no lo hagamos conscientemente. Una mañana llega el momento en que uno se despierta y descubre que se ha convertido de manera irrevocable en aquello para lo cual se había estado preparando desde hacía tiempo. Dios mío, ese puede ser un momento difícil si uno ha estado haciendo las cosas indebidas, algo que va en contra de la naturaleza de uno. Y, créame, yo sé que eso puede suceder. No comparto en modo alguno esa idea estúpida de que lo que uno lleva dentro tiene que salir tarde o temprano, de que no es posible suprimir el verdadero talento. Las personas pueden ser destruidas, pueden torcerse, deformarse y se las puede mutilar completamente. Decir que uno no puede destruirse a sí mismo es tan necio como decir que un joven muerto en la guerra a los veintiuno o veintidós años murió porque ese era su destino, porque de todos modos no iba a hacer nada. Abrigo la firme creencia de que la vida de ningún hombre puede ser explicada en términos de sus experiencias, de lo que le ha sucedido, porque a despecho de toda la poesía de toda la filosofía que afirman lo contrario, no somos realmente dueños de nuestro destino. No dirigimos realmente nuestras vidas sin ayuda y sin impedimentos. Nuestro ser está sujeto a todos los azares de la vida. Son tantas las cosas de que somos capaces, que podríamos ser o que podríamos hacer. Las potencialidades son tan grandes que ninguno de nosotros las cumple nunca en más de una cuarta parte. Excepto que tal vez haya una poderosa fuerza motivadora que sencillamente lo lleve a uno hacia adelante, yo creo que eso fue lo que pasó conmigo... Cuando yo era una niñita le escribí una carta a mi hermana diciéndole que quería la gloria. Ahora no sé qué quise decir exactamente con eso, pero era algo diferente de la fama del dinero o el éxito. Sé que quería ser una buena escritora, una buena artista.
¿Pero no hubo ciertos acontecimientos específicos que cristalizaron ese deseo, algo comparable a la experiencia de Miranda en Caballo pálido, jinete pálido.
Sí, ese suceso fue la epidemia de influenza al término de la Primera Guerra Mundial, que estuvo a punto de causarme la muerte. Sencillamente dividí mi vida, la corté en dos, por decirlo así, de modo que todo lo anterior a eso fue simplemente la preparación, y después, de alguna manera extraña, quedé alterada, lista. Me tomó mucho tiempo salir y vivir en el mundo otra vez. Estaba verdaderamente enajenada, en el sentido estricto del vocablo. Fue el hecho, creo yo, de haber conocido lo que era la muerte y de casi haberla experimentado. Todo lo que los cristianos llaman la "visión beatífica" los griegos llamaron el "día feliz", la visión feliz inmediatamente anterior a la muerte. Y si uno ha pasado por eso y ha sobrevivido, ya no es como las demás personas y no tiene sentido engañarse pensando que lo es. Pero yo lo hice: cometí el error de pensar que yo era como cualquier otra persona, de tratar de vivir como las otras personas. Tardé mucho en comprender que eso no era cierto, que yo tenía mis propias necesidades y que tenía que vivir tal como era.
¿Y eso la liberó?
Simplemente me levanté salí corriendo en aquella súbita escapada a México, donde asistí, podría decirse, y ayudé, en la modesta medida de mis posibilidades, a una revolución.
¿Esa fue la revolución obregonista de 1921?
Sí, aunque yo realmente había ido a México a estudiar las formas del arte azteca y maya. Había estado en Nueva York y me disponía a viajar a Europa. Pero Nueva York estaba lleno de artistas mexicanos en aquel entonces y todos hablaban del renacimiento, como lo llamaban, que tenía lugar en México. Y me dijeron: "no se vaya a Europa, váyase a México. Allá es donde van a suceder las cosas interesantes". ¡Y tenían razón! Me metí de cabeza en la revolución y en medio de ella tuve la experiencia más maravillosa, natural y espontánea de mi vida. Fue una época terriblemente excitante, llena de vida y al mismo tiempo de muerte. Pero nadie parecía pensar en eso: la vida estaba allí también.
¿Cuáles cree usted que son las mejores condiciones para un escritor, entonces? 
Ah, no podría decir cuáles son. Es algo muy individual. Cada persona necesita algo diferente... Pero lo que me parece más negativo entre los artistas jóvenes es esa tendencia a ingresar en la clase media, esa idea de que deben casarse tener muchos hijos y vivir como todo el mundo, ¿sabe? Yo estoy a favor de la vida humana, entiéndame bien, a favor de matrimonio y de los hijos y de todo eso, pero muy a menudo no es posible tener eso al mismo tiempo hacer lo que se supone que uno haga. El arte es una vocación, tanto como cualquier otra cosa en este mundo. Para el verdadero artista, es la cosa más natural del mundo, no tan necesaria como el aire el agua, tal vez, pero sí como el alimento. Pero en realidad llevamos una vida casi monástica; para seguirla es necesario, a menudo, renunciar a algo.
Pero para el artista no probado ese es un acto de fe muy grande.
Es un acto de fe. Pero una de las características distintivas de un talento es el coraje de tenerlo. Si los artistas jóvenes no tienen el coraje, no hay nada que hacer. Fracasarán, del mismo modo que fracasan las personas sin coraje en otras vocaciones en otras esferas de la vida. El coraje es el primer requisito esencial.
Sus libros: Judas en flor (1930), Hacienda (1934), Vino de la luna (1937), Caballo pálido, jinete pálido (1939) y Relatos completos (1965), Artículos completos y escritos ocasionales, La nave del mal (1962), El error interminable (1977).
Esta entrevista a Katherine Ann Porter, realizada por Barbara Thompson, forma parte de una serie publicada por The Paris Review en 1953 y recogidas posteriormente bajo el título Writers at work por the Viking Press. La traducción al castellano pertenece a un volumen publicado en México en 1968 por Biblioteca Era.

Fuente:
http://www.grafein.org/Porter.htm

domingo, 1 de julio de 2012

Cuando ellas militan


Donde están enterrados nuestros muertos (Edhasa) es la segunda novela de la académica argentina Maristella Svampa. Socióloga y filósofa, es más conocida por sus aportes teóricos que por su trabajo literario, sin embargo aquí tiende un puente entre ambos mundos y se puede decir, sin temor a equivocarse, que es la primera novela social dedicada a la megaminería contada por mujeres.
Donde están enterrados nuestros muertos empieza trágicamente. Una madre que pierde a un hijo en un accidente en la ruta. La pérdida es la experiencia que lo cambia todo: reúne a la protagonista con otras madres, marcadas también por esa tragedia abismal y, al mismo tiempo, visibiliza una tensión. La tragedia disuelve y resalta las diferencias de clase entre esas mujeres. “En el origen, es una historia que me cuenta mi propia madre, sobre la señora que trabaja hace muchísimos años en su casa, a la cual yo conozco también desde hace mucho”, cuenta.
El universo del relato es mayoritariamente de mujeres. Los espacios son de refugio interior: casas que siempre resguardan de un afuera desolador, que se siente a través de un viento que no para de soplar y de perturbar. La novela también entalla los personajes prototípicos de muchos pueblos: una ex miss (de la estepa en este caso) venida a menos, un pintor bohemio, un ex corredor de automovilismo, un político añejado y, sobre todo, un periodista cínico que debe entrevistarlos a todos por encargo del intendente.
El funcionario tiene objetivos proselitistas: festejar el centenario del nacimiento de la localidad que gobierna a través de un fresco de sus habitantes “ilustres”. El periodista, oriundo de ese pequeño pueblo que debe retratar, se ha fugado hace mucho al anonimato de la capital porteña pero ahora regresa a cargar con una tarea que se le va volviendo patética a medida que avanza.
La cuestión de la minería es un telón de fondo. Aparece en detalles, no en los discursos de los personajes. Tiene un elemento, sin embargo, que la sintetiza: las camionetas doble cabina que recorren el pueblo como síntoma de una compleja prosperidad y de la modernidad veloz que prometen las corporaciones mineras. El slogan que se repite en el pueblo Cinco Cruces, así bautizado el lugar donde transcurre la historia, es que se trata de “la gran hora de los pueblos chicos”.
“Adonde vayas, sea Jujuy o Loncopué, cordillera, precordillera o meseta, ves esas camionetas. Y la gente en los distintos lugares hace referencia a ellas. Es una figura fugitiva y omnipresente”, dice la autora que recorre el interior de manera permanente. No había reparado en su posible uso literario hasta que la imagen se hizo presente por sí misma, en su teclado. A la hora de la escritura, sin embargo, Svampa asegura que no sabía hacia dónde iba, aunque se despertaba de madrugada asaltada por la necesidad de escribir. “Muchas cosas las resolvía mientras iba escribiendo. Veía claramente que lo que escribía era una novela de alcance político y social y no quería que terminara en un discurso moralizador, dada la envergadura de las problemáticas que estaba tocando. Lo que arma la novela es la pregunta por esos pueblos del interior a los cuales se les quiere imponer un determinado destino colectivo.”
El tono que reclamaba la narración no podía ser ni de grito ni de estallido: “más bien de sollozo; quería que fuera calmo”. La novela fue escrita de un tirón en cuatro meses de verano y luego llevó un año de correcciones.
“Cuando la terminé estaba sorprendida: ¿qué hizo posible que saliera esto? Mi experiencia como investigadora y mi experiencia como provinciana hicieron síntesis en un lugar inesperado. La ficción colonizó un espacio que me parecía un cruce imposible.”
Cuando publicó su novela anterior, Los reinos perdidos (Sudamericana, 2005), Svampa declaró estar preocupada por preservar la autonomía del género literario. Con esta novela parece dar un giro sobre esa definición.
“En Argentina hay un rechazo y al mismo tiempo un temor hacia la novela social y política, bastante afianzado, como si una apuesta de este tipo atentara contra la autonomía de la literatura, o bien, no buscara otra cosa que instalar un relato pedagógico o moralizante.”
En el medio del libro un personaje confiesa que toda novela es autobiográfica y al mismo tiempo no lo es. Svampa sostiene esta frase pero se distancia de las narrativas del yo. “Encuentro que en nuestro país hay una literatura interesante alrededor de la ironía, de la búsqueda de originalidad e incluso de la exposición del yo, en clave autobiográfica, pero no es la tradición en la cual me identifico. Me reconozco más en otras tradiciones literarias, como en la novela peruana, desde Arguedas, Scorza, Cueto, el propio Vargas Llosa –más allá de mis claras diferencias políticas– o Roncagliolo. Estos autores incorporan con naturalidad la realidad política y social, la actualidad, sin renunciar por ello a la autonomía de la literatura, ni pretender terminar con discursos moralizantes. Y terminan construyendo una novelística muy potente.”

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Por Veronica Gago